El sol naciente quemaba las mesas y cauterizaba el territorio. Jimmie Willer se paró a descansar en una roca, a la sombra de un enebro. Hernández se sentó a su lado con una capa de sudor en su cara redonda. Willer sacó un termo de café de su mochila, llenó dos tazas, una para Hernández y la otra para él, y sacudió una cajetilla de Marlboro para extraer un cigarrillo. Wheatley se había adelantado con los perros. El teniente los vio avanzar despacio por la mesa desierta.
—Aquí te achicharras.
—Sí —dijo Hernández.
Después de una larga calada, Willer observó el paisaje interminable de cañones de tonos rojo y naranja, cúpulas rocosas, agujas, crestas, lomas y mesas. Setecientas mil hectáreas. Bien pensado, era inútil. La luz era tan cruda que no le dejaba abrir bien los ojos. El cadáver podía estar escondido al fondo de cualquier cañón, en una infinidad de cuevas y nichos, emparedado en un abrigo o tirado en cualquier grieta.
—Lástima que Wheatley no encontrara el rastro cuando aún era reciente —dijo Hernández.
—Ni que lo digas.
Una avioneta zumbó en el cielo. Eran los de estupefacientes, que buscaban marihuana.
Wheatley apareció tras el montículo que tenían delante, trepando por una cuesta muy larga que hervía por el calor, con el peso de cuatro cantimploras grandes en la espalda. Sus dos sabuesos iban sueltos a cierta distancia, con la lengua fuera y la nariz pegada al suelo.
—Seguro que ahora se arrepiente —dijo Willer—. Tiene que llevar agua para él y sus perros.
Hernández se rió.
—¿Tú qué dices? ¿Tienes alguna teoría?
—Al principio creía que era algo de drogas, pero ahora me parece que la cosa es más gorda. Aquí pasa algo, y Broadbent y el monje están metidos hasta el cuello.
Willer volvió a chupar el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo vio rebotar en la roca desnuda.
—¿Algo como qué?
—No sé. Están buscando algo. Piensa un poco: Broadbent dice que le resulta muy agradable venir a pasear por aquí. Mira al cabrón de Wheatley. ¿Tú vendrías aquí a montar a caballo por gusto?
—Ni loco.
—Y luego lo de que encontrase al muerto por casualidad justo después de que le pegaran un tiro. A doce kilómetros de la carretera, anocheciendo y en medio de ninguna parte… ¿Casualidad? ¡Venga ya!
—¿Crees que el tiro se lo pegó él?
—No, pero tampoco es inocente. Nos esconde algo. Dos días después del asesinato fue a ver a Wyman Ford, el monje. Lo he investigado y se ve que Ford también da muchos paseos por el desierto. Parece que hace excursiones de varios días.
—Ah, ¿sí? ¿Qué buscan?
—Eso digo yo. Y hay algo que no sabes, Hernández. Le pedí a Sylvia que mirara en el sistema a ver si había algo sobre el monje. Y, adivina… Era de la CÍA.
—Me tomas el pelo.
—No conozco la historia completa, pero parece que se fue de la CÍA de un día para otro, se presentó en el monasterio y lo aceptaron. De eso hace tres años y medio. —¿Qué hacía en la CÍA?
—No he podido averiguarlo. Ya los conoces. También estaba metida su mujer, que murió en acto de servicio. Es un héroe.
Willer dio otra calada, al reconocer el gusto amargo del filtro tiró la colilla. Ensuciar un paisaje tan prístino, que durante todo el día le había estado gritando «No eres nadie, no eres nada», le procuró una satisfacción muy especial. De repente se incorporó. Había visto moverse un punto negro a media distancia, por una cresta no muy alta, frente a un precipicio. Miró con atención por los prismáticos.
—¡Vaya, vaya! Hablando del rey de Roma…
—¿Broadbent?
—No, el que va de monje. Lleva unos prismáticos colgados al cuello. Es lo que acabo de decirte: busca algo. Seguro. Y daría mi testículo izquierdo por saber qué.
Weed Maddox salió al porche de su cabaña de alquiler y aspiró el olor de la pinaza calentada por el sol de la mañana, con el pulgar en una de las trabillas para el cinturón. Se acercó la taza de café a los labios y sorbió ruidosamente. Se había despertado tarde. Casi eran las diez. Vio las cumbres lejanas de los montes Canjilón detrás de los pinos ponderosa, bañados por una luz plateada. Cruzó el porche, que sonaba a hueco debajo de sus botas de vaquero, y se paró delante de un cartel donde se leía S aloon. L o empujó un poco con el dedo, haciendo rechinar sus bisagras oxidadas.
Contempló la calle mayor. No quedaba mucho del antiguo campamento del CCC. La mayoría de los edificios se habían caído, quedaban montañas de listones podridos cubiertos de arbustos y arbolillos. Se acabó el café, dejó la taza en la baranda y bajó tranquilamente por los escalones de madera para pasearse por la antigua calle principal del pueblo. Tema que reconocer que en el fondo él era un hombre de campo. Le gustaba estar solo, lejos de las carreteras, del tráfico, de los edificios y de las multitudes. Cuando acabara todo, debería comprarse una casita como aquella. Desde allí podría seguir administrando Hard Time pero rodeado de paz y de sosiego, para variar un poco, sin otra compañía que la de un par de chicas.
