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Y un nuevo campeón anda por la tierra.
Cuánta prisa.
Con cuánta prisa pasa un año, como un bocado de alimento arrebatado a las fauces de la eternidad.
Cuánta prisa.
De forma relativamente tranquila, los meses fueron pasando, hasta que nos encontramos al borde del otoño. Y, sin embargo, lo que cambió fue muy poco. Hacia delante y hacia atrás, para un lado y para el otro, los abogados danzaban y seguían con su juego, pues para ellos sólo era eso, un juego. Para nosotros, no.
Puntualmente, Denny se llevaba a Zoë, fin de semana de por medio, los miércoles por la tarde. La llevaba a lugares de significación cultural. Museos de arte, de ciencias. El zoológico y el acuario. Le enseñaba cosas. Y a veces, en secreto, íbamos a los kartings.
Ah, esos coches eléctricos. Cuando la llevó por primera vez, ella apenas tenía la talla suficiente para llegar al volante. Y era buena conductora. Entendió enseguida al vehículo, como si hubiese nacido para él. Era rápida.
Muy rápida.
No necesitó muchas instrucciones antes de sentarse al volante. Metió el dorado cabello bajo un casco, abrochó su arnés y partió. Sin temor. Sin dudas. Sin esperar.
—¿La llevas a Spanaway? —fue la pregunta obvia del encargado a Denny después de la primera sesión.
Spanaway era un lugar al sur de la ciudad donde los chavales disputaban carreras de karting en un circuito abierto.
—No —respondió Denny.
—Porque esta niña te ganaría hasta a ti —dijo el hombre.
—Lo dudo —rió Denny.
El joven encargado le echó una nerviosa mirada al reloj. Miró hacia la barrera de vidrio que lo separaba de los cajeros. Era media tarde. Había pasado el gentío de la hora del almuerzo y el próximo estallido de actividad sería al atardecer. Sólo nosotros estábamos allí. Me habían dejado pasar porque ya me conocían y sabían que no causaba problemas.
—Dad unas vueltas, hay tiempo —dijo el chaval—. Si ella gana, pagas. Si ganas tú, no pagas.
—Vale. —Denny tomó un casco de los que estaban colgados para los clientes. Ni se le había ocurrido llevar el suyo.
La carrera comenzó a toda velocidad. Denny le dio una ligera ventaja a Zoë, para no presionarla. Se mantuvo a la zaga durante varias vueltas, de modo que ella sintiera su presencia. Después, trató de pasarla.
Y ella le cerró el paso.
Trató de adelantarla otra vez. Y ella volvió a cerrarle el paso.
Otra vez. Con el mismo resultado. Era como si la niña supiese dónde estaba él todo el tiempo. El karting no tenía espejos retrovisores. Y el casco no permitía una visión periférica. Ella sentía. Sabía.
Cuando él hacía un intento, ella lo bloqueaba. Todas las veces.
Hay que decir que Zoë le llevaba una gran ventaja, pues pesaba menos de treinta kilos y él cerca de setenta y cinco. Tratándose de kartings, es una diferencia inmensa. Pero así y todo, debe tenerse en cuenta que él era un piloto de carreras semiprofesional de treinta años y ella una neófita de siete. Piénsalo.
Ella ganó, Dios la bendiga. Cruzó la meta antes que su padre. Y yo me sentí muy feliz. Estaba tan feliz que no me importó esperar en el coche mientras ellos iban a Andy’s Diner a comer patatas fritas y batidos.
¿Cómo conseguía Denny soportar su calvario? Porque sabía un secreto: que su hija era mejor que él, más astuta y más rápida. Y, aunque los Gemelos Malignos habían restringido su acceso a ella, en los momentos en que la veía, recibía toda la energía que necesitaba para mantenerse cuerdo.
—Ésta no es una conversación que me agrade tener. —Mark Fein se reclinó en su silla de metal, que gimió, abrumada—. La mantengo con demasiada frecuencia.
