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Y, al recordar lo ocurrido, puedo decir que fue mi estado de ánimo, mi manera de ver la vida, lo que me llevó a ese coche y llevó a ese coche a mí. Tienes ante tus ojos lo que estás buscando.

Una noche, tarde, regresábamos del parque Volunteer. Habíamos alargado nuestro paseo, por lo general breve, debido a las especiales condiciones del tiempo. No hacía demasiado frío ni demasiado calor, soplaba una suave brisa y caía nieve. Recuerdo que la nieve me inquietaba. Seattle es lluvia. Lluvia templada, lluvia fría, pero es lluvia. No nieve. En Seattle hay demasiadas colinas como para que se asiente la nieve. Pero había nieve.

Denny solía dejarme sin correa cuando regresábamos del parque, y esa noche me alejé demasiado de él. Antes de llegar a la Décima Avenida, vacía de coches y personas, me quedé mirando cómo caían los copos, formando una delgada capa sobre la acera y la calle.

—¡Vamos, Zo! —Denny dio un fuerte silbido después de gritar.

Alcé la vista. Estaba al otro lado de la calle Aloha. Debía de haber cruzado sin que yo lo notara.

—¡Ven, chico!

Se dio una palmada en el muslo y yo, sintiéndome repentinamente desligado de Denny, como si entre ambos hubiese todo un mundo, no una calle de dos sentidos, salté al asfalto para ir con él.

De pronto exclamó:

—¡No! ¡Espera!

Los neumáticos no chillaron como suelen hacerlo. El suelo estaba cubierto de una fina capa de nieve. Los neumáticos rodaban en silencio. Apenas producían un siseo. El coche me atropelló.

Qué estúpido, pensé. Soy muy estúpido. Soy el perro más estúpido del planeta y tengo la cara dura de pretender llegar a ser humano. Qué estúpido.

—Tranquilo, chico.

Sus manos sobre mí. Cálidas.

—No lo vi...

—Ya lo sé.

—Apareció de pronto...

—Sí, entiendo, lo vi todo.

Denny me abrazó. Denny me levantó.

—¿Qué puedo hacer?

—Faltan algunas manzanas para llegar a casa. Es demasiado pesado como para que lo lleve en brazos. ¿Me llevas?

—Claro, pero...

—Trataste de frenar. Hay nieve en la calle.

—Nunca había atropellado a un perro.

—Apenas lo has tocado.

—No puedo creerlo...

—Está asustado, más que nada.

—Nunca había...

—Lo que acaba de ocurrir no tiene importancia —dijo Denny—. Pensemos en lo que hay que hacer ahora. Eso es lo importante. Súbete al coche.

—Sí. —Era sólo un muchacho. Me había atropellado un adolescente—. ¿Adónde vamos?

—No te preocupes. —Denny hablaba acomodándose en el asiento trasero y poniéndome sobre su regazo—. Respira hondo y arranca.

Capítulo 47

La muerte de Ayrton Senna no fue inevitable.

Esto es algo que se me ocurrió de pronto, mientras gemía de dolor en el asiento trasero del coche de Denny, rumbo al veterinario. Pensé en el circuito de Grand Prix de la ciudad de Imola. En la curva Tamburello. La muerte de Senna no fue inevitable. Podría haberse salvado.

El día anterior a la carrera, un sábado, Rubens Barrichello, amigo y protegido de Senna, resultó gravemente herido en un accidente. Otro piloto, Roland Ratzenberger, murió durante un entrenamiento. A Senna le preocupaban mucho las condiciones de seguridad de la pista. Se pasó la mañana del domingo, día de la carrera, reunido con otros pilotos para organizar un grupo dedicado a la seguridad de los competidores. Fue elegido jefe de ese grupo.

Dicen que tenía sentimientos ambiguos sobre aquella carrera, el Gran Premio de San Marino, que esa mañana de domingo consideró seriamente la posibilidad de poner fin a su carrera de piloto. Estuvo a punto de hacerlo. De salvarse.

