Tiranosaurio (18 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Cogió a Tom por el codo para hacerlo avanzar en paralelo a una pared en la que se apoyaban placas gigantes de piedra bien apuntaladas con maderas de diez por cinco y envueltas en plástico acolchado.

—Acaba de llegarnos de Green River un material buenísimo, de lo mejor que hay. Si quiere se lo vendo por metros cuadrados y usted lo desmenuza, lo vende pez por pez y quintuplica la inversión.

Llegaron a unas cubas llenas de fósiles. Tom vio que eran amonites.

—Somos los primeros vendedores del mundo de amonites, pulidos o en bruto, con matriz o sin matriz, por peso o cantidad y preparados o sin preparar. —Beezon pasó al lado de un sinfín de estantes llenos de cajas de conchas de amonites, con su característica y peculiar forma enrollada. Se paró, metió la mano en una de las cajas y sacó un amonito—. Estos son muy normalitos. Salen a cuatro dólares el kilo, sin preparar y sin sacar de la matriz. Por ahí tengo algunos con piritas, y al fondo hay unos especímenes buenísimos agatizados que cuestan más.

Siguió caminando.

—Si le interesan los insectos, acaban de traerme algunas arañas preciosas de Nkomi, en Namibia. Ah, y una nueva remesa de cangrejos de Heiningen, en Alemania. Últimamente nos los quitan de las manos, y se venden a doscientos o trescientos dólares la pieza. Madera agatizada, se vende a peso y es genial para pulirla uno mismo… Crinoides, formaciones con heléchos… Coprolitos, que a los niños les encantan… Tenemos de todo y a un precio sin competencia.

Tom iba detrás. Beezon se paró y señaló una concreción.

—De estas hay muchas que ni siquiera se han abierto. Se pueden vender tal cual y dejar que las abra el cliente. Los niños se compran tres o cuatro. Normalmente dentro hay un helecho o una hoja. De vez en cuando sale un hueso o una mandíbula. Y he oído de casos en los que han encontrado el cráneo de algún mamífero. Es como una lotería. Esta…

Le tendió una concreción y cogió un martillo de encima de un yunque.

—Adelante, ábrala.

Tom cogió el martillo y, acordándose del plan lo manejó con torpeza antes de poner el fósil en el yunque.

—Use la punta en cincel —dijo Beezon en voz baja.

—Claro, claro.

Tom giró el martillo y dio un golpe a la concreción, que al abrirse reveló una sola hoja fósil de helecho.

Le pareció que Beezon lo miraba con mucha atención.

—Oiga, y de material más… exclusivo ¿qué tienen? —preguntó.

Beezon se acercó sin decir nada a una puerta metálica y le hizo pasar a una sala más pequeña, sin ventanas.

—Lo bueno lo guardamos aquí: fósiles de vertebrados, marfil de mamut, huevos de dinosaurio… De hecho, acaba de llegar una remesa de huevos de hadrosaurio de Hunan con sesenta por ciento o más de la cáscara intacta. Los vendo a ciento cincuenta cada uno, pero se pueden sacar cuatrocientos o quinientos.

Abrió un armario con llave y sacó un huevo de un nido de periódicos arrugados. Tom lo cogió, lo examinó y se lo devolvió. Después sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la mano como un maniático, gesto que a Beezon no le pasó inadvertido.

—El pedido mínimo es una docena. —Beezon siguió caminando hasta llegar a una caja metálica en forma de ataúd. La abrió con llave y dejó a la vista una masa irregular de yeso de un metro y pico por un poco menos—. Esto vale la pena: un Struthiomimus completo al cuarenta por ciento; falta el cráneo. Acaba de llegar de Dakota del Sur. Estrictamente legal. Procede de un rancho privado. Aún está en la matriz. Habría que prepararlo.

Miró elocuentemente a Tom.

—Todo lo que pasa por nuestras manos es legal, con documentos firmados ante notario por el dueño de la finca. —Hizo una pausa—. Oiga, señor Broadbent, ¿qué busca exactamente?

Ya no sonreía.

—Pues lo que le he dicho.

La conversación estaba siguiendo el derrotero previsto. Su interlocutor empezaba a sospechar.

Beezon se inclinó para decir en voz baja:

—Usted no es mayorista de fósiles. —Su mirada volvió a deslizarse por el traje—. ¿Qué es, del FBI?

Tom negó con la cabeza, componiendo una sonrisa avergonzada y culpable.

—Me ha descubierto, señor Beezon. Felicidades. Tiene razón, no soy mayorista de fósiles, pero tampoco soy del FBI.

Beezon seguía observándolo. Había perdido toda su cordialidad de americano del Oeste.

—Entonces, ¿qué es?

—Soy banquero de inversiones.

—¿Y aquí qué diablos busca?

—Trabajo con una clientela pequeña y exclusiva de Extremo Oriente. Singapur y Corea del Sur. Invertimos el dinero de nuestros clientes, que a veces buscan inversiones pintorescas: cuadros antiguos, minas de oro, caballos de carreras, vinos franceses… —Tom hizo una pausa y añadió—: Dinosaurios. Siguió un largo silencio, tras el que Beezon repitió: —¿Dinosaurios? Tom asintió con la cabeza.