Otra vez estábamos en primavera. En el Victrola. Donde estaba la chica de los ojos color chocolate.
Yo dormitaba a los pies de mi amo en la acera de la Avenida Quince, calentada por el sol hasta tal punto que parecía que se hubiese podido cocinar en ella. Dormía, despatarrado, levantando un poco la cabeza para agradecer la ocasional caricia de algún transeúnte. Todos ellos, de alguna manera, querían parecerse más a mí y ser capaces de disfrutar de una siesta al sol sin sentir culpa, sin preocuparse. No imaginaban que, de hecho, y como siempre ocurría durante nuestros encuentros con Mark, yo me sentía bastante inquieto.
—Estoy listo —dijo Denny.
—Dinero.
Denny asintió para sí y suspiró.
—Sí, estoy atrasado con algunas de tus cuentas.
—Me debes un montón de pasta, Denny —aclaró Mark—. Hasta ahora he sido tolerante, pero ya no puedo serlo.
—Dame treinta días —dijo Denny.
—No puedo, amigo mío.
—Sí, sí que puedes —replicó Denny con firmeza—. Sí, puedes hacerlo.
Mark sorbió su café con leche.
—Tengo investigadores. Expertos en el detector de mentiras. Empleados legales. Empleados administrativos. Tengo que pagar a esas personas.
—Mark —dijo Denny—. Te estoy pidiendo un favor. Dame treinta días.
—¿Para pagar todo lo que debes? —preguntó Mark.
—Treinta días.
Mark terminó su café y se incorporó.
—De acuerdo. Treinta días. Nuestro próximo encuentro, por cierto, es en el café Vita.
—¿Por qué en el café Vita?
—Por mis ojos color chocolate. Se marcharon. Están en el café Vita, así que nuestro próximo encuentro será allí. Siempre y cuando pagues tu deuda. Treinta días.
—Pagaré —dijo Denny—. Tú, sigue trabajando.
Mark Fein le presentó una solución a Denny: si renunciaba a reclamar la custodia de Zoë, el pleito penal desaparecería. Eso dijo Mark Fein. Así de simples eran las cosas.
Claro que era pura especulación suya. No era que los Gemelos Malignos se lo hubiesen dicho directamente; pero, remitiéndose a su experiencia, Mark Fein sabía que era así. Uno de los motivos para que así fuera era que la madre de Annika era prima de Trish. También, porque sus abogados, en las audiencias preliminares, dejaron claro que no pretendían de ninguna manera que Denny fuese a la cárcel. Se conformaban con que quedase fichado como delincuente sexual. A los delincuentes sexuales no les dan las custodias de sus niñitas.
—Son muy arteros —observó Mark—. Y también muy buenos.
—¿Tanto como tú? —quiso saber Denny.
—Nadie es tan bueno como yo. Pero son muy buenos.
En algún momento, Mark llegó incluso a aconsejarle que quizá lo mejor para Zoë fuese quedarse con sus abuelos, dado que estaban en condiciones de ofrecerle una niñez más acomodada, y de pagar su educación superior, cuando llegase el momento. Además, sugirió Mark, si Denny renunciaba a ser el principal responsable de Zoë, tendría más tiempo para dedicarle a su profesión, como instructor y como piloto, y podría aceptar trabajos fuera del estado y participar en carreras en todo el mundo. Observó que los niños necesitan un ambiente familiar estable, lo cual, dijo, es más fácil de obtener con un domicilio fijo y sin cambiar constantemente de programa educativo, y asistiendo a una escuela en los barrios residenciales o a una institución urbana privada. Mark le aseguró a Denny que aceptaría esta situación sólo si se le concedía un régimen de visitas generoso. Pasó mucho tiempo procurando convencer a Denny de la verdad de estas afirmaciones.
