Tiranosaurio (5 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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—¿Melodie Crookshank?

Se quedó pasmada de que supiera su nombre. Miró a Corvus a la cara, una cara alargada y sonriente, de bonita dentadura y pelo azabache. La tela del traje hacía un suave frufrú a cada movimiento.

—Yo misma —contestó después de un rato, intentando no parecer nerviosa.

—Me alegro mucho de encontrarla, Melodie. ¿La molesto?

—No, no, en absoluto; no hacía nada en especial. Melodie se sonrojó, arrepintiéndose de sus palabras. Tenía la impresión de haber quedado como una idiota.

—Ya sé que está muy ocupada, pero quería saber si puedo interrumpiría con una muestra para analizar. Corvus balanceó una bolsa hermética en la punta de los dedos, mostrando unos dientes deslumbrantes.

—Sí, claro.

—Le traigo un pequeño… desafío. ¿Se atreve? —Pues… sí, claro…

Corvus tenía fama de distante, e incluso de creído, pero su tono estaba siendo casi juguetón.

—Que quede entre nosotros.

Melodie tardó un poco en contestar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, precavida.

Corvus le dio la muestra. Ella la miró. Dentro de la bolsa había una etiqueta escrita a mano: Nuevo México, espécimen nº 1.

—Me gustaría que analizara la muestra de la bolsa sin ninguna idea preconcebida sobre su procedencia o su composición. Un análisis mineralógico, cristalográfico, químico y estructural completo.

—De acuerdo.

—La cuestión es que me gustaría mantenerlo en secreto. No escriba nada, ni guarde nada en el disco duro. Cuando haya hecho las pruebas, grabe los datos en CD y bórrelos del sistema. Los CD guárdelos constantemente bajo llave en su armario de especímenes. No le cuente a nadie lo que hace, ni le comente a nadie sus averiguaciones. Infórmeme a mí directamente. —Otra sonrisa luminosa—. ¿Qué, se atreve?

Ante la intriga, y la confianza que Corvus depositaba en ella, Melodie sintió un hormigueo de emoción.

—No sé… ¿A qué viene tanto secretismo?

Corvus se inclinó hacia Melodie, que reconoció un leve olor a puros y tweed.

—Eso, querida Melodie, lo sabrá… después de que haya hecho los análisis. Repito que no quiero darle ideas preconcebidas.

La idea la intrigaba. Más aún: la entusiasmaba. Corvus era de esos hombres que irradiaban poder, y parecían estar en situación de conseguir lo que quisieran. Al mismo tiempo, suscitaba cierto miedo y antipatía entre muchos de los otros conservadores del museo. De hecho, a Melodie aquella exhibición de falsa simpatía le confirmaba que, aunque guapo y con encanto, Corvus no era trigo limpio.

El conservador le puso suavemente una mano en el hombro.

—¿Qué, Melodie, qué me contesta? ¿Conspiramos juntos?

—De acuerdo. —Total, ¿por qué no? Al menos sabía a lo que se exponía—. ¿Algún plazo en concreto?

—Lo antes posible, pero sin prisas. Esmérese al máximo. Melodie asintió con la cabeza.

—Perfecto. No se imagina lo importante que es. —Al sorprenderla mirando el espécimen, Corvus arqueó las cejas y ladeó la cabeza con la misma sonrisa socarrona de antes—. Adelante, mírelo de cerca.

Melodie, picada en su interés, centró su atención en la roca, un mineral marrón de trescientos o cuatrocientos gramos. Vio enseguida lo que era, al menos en términos generales. La muestra contenía estructuras francamente inhabituales. Se le aceleró el pulso. «Nuevo México, espécimen n." 1.» Se iba a divertir.

Al bajar la bolsa topó con la mirada de Corvus, que la observaba atentamente con unos ojos de color gris claro que los fluorescentes del laboratorio hacían parecer casi incoloros.

—Increíble. Si no me equivoco, esto es…

—¡Ah! —Corvus le rozó los labios con un dedo, al tiempo que decía con un guiño—: Nuestro pequeño secreto. —Retiró la mano y se levantó como si fuera a irse, pero en el último momento se volvió, metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una caja alargada de terciopelo—. Una pequeña muestra de gratitud.

Melodie la cogió. En la tapa ponía Tiffany.

«¡Sí hombre!», pensó al tenerla entre las manos. Cuando la abrió quedó deslumbrada por una visión de gemas azules. Parpadeó. Casi no podía concentrar la vista. Zafiros estrella. Una pulsera de zafiros estrella montados en platino. Enseguida vio que no eran sintéticos. Todos presentaban alguna diferencia, alguna leve imperfección; un matiz propio de color, de tono y personalidad. Hizo girar la caja debajo de la luz, y vio moverse las estrellas de las gemas, que titilaban desde muy adentro. Tragó saliva. Se le había formado un nudo en la garganta. Nunca le habían regalado nada comparable. Nunca. Le picaban los ojos. Parpadeó, horrorizada por el descubrimiento de lo vulnerable que era.