Caminó por la calle polvorienta, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y silbando distraído…Al final del pueblo la calle se convertía en un sendero lleno de hierbajos que se Inter naba en el barranco. Maddox empezó a subir, chascando la hierba alta con las botas. A partir de un momento cogió un palo y empezó a segar las plantas más altas.
Dos minutos después encontró un letrero clavado en el camino:
PELIGRO: MINAS NO SEÑALIZADAS
PROHIBIDO PASAR
LA PROPIEDAD NO SE RESPONSABILIZA
DE LOS ACCIDENTES
Dentro del bosque reinaba la calma. El susurro del viento en las ramas casi era inaudible. Pasó de largo, sin hacer caso del letrero. El camino subía un poco siguiendo el cauce seco de un arroyo. En diez minutos llegó a un antiguo claro. A la derecha había una cuesta pelada y un sendero sinuoso. Subió por él. Después de medio kilómetro de caminar en paralelo a la cima pero por debajo, encontró una construcción en ruinas donde estaba la entrada de un antiguo túnel minero. La puerta de la caseta tenía un candado y una cadena nuevos, así como otro cartel de Prohibido el paso. Los había puesto él el día anterior.
Sacó del bolsillo la llave del candado y entró en la caseta. Dentro se estaba fresco y olía bien. Siguió unas vías viejas hasta un agujero oscuro en la roca, tapado con una reja de hierro macizo que también estaba cerrada con candado. Abrió con llave e hizo girar las bisagras recién engrasadas de la reja, al tiempo que aspiraba el aroma a piedra húmeda y moho. Iluminó el camino con la linterna. Había que estar atento a las traviesas y los charcos para no tropezar. El túnel estaba horadado en roca viva. En algunos tramos la roca estaba podrida y fracturada, y se veían vigas muy grandes clavadas y fijadas en el techo.
Treinta metros más allá el túnel giraba a la izquierda. Al llegar al otro lado de la curva, Maddox iluminó una bifurcación. Siguió el ramal de la izquierda, que era muy corto. El final estaba cerrado con maderas. Las había clavado él con tornillos a la roca para formar una pequeña celda. Se acercó y le dio unos golpes orgullosos: duro como la piedra. Había empezado el día antes a las doce, y había estado trabajando hasta la medianoche. Doce horas de trabajo ininterrumpido, para reventar al más pintado.
Cruzando el acceso inacabado, penetró en un cuartito que aprovechaba el final del túnel. Descolgó un farol de queroseno de un gancho, levantó el tubo de cristal para encenderlo y lo dejó colgado en un clavo. La acogedora luz amarilla iluminó un espacio de unos dos metros y medio por tres. Maddox pensó que no estaba tan mal. En un rincón había puesto un colchón con una sábana limpia. Al lado había una bobina de cable, vieja y de madera, que servía de mesa, un par de sillas viejas sacadas de una casa en ruinas, un cubo grande para el agua de los caballos y otro para hacer las necesidades. En el otro lado había clavado en la roca cuatro tornillos de acero de un centímetro y medio para colgar una cadena de acero y cuatro esposas, dos para las manos y dos para los pies.
Hizo un descanso para admirar su obra. Le parecía mentira haber tenido la suerte de encontrar un escondrijo así. Además de que el túnel era perfecto para sus planes, casi todas las maderas procedían de la propia mina. Eran vigas y planchas antiguas amontonadas al fondo del túnel, donde habían sobrevivido a los estragos del tiempo.
Interrumpió sus reflexiones, por lo demás muy placenteras, para mirar el esbozo de plano que había dejado encima del barril, donde se había encogido por la humedad. Lo alisó, le clavó un tornillo en cada esquina y lo estudió. Solo faltaban unas cuantas vigas. En vez de poner una puerta, que habría sido un punto débil, fijaría tres vigas con tornillos sobre la abertura. Era una solución más fácil, más resistente y más segura. Total, solo tendría que entrar y salir un par de veces…
Dentro de la cueva hacía calor y había mucha humedad. Se quitó la camisa y la tiró al colchón. Después flexionó su torso bien musculado, hizo una serie de ejercicios de estiramiento y cogió el taladro inalámbrico profesional para cambiarle la batería. Se acercó al montón de vigas viejas y las tanteó con un destornillador hasta encontrar la que quería. La midió, marcó un punto con un lápiz y empezó a taladrar. El zumbido del taladro resonó en la cueva. El olfato de Maddox se vio asaltado por un olor a madera vieja y húmeda mientras salían virutas de roble marrones del agujero practicado por la broca. Cuando terminó, cogió la viga, la puso en posición vertical y la empujó con fuerza hasta encajarla en su sitio. Después de fijarla con un clavo, hizo otro agujero en la viga de detrás, que ya estaba fija, metió un tornillo de cuarenta y cinco centímetros, puso una tuerca hexagonal y la atornilló tan fuerte con una llave de tubo que se comió casi un centímetro de madera.