Pero no lo hizo. Ese fatídico primer día de mayo de 1994, corrió. Y cuando entró en la célebre curva de Tamburello, curva conocida por su peligrosidad, su máquina se descontroló y se estrelló a casi trescientos kilómetros por hora contra la barrera de cemento. Una pieza de la suspensión que perforó su casco lo mató de forma instantánea.

O murió en el helicóptero que lo llevaba al hospital.

O murió en la pista, cuando lo sacaron de entre los restos de su coche.

La muerte de Ayrton Senna es tan enigmática como su vida.

La controversia sobre su muerte sigue vigente hasta hoy. La filmación tomada desde el interior del coche desapareció misteriosamente. Los relatos sobre su muerte difieren. La política de la Federación Internacional de Automovilismo tuvo algo que ver. Es cierto que, en Italia, si un corredor muere en la pista, su muerte se investiga de inmediato y la carrera se detiene. También es cierto que, si la carrera se detiene, la FIA, sus patrocinadores, la televisión, etcétera, pierden millones de dólares. Sus intereses se ven afectados. Pero si el piloto, por ejemplo, muere en el helicóptero, camino del hospital, la carrera puede continuar.

Y es cierto que Sidney Watkins, el primer hombre que llegó a donde estaba Senna después del accidente, dijo: «Lo sacamos de la cabina y lo acostamos en el suelo. Cuando lo hicimos, suspiró, y, aunque soy totalmente agnóstico, sentí que su alma partía en ese preciso instante».

¿Cuál es la verdad acerca de la muerte de Ayrton Senna, que sólo tenía treinta y cuatro años?

La conozco, y te la contaré ahora:

Era admirado, amado, festejado, honrado, respetado. En la vida y en la muerte. Fue un grande. Es un grande. Será un grande.

Murió ese día porque su cuerpo ya había cumplido con su propósito. Su alma hizo lo que vino a hacer, aprendió lo que debía aprender, así que estaba en libertad de marcharse. Y yo, mientras íbamos a toda prisa a casa del doctor que me debía curar, supe que, si ya hubiese cumplido con mi misión en la tierra, si ya hubiera aprendido lo que debo aprender, habría bajado de la acera un segundo más tarde, y ese coche me habría dado de lleno, me habría matado instantáneamente.

Pero no me mató. Porque aún no había terminado. Me quedaba trabajo por hacer.

Capítulo 48

Entradas separadas para perros y para gatos. Eso es lo que recuerdo con más claridad. Y una tercera entrada para animales con enfermedades infecciosas, que no discriminaba por especie. Al parecer, cuando perros y gatos se infectan, son iguales.

Recuerdo el dolor que sentí cuando el veterinario manipuló mis caderas. Después me puso una inyección y me sumí en un sueño muy profundo.

Cuando desperté, seguía mareado, pero ya no me dolía nada. Oí fragmentos de conversación. Términos como «displasia» y «artritis crónica» y «fractura no desplazada del hueso pélvico». También otros: «cirugía de reemplazo», «operación de emergencia», «soldadura», «umbral de dolor», «calcificación», «fusión». Y mi preferido: «viejo».

Denny me llevó al vestíbulo y me tendió sobre la alfombra marrón, que, de alguna manera, era acogedora en esa habitación en penumbra. El asistente le habló y le dijo otras cosas que, drogado como estaba, me confundieron. «Radiografía». «Sedantes». «Examen y diagnóstico». «Inyección de cortisona». «Medicamentos para el dolor». «Tarifa de emergencia nocturna». Y, claro, «ochocientos doce dólares».

Denny le tendió una tarjeta de crédito al ayudante del veterinario. Se agachó y me acarició la cabeza.

—Te pondrás bien, Zo —dijo—. Te has hecho una fisura en la pelvis, pero se curará. Sólo debes tomártelo con calma durante un tiempo y quedarás como nuevo.