—Supongo que no he estado muy convincente en el papel de mayorista de fósiles.

Beezon recuperó cierta cordialidad, mezclada con la expresión de un hombre contento de no haberse dejado engañar.

—La verdad es que no. Primero por el traje; luego, nada más coger el martillo ya he visto que no trabajaba con fósiles. —Soltó una risita—. Bueno, señor Broadbent, ¿quién es el cliente en cuestión, y qué tipo de dinosaurio busca en el mercado?

—¿Podemos hablar sin tapujos?

—Por supuesto.

—Se llama Kim y es un industrial muy rico de Corea del Sur. —Este Struthiomimus es un buen negocio, sale a ciento veinte mil…

—A mi cuente no le interesan las chorradas.

Tom, que había cambiado de tono, esperó convencer con su nuevo disfraz de banquero de inversiones seco y arrogante. A Beezon se le borró la sonrisa. —No es ninguna chorrada.

—El imperio industrial de mi cliente mueve miles y miles de millones en toda Corea del Sur. La última OPA hostil que lanzó hizo que se suicidara el presidente de la otra compañía, y la verdad es que no le supo mal. Vive en un mundo darwiniano. Ahora quiere un dinosaurio para la sede de la compañía, para que se vea claramente quién es él y cómo hace negocios.

Tras un largo silencio, Beezon preguntó:

—¿Y qué tipo de dinosaurio busca, si se puede saber?

Tom sonrió, tensando los labios.

—Un tiranosaurio. ¿Qué va a ser?

Beezon se rió, nervioso.

—Ya. Supongo que sabe que en todo el mundo solo hay trece esqueletos de tiranosaurio, y que los trece están en museos. El último que salió al mercado se vendió por ocho millones y medio. No estamos hablando de calderilla.

—Y también sé que podría haber uno o dos más en venta, con toda discreción.

Beezon tosió.

—Es posible.

—Respecto a lo que ha dicho de la calderilla, el señor Kim ni siquiera se plantea invertir menos de diez millones. Para él sería una pérdida de tiempo.

—¿Diez millones? —repitió despacio Beezon.

—Es el mínimo que se ha marcado, pero prevé pagar hasta cincuenta millones o más. —Tom bajó la voz y se inclinó—. Supongo, señor Beezon, que me entenderá si le digo que no le importa demasiado ni cómo ni dónde se ha encontrado el espécimen. Lo importante es que sea lo que busca.

Beezon se humedeció los labios.

—¿Cincuenta millones? Eso queda fuera de mi competencia.

—Bien, siento mucho haberle hecho perder el tiempo. Tom se giró como si fuera a marcharse. —Espere un poco, señor Broadbent. No he dicho que no pueda ayudarle. Tom se detuvo.

—Podría presentarle a una persona. Siempre y cuando… se me compense el tiempo y el esfuerzo, claro.

—En el mundo de las inversiones, señor Beezon, todos los que participan en una transacción son remunerados en función de lo que hayan aportado.

—Eso es exactamente lo que quería oír. En cuanto a la comisión…

—Estaríamos dispuestos a darle un uno por ciento en el momento de la venta a cambio de habernos presentado a la persona indicada. ¿Le parece bien?

El cálculo arrugó muy brevemente el entrecejo de Beezon, antes de que una vaga sonrisa iluminase su cara redonda.

—Creo que nos entenderemos, señor Broadbent. Como le he dicho, conozco a una persona…

—¿Un buscador de dinosaurios?

—No, no, nada de eso. No le gusta ensuciarse las manos. Supongo que se podría decir que es un vendedor de dinosaurios. Vive relativamente cerca, en un pueblo de las afueras de Tucson.

Un momento de silencio.

—Bien —dijo Tom, infundiendo a su voz el tono justo de impaciencia—: ¿A qué esperamos?

12

Weed Maddox esperaba en cuclillas detrás del establo. El aire traía una mezcla de gritos y de risas, los de los niños que daban vueltas a caballo por la pista.

Maddox había esperado durante una hora á que la gincana para subnormales, o lo que fuera, empezara a decaer. Los niños bajaron de los caballos para ayudar a desensillarlos, cepillarlos y sacarlos a pastar al prado que había al fondo. Maddox estaba tenso, tenía los músculos doloridos. Se arrepentía de haber llegado a las tres, y no a las cinco. Por fin los niños se despidieron gritando, y las camionetas y los todoterreno de las madres empezaron a salir del aparcamiento de detrás de la casa entre aspavientos y adioses estridentes.

Miró su reloj. Las cuatro.

No parecía que se hubiera quedado nadie a limpiar. Sally estaba sola, y esta vez, a diferencia de la anterior, no se iría de casa. Después de un día tan largo estaría cansada. Entraría a descansar o a darse un baño.