Ese tornillo no lo sacaba nadie, ni siquiera la persona más desesperada del mundo.
Tardó una hora en acabarlo todo. Solo dejó la abertura que servía de puerta. Las tres vigas destinadas a taparla estaban apiladas justo al lado, agujereadas y listas para montar.
Maddox recorrió la pared de madera recién acabada, acariciando las vigas. De repente gritó, cogió una viga con las dos manos y la sacudió con todas sus fuerzas. Luego dio un paso hacia atrás y se lió a patadas con las vigas, gritando y diciendo palabrotas. Tras lanzar varias veces todo el peso de su cuerpo contra la pared, se giró, cogió la mesa de madera y la arrojó a la pared de vigas sin parar de gritar:
—¡Hijos de puta! ¡Cabrones! ¡Os voy a matar a todos! ¡Os voy a sacar las tripas!
Paró de golpe, jadeando. Sacó una toalla pequeña de la mochila para secarse el sudor del pecho y de los hombros. Luego se la pasó por la cara, se echó el pelo hacia atrás y se lo peinó con los dedos. Cogió la camisa, se la puso y flexionó los músculos de la espalda.
Se dio el lujo de sonreír. Aquella celda no se la reventaría nadie. Nadie.
Wyman Ford se sacudió el polvo del faldón de su hábito y se sentó en el tronco caído y retorcido de un viejo enebro. Después de caminar treinta kilómetros desde el monasterio, acababa de llegar a la alta cima de Navajo Rim, una mesa de gran tamaño y longitud que recorría el borde sur de los Echo Badlands durante muchos kilómetros. A sus espaldas quedaba ya, muy lejos, el rojo encendido de los cañones de Ghost Ranch. Al noroeste, el panorama estaba enmarcado por las cimas nevadas de los montes Canjilón.
Sacó de su mochila cuatro mapas topográficos a escala 1:24.000 del Servicio Geográfico Nacional, los puso en el suelo uno al lado del otro y colocó piedras en las esquinas. A continuación dedicó unos minutos a orientarse, reconociendo visualmente los accidentes del terreno representados en los mapas. Usó los prismáticos para otear los Echo Badlands en busca de una formación que se pareciera a la del gráfico del ordenador. Cada vez que veía algo prometedor, marcaba su situación en el mapa con un lápiz rojo. Un cuarto de hora después bajó los prismáticos. De momento era optimista. No había encontrado grandes semejanzas, pero cuanto más estudiaba los interminables cañones que cruzaban en todos los sentidos los Echo Badlands, más convencido estaba de que ese era el lugar donde encontraría la formación que contenía el tiranosaurio. La roca con forma de cúpula del gráfico parecía típica de las formaciones que veía desde su observatorio.
El problema era que las mesas o los bordes de los cañones más próximos ocultaban gran parte del terreno. Otra dificultad era que el gráfico solo mostraba un corte bidimensional en la roca, por lo que no podía adivinarse qué aspecto tenía la formación desde otro ángulo.
De nuevo se llevó los prismáticos a los ojos y siguió escrutando hasta que hubo recorrido todo cuanto podía verse desde aquel observatorio. Había llegado la hora de desplazarse al punto señalado en el mapa como Observatorio 2, un cerro al final de Navajo Rim que se erguía como un pulgar amputado. El camino era largo, pero valía la pena. Desde ese punto podría ver casi todos los Badlands.
Cogió la cantimplora, la sacudió y calculó que estaba medio llena. Tenía otra llena en la mochila. Mientras no cometiera ninguna imprudencia, no tendría problemas con el agua.
Tomó un sorbo, colocó la cantimplora en su sitio y empezó a caminar por el borde de Navajo Rim.
Durante el recorrido se dejó llevar por un estado de plácida ensoñación, fruto del esfuerzo físico. Le había dicho al abad que tenía la necesidad espiritual de pasar un tiempo a solas en el desierto, y le prometió que volvería para la hora tercia del día siguiente. Ahora ya no podía cumplirlo. De hecho, si se metía en los Badlands podía tardar dos días más en volver, pero el abad no se molestaría. Estaba acostumbrado a los retiros espirituales del novicio en el desierto. La diferencia era que esta vez Ford tenía la vaga sensación de estar portándose mal. Había engañado al abad sobre el objetivo de la excursión. El que rezara, ayunara y se privara de cualquier comodidad física durante su estancia en el desierto no significaba que su búsqueda fuera de tipo espiritual. Comprendió que se había dejado llevar por la intriga, el misterio y la emoción de encontrar el dinosaurio. El monasterio le había enseñado a reflexionar sobre sí mismo, don que hasta entonces no había cultivado y que empleó entonces para analizar sus motivos. ¿Por qué lo hacía? Aunque quisiera pensar que lo movían razones altruistas, no era para devolver el dinosaurio a los americanos. Tampoco por dinero. Por fama seguro que no.