—Señor Swift...

Denny se incorporó y regresó al mostrador.

—Su tarjeta ha sido rechazada.

Denny se puso rígido.

—¡Imposible!

—¿Tiene usted otra tarjeta?

—Tome.

Ambos se quedaron mirando la máquina azul donde se ponen las tarjetas y, al cabo de un momento, el ayudante meneó la cabeza.

—Se ha excedido de su límite.

Denny frunció el ceño y sacó otra tarjeta.

—Ésta es la que uso en los cajeros automáticos. Tiene que funcionar.

Volvieron a esperar. El mismo resultado.

—No lo entiendo. —Denny estaba desconcertado. Pude oír que su respiración se aceleraba, su corazón latía más deprisa—. Acabo de ingresar mi sueldo. Quizá aún no esté disponible.

El doctor apareció.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—Mire, tengo trescientos dólares de cuando ingresé el cheque del sueldo. Saqué un poco en efectivo. Tenga. —Denny desplegó los billetes ante el médico—. Estarán reteniendo el resto a la espera de que el cheque se confirme o algo así. —Denny tragó saliva. Había pánico en su voz—. Sé que tengo dinero en esa cuenta. Si no, puedo transferir algo mañana desde mi caja de ahorros.

—Tranquilo, Denny —le calmó el doctor—. Estoy seguro de que se trata de un malentendido.

Luego le dijo al ayudante:

—Hazle un recibo por los trescientos al señor Swift y déjale a Susan una nota diciéndole que volveremos a probar la tarjeta por la mañana.

El ayudante tomó el dinero. Denny se quedó mirando atentamente mientras el otro escribía el recibo.

—¿Podría quedarme con veinte? —Seguía titubeando. Noté que le temblaban los labios. Estaba agotado, conmovido, avergonzado—. Tengo que echarle gasolina al coche.

El ayudante miró al doctor, quien bajó la mirada y asintió en silencio antes de volverse, deseándonos las buenas noches por encima del hombro. El empleado le dio a Denny un billete de veinte dólares y un recibo, y Denny me llevó hasta el coche.

Cuando llegamos a casa, Denny me depositó en mi cama y, tomándose la cabeza entre las manos, se quedó sentado un largo rato en la oscuridad del cuarto, apenas alumbrado por las lámparas de la calle.

—No puedo —dijo—. No puedo más.

Alcé la vista. Me hablaba a mí. Me miraba.

—Han vencido —añadió—. ¿Te das cuenta?

¿Cómo iba a responderle? ¿Qué podía decir?

—No puedo ni hacerme cargo de ti. No puedo ni pagar la gasolina de mi coche. No me queda nada, Enzo. No queda nada en esta vida.

¡Dios, cuánto deseé poder hablar! Y tener pulgares. Lo habría agarrado del cuello de la camisa. Lo hubiese acercado a mí, tanto como para que sintiera mi aliento en su piel, y le habría dicho: «Sólo es una crisis. Algo pasajero. Apenas una cerilla que se enciende en la oscuridad implacable del tiempo. Tú eres el que me enseñó que nunca hay que darse por vencido. Tú me enseñaste que surgen nuevas oportunidades para los que están preparados, los que están listos. ¡Debes conservar la fe!».

Pero no podía decírselo. Sólo podía mirarlo.

—Lo intenté —dijo.

Lo dijo sólo porque no podía oírme. Porque no había oído ni una sola de mis palabras. Porque soy un perro.

—Tú has sido testigo —insistió—. Lo intenté.

Si me hubiese podido levantar sobre mis patas traseras. Si hubiera podido abrazarlo. Hablarle.

«No sólo lo he sido —le habría dicho—, aún lo soy».

Y entonces él habría entendido lo que quería decirle. Y se habría dado cuenta de todo.

Pero no podía oírme. Porque soy lo que soy.