A mí no me convenció. Claro, yo entiendo que un piloto de carreras debe ser egoísta. Tener éxito en los primeros niveles de cualquier disciplina requiere egoísmo. Pero cuando Mark Fein le decía a Denny que debía poner su profesión por encima de su familia, pues es imposible ser triunfador en ambas cosas al mismo tiempo, simplemente se equivocaba. Muchos nos convencemos a nosotros mismos de que el compromiso es necesario para alcanzar nuestros objetivos. Que no todo aquello a lo que aspiramos es posible, y que debemos eliminar lo superfluo y no pretender que la luna puede ser nuestra. Pero Denny se negaba a aceptar ese punto de vista. Quería a su hija, y quería su carrera de piloto. Y no estaba dispuesto a sacrificar a ninguna de las dos por la otra.
Las cosas cambian deprisa en la pista. Recuerdo una carrera a la que acompañé a Denny. Me quedé con su equipo mientras él corría. Lo mirábamos desde cerca de la línea de salida, que también era la meta. Faltaba una vuelta y Denny iba tercero, detrás de otros dos coches. Pasaron frente a nosotros, y cuando lo hicieron otra vez, y ya era el momento de que bajara la bandera a cuadros, Denny iba delante. Ganó la carrera. Cuando le preguntaron cómo había hecho para pasar a los otros dos en la vuelta final, sólo sonrió y dijo que cuando vio que el asistente de pista meneaba un dedo para indicar que era la última vuelta, tuvo un relámpago de intuición y se dijo: «Voy a ganar esta competición». Uno de los que iban por delante de él se despistó, el otro hizo una mala maniobra, permitiendo que Denny lo pasara con facilidad.
—Nunca es demasiado tarde —le dijo Denny a Mark—. Las cosas pueden cambiar.
Una gran verdad. Las cosas cambian deprisa. Y, como para demostrarlo, Denny vendió nuestra casa.
No nos quedaba dinero. Lo habían exprimido hasta la última gota. Mark había amenazado con dejar de ocuparse de su defensa. A Denny no le quedó otro remedio.
Contrató un camión de mudanzas y llamó a sus amigos, y un fin de semana de verano trasladamos todas nuestras pertenencias de nuestra casa del distrito central a un apartamento de un dormitorio en Capitol Hill.
Yo amaba nuestra vieja casa. Sé que era pequeña. Dos dormitorios y un cuarto de baño. Y el patio era demasiado pequeño como para correr. Y a veces, por la noche, el ruido de los autobuses en la calle era muy intenso. Pero yo le había tomado cariño a mi lugar en el suelo de madera dura de la sala de estar, que era muy agradable en invierno, cuando el sol entraba por la ventana. Y me encantaba usar la puerta para perros que Denny había instalado para que yo pudiese entrar y salir a mi gusto. Cuando Denny estaba en el trabajo, yo solía salir por ahí al porche trasero. Cuando se trataba de un día frío y húmedo, me quedaba allí, oliendo la lluvia y mirando el movimiento de las ramas de los árboles.
Pero eso se terminó. Se fue. A partir de ese momento, pasé mis días en un apartamento con alfombras de olor químico, ventanas aislantes que no permitían suficiente ventilación y una nevera que hacía demasiado ruido y parecía esforzarse mucho por mantener fría la comida. Y sin televisión por cable.
Así y todo, traté de encontrarle el lado bueno. Me metía en el espacio que quedaba entre el brazo del sofá y la puerta de vidrio corrediza que daba a un balcón, tan pequeño que casi no era digno de ese nombre. Y si me encajaba de la manera adecuada, podía ver más allá del edificio que teníamos enfrente y contemplar la Aguja Espacial, con sus ascensores de color bronce que llevaban a los visitantes a lo alto antes de descender.
Denny le pagó lo que le debía a Mark Fein. Al poco tiempo, Mark Fein fue nombrado juez de distrito, tarea sobre la que sé poco, más allá de que es una designación vitalicia, muy prestigiosa y que no está permitido rechazar. Denny se hizo con un nuevo abogado, que no le daba cita en el café Vita, ni en el Victrola, porque no le interesaban las muchachas con
piercing
en la ceja y ojos color chocolate. Este abogado, el doctor Lawrence, como le llamaba todo el mundo, no era vehemente ni atrevido como Mark. Era lacónico, tranquilo, lúgubre... Mark tenía chispa, fuego. Éste tenía unas orejas muy grandes.