Mientras le daba vueltas a tan interesante idea, Maddox vio que el último todoterreno se iba por el camino de entrada levantando una polvareda. La nube de polvo se alejó flotando hasta que se deshizo en la luz dorada del atardecer. Todo quedó en silencio. Vio que Sally cruzaba el patio con un cargamento de bridas y cabestros. ¡Qué buena estaba con botas de montar, pantalones vaqueros, blusa blanca y el pelo largo y rubio flotando por detrás! Fue al establo y entró. Maddox la oyó moverse, colgar cosas y hablar con los caballos. En un momento dado la tuvo a muy pocos metros, justo al otro lado de la fina pared de madera, pero no era el momento indicado. Tenía que pillarla dentro de la casa, para que no se oyera el ruido que pudiera hacer al resistirse. Aunque no hubiera vecinos en cuatrocientos metros a la redonda, a veces las cosas se oían desde muy lejos, y no se podía tener la seguridad de que no pasaba alguien caminando o a caballo lo suficientemente cerca como para sospechar.

Siguió oyendo actividad en el establo: los caballos resoplando y piafando, el ruido de una pala, más murmullos a los animales… Diez minutos después, Sally reapareció y entró en la casa por la puerta trasera.

La vio pasar por la ventana de la cocina. Vio que ponía a hervir agua del grifo y que sacaba un tazón y algo como una caja de bolsitas de té. Luego se sentó delante de la mesa de la cocina y esperó a que hirviera el agua hojeando una revista. ¿Primero un té y después a la bañera? No podía estar seguro, y valía más no esperar, porque ya estaba donde quería pillarla: en la cocina. Los cinco minutos que tardara en preparar y beber el té le darían la oportunidad deseada.

Se puso los patucos de hospital, el impermeable de plástico, la red para el pelo, el gorro de ducha y la media, sin perder ni un segundo. A continuación, comprobó el estado de su Glock 29, sacó el cargador y volvió a meterlo en su sitio. Por último, desplegó el plano de la casa y lo estudió por última vez. Sabía perfectamente lo que quería hacer.

Fue al otro lado del establo, donde Sally no podía verlo por la ventana de la cocina. Después se levantó, cruzó ágilmente el patio, entró por la cancela y se pegó rápidamente a la pared de la casa, dejando la puerta a su derecha. Vio que en el salón no había nadie. Sally aún estaba en la cocina. Introdujo una cuña a la altura del pestillo de la puerta, la deslizó hasta el otro lado, y movió el pestillo hacia abajo. La puerta cedió con un sonoro clic; Maddox empujó un poco la puerta, entró, la cerró y se arrimó a una pared en ángulo, entre la sala de estar y la cocina.

Oyó moverse la silla de Sally en la cocina.

—¿Hay alguien?

Maddox no se movió. Oyó pasos suaves, vacilantes, de la cocina al pasillo y de este al salón. —¿Hay alguien?

Maddox aguardó, controlando su respiración. Sally entraría en cualquier momento para averiguar la causa del ruido. Oyó más pasos por el pasillo.

De repente cesaron. Evidentemente se había parado en la puerta de la sala de estar. Estaba justo a la vuelta de la esquina, tan cerca que la oía respirar.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Podía dar media vuelta y volver a la cocina. También podía llamar por teléfono, pero no estaba segura. Algo había oído. Ahora estaba en la puerta del salón, que parecía vacío… Podía haber sido cualquier cosa: una hoja seca en la ventana, el choque de un pájaro con el cristal… Maddox sabía exactamente lo que estaba pensando.

De repente salió de la cocina un silbido que se fue volviendo más agudo. Era el agua, que había roto a hervir. «Hija de puta…»

La ropa de Sally susurró al girarse. Maddox oyó alejarse sus pasos hacia la cocina.

Tosió una tos suave pero audible, para que volviera. Los pasos se detuvieron. —¿Quién es?

El silbido de la cocina se intensificó.

Sally irrumpió de repente en la sala de estar. Cuando Maddox saltaba sobre ella, se llevó el susto de ver que tenía una pistola del treinta y ocho. Sally volvió y él se lanzó hacia sus piernas justo en el momento en que la pistola se disparaba; la fuerza del impacto la tiró a la alfombra. Sally rodó chillando, con el pelo enredado, mientras el arma rebotaba por la alfombra y su puño se estampaba con fuerza en la cabeza de Maddox. Puta rubia…

Maddox dio un puñetazo a ciegas. Su mano izquierda chocó con algo blando, el golpe bastó para que Maddox pudiera ponerse encima de ella y retenerla contra el suelo. Sally se resistió jadeando, pero Maddox la sujetaba con todo su peso y apretaba la Glock a su oreja.

—¡Zorra!

Su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo. A punto.

Sally chillaba y se retorcía. Maddox aumentó la presión, con todo el peso de su cuerpo. Le tenía inmovilizadas las piernas con las suyas, para que no pataleara. Se controló. ¡Había estado a punto de pegarle un tiro! De hecho, si no había más remedio se lo pegaría.

—Si tengo que matarte, lo haré. Estás avisada.

Forcejeo, ruidos incoherentes… Era increíblemente fuerte, una gata salvaje.

—Te juro que te mato. No me obligues, ¿eh?, si no paras te dejo seca.

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