Así que volvió a cubrirse la cara con las manos y se quedó allí sentado.

Yo no podía darle nada.

Estaba solo.

Capítulo 49

Días después. Una semana. Dos. Desde que Denny se dio por vencido, el tiempo no significaba mucho para mí. Parecía enfermizo, sin energías ni fuerza vital. Yo también. En algún momento, cuando mis caderas aún no estaban curadas del todo, pero ya no me producían mucho dolor, aunque sí incomodidad, fuimos a visitar a Mike y Tony.

No vivían lejos de nosotros. Su casa era pequeña, pero demostraba que sus ingresos eran más altos que los nuestros. Denny me contó una vez que a Tony le tocó estar en el lugar y en el momento justos como para no volver a preocuparse por el dinero nunca más en su vida. Así es la vida. Así son las cosas. Tu coche va a donde van tus ojos.

Estábamos sentados en su cocina. Denny tenía frente a sí una taza de té y una carpeta marrón. Tony no estaba. Mike daba vueltas, nervioso.

—Es la decisión correcta, Den —dijo Mike—. Estoy contigo al cien por cien.

Denny no se movió ni habló. Se quedó mirando la carpeta con ojos carentes de expresión.

—Se trata de tu vida, de tu juventud —afirmó Mike—. Es tu momento. Los principios son importantes, pero tu vida también lo es. Y tu reputación.

Denny asintió con la cabeza.

—Lawrence obtuvo lo que querías, ¿no?

Denny asintió.

—El mismo régimen de visitas, al que se suman dos semanas en verano, una durante las vacaciones de Navidad y otra en las vacaciones escolares de febrero, ¿no?

Denny asintió.

—Y no tienes que pagar más manutención. La matricularán en una escuela privada de la isla Mercer. Y pagarán su educación universitaria.

Denny asintió.

—Y quedarás fichado sólo como infractor en un caso de acoso, en libertad provisional. No tendrás antecedentes por delitos sexuales.

Denny asintió.

—Denny —añadió Mike, serio—. Eres un tipo inteligente. De los más inteligentes que conozco. Te diré una cosa: es una decisión inteligente. Lo sabes, ¿no?

Durante un momento, Denny pareció confundido. Escrutó la mesa, estudió sus propias manos.

—Necesito un bolígrafo —dijo.

Mike tomó un bolígrafo de la mesa del teléfono, que tenía a sus espaldas. Se lo alcanzó a Denny.

Denny vaciló, con la mano levantada sobre los documentos de la carpeta. Miró a Mike.

—Siento como si me hubiesen abierto el vientre, Mike. Como si me hubiesen abierto y cortado los intestinos y tuviese que pasar lo que me queda de vida acarreando una bolsa de plástico llena de mierda. Tendré esta bolsa de cagar amarrada a la cintura, conectada con un tubo, toda mi vida, y cada vez que vaya a vaciarla al inodoro recordaré el momento en que me abrieron y disimularé con una sonrisa fingida en la cara, y me diré: «Bueno, al menos no me arruiné».

Mike pareció desconcertado.

—Es difícil —dijo.

—Sí —coincidió Denny—. Es difícil. Bonito bolígrafo.

Denny alzó el bolígrafo. Era uno de esos que se hacen como recuerdo, con una pieza móvil sobre un fondo de plástico transparente que se ve al mover el capuchón.

—Del parque zoológico Woodland —dijo Mike.

Miré mejor. En la parte superior del bolígrafo. Bajo el plástico transparente, se veía una sabana en miniatura. ¿Y la pieza móvil? Una cebra. Cuando Denny inclinó el bolígrafo, la cebra se deslizó por la sabana. La cebra está en todas partes.

De repente, me di cuenta de algo. La cebra. No es algo que está fuera de nosotros. La cebra es algo que está dentro. La cebra es lo peor de nosotros, cuando nos encontramos en el peor de los momentos. ¡El demonio que llevamos en nuestro interior!

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