Pidió un aplazamiento, que es lo que se hace en los asuntos legales para tener tiempo de leer toda la documentación. Y, aunque entendía que era necesario, me preocupé. Mark Fein se conducía con la energía de alguien que sabe que ya ganó la partida y espera educadamente a que el adversario cuente sus fichas para que comprenda cuánto perdió. Tal vez el doctor Lawrence fuese muy capaz, pero se comportaba como un sabueso sin presa que perseguir. Su rostro triste tenía una expresión que decía: «Dime cuándo comenzamos». Y cada vez que parecía que nos aproximábamos a un resultado, el horizonte se alejaba de pronto de nosotros a toda velocidad, y nos quedábamos esperando, una vez más, a que las ruedas de la justicia se echasen a andar de nuevo, cosa que hacían, pero con mucha lentitud.
Al poco tiempo de que Denny comenzara a trabajar con nuestro nuevo representante, recibimos nuevas malas noticias. Los Gemelos Malignos le habían puesto un pleito para que se ocupase de la manutención de Zoë.
Canallescos, así los había descrito Mark Fein. Y ahora, no conformes con quitarle a su hija, exigían que él pagase la comida con que la alimentaban.
El doctor Lawrence defendió esta indigna acción, pues, dijo, aunque implacable, se trataba de una táctica perfectamente legal. Le hizo una pregunta a Denny:
—¿El fin siempre justifica los medios? —Y él mismo la respondió—: Al parecer, para ellos, sí.
Tengo un amigo imaginario. Lo llamo Rey Karma. Sé que el karma es una fuerza del universo y que las personas como los Gemelos Malignos recibirán justicia kármica por sus actos. Sé que esa justicia llegará cuando el universo lo considere apropiado, y que ello quizá no ocurra en esta vida, sino en la próxima, o en la otra. La conciencia actual de los Gemelos Malignos quizá no experimente nunca las consecuencias que merecen sus acciones. Pero sus almas sí. Entiendo ese concepto.
Pero no me agrada. Así que mi amigo imaginario hace cosas para mí. Si eres malo con alguien, el Rey Karma bajará del cielo y te pondrá en tu lugar. Si pateas a alguien, el Rey Karma surgirá de un callejón y te dará una patada en el culo. Si eres cruel y malvado, el Rey Karma te dará el castigo adecuado.
Por la noche, antes de dormir, hablo con mi amigo imaginario y se lo envío a los Gemelos Malignos, y ejerce su justicia. No es mucho, pero es todo lo que puedo hacer. Cada noche, el Rey Karma les regala muy malos sueños. Se ven perseguidos por una jauría de perros salvajes, hasta que despiertan con un respingo. Les es imposible volver a conciliar el sueño.
Fue un invierno particularmente difícil para mí. Tal vez por las escaleras que llevaban al apartamento donde vivíamos. O quizá mi defecto genético se hacía sentir. O tal vez sólo fuera que estaba harto de ser perro.
Anhelaba desprenderme de este cuerpo, librarme de él. Me pasaba mis tristes y solitarios días contemplando a las personas que circulaban por la calle, espectáculo que veía por la ventana. Todos iban a algún lugar, todos tenían destinos importantes. ¿Y yo? No podía ni abrir la puerta para bajar a saludarlos. Y aunque hubiese podido hacerlo, tenía lengua de perro y no habría podido formar palabras para decirles nada. Tampoco podría estrecharle las manos. ¡Cuánto ansiaba hablar a esas personas! ¡Cuánto ansiaba participar en sus vidas! Quería participar, no sólo observar. Quería comprometerme con el mundo que me rodea, no ser sólo un amigo que brinda compañía.