—Bonita colección de óxido de aluminio —dijo con displicencia.

—Esperaba que le gustaran los zafiros estrella, Melodie.

Tragó otra vez saliva, no apartó la vista de la pulsera para que Corvus no le viera los ojos. Pensó que nunca le había gustado nada tanto como aquella joya. Zafiros estrella de Sri Lanka, sus preferidos: piedras únicas, forjadas en las entrañas de la tierra por un calor y una presión inmensos. La mineralogía en su más pura expresión. Comprendió que la estaban manipulando con todo el descaro del mundo, sin disimular, pero pensó: ¿por qué no? ¿Por qué no cogerlo? ¿No funcionaba así el mundo?

Sintió en el hombro el peso de la mano de Corvus, que se lo apretó muy suavemente. Fue como una descarga eléctrica. Se le escapó una lágrima caliente que rodó por su mejilla, avergonzándola. Parpadeó enseguida sin poder hablar, contenta de tener a Corvus detrás, porque así no la veía. La otra mano del conservador se posó en el otro hombro y lo apretó suavemente al mismo ritmo. Melodie sentía el calor de la presencia de Corvus en la nuca. Una corriente erótica recorrió su cuerpo como un rayo, provocándole rubor y escalofríos.

—No sabe cuánto le agradezco su ayuda, Melodie. Conozco su talento. Por eso es usted la única persona a quien confío esta muestra. Y por eso le he dado la pulsera. No es un simple soborno, al menos no del todo. —Corvus se río entre dientes, acariciándole el hombro—. Es una expresión de la fe que me merece, Melodie Crookshank.

Melodie asintió sin girar la cabeza.

Apretones, masajes, caricias en los hombros.

—Gracias, Melodie.

—No, qué va… —susurró ella.

8

A la muerte de su padre, y tras heredar una fortuna, el único capricho de Tom había sido comprarse la camioneta, una Chevrolet 3100 de 1957 pintada de color turquesa, con el techo blanco, rejilla cromada y palanca de cambio de tres marchas. Su anterior propietario, un fanático de Albuquerque que coleccionaba coches antiguos, no había escatimado esfuerzos en reconstruir el motor y la transmisión, hacerse él mismo las piezas que no encontraba y cromarlo todo de nuevo, desde los tiradores hasta la radio. Como toque final, había tapizado el interior con piel de cabritilla blanca de la mejor calidad y suavidad, pero el pobre se había muerto de un infarto antes de poder disfrutar del resultado. Tom había visto anunciada la camioneta en los clasificados de segunda mano, y, pese a haberle pagado un precio más que justo a la viuda (cincuenta y cinco mil), tenía la sensación de haberse llevado una ganga, una escultura que podía conducirse.

Era mediodía, y Tom ya había estado en todas partes. De nada había servido preguntar en el Sunset, ni recorrerse todas las carreteras forestales que conocía en las proximidades de las mesas. En realidad, de lo único que se había enterado era de que se limitaba a seguir los pasos de la policía de Santa Fe, la cual también estaba intentando descubrir si alguien había visto a la víctima antes del asesinato.

El culpable se había esmerado en no dejar huellas.

Decidió ir a ver a Ben Peek, que vivía en Cerrillos, un simpático pueblo de Nuevo México. Se trataba de un antiguo centro de minas de oro venido a menos, situado a cierta distancia de la carretera, en una hondonada poblada por álamos de Virginia, y formado por algunas casas antiguas de adobe y de madera dispersas por el cauce seco de Galisteo Creek. Ya hacía tiempo que las minas se habían agotado, pero Cerrillos había evitado convertirse en un pueblo fantasma gracias a los hippies que le habían insuflado nueva vida en los años sesenta comprando cabañas abandonadas de mineros y reconvirtiéndolas en talleres de cerámica, marroquinería y macramé. Ahora su población era una mezcla muy particular de viejas familias españolas que habían trabajado en las minas, friquis maduritos y excéntricos curiosos.

Ben Peek pertenecía a la última categoría, y así lo reflejaba su domicilio, una casa vieja de madera que llevaba toda una generación pidiendo a gritos una mano de pintura. El patio de tierra, delimitado por una valla de madera torcida, estaba lleno de herramientas de minero oxidadas. En un rincón había una montaña de aisladores violetas y verdes, sacados de postes de teléfono. En un lado de la casa había un letrero donde ponía:

EL BAZAR

SE VENDE DE TODO

INCLUIDO AL PROPIETARIO

NO SE RECHAZA NINGUNA OFERTA RAZONABLE

Tom bajó de la camioneta. Ben Peek se había dedicado profesionalmente a la prospección minera durante cuarenta años, hasta que una muía de carga le rompió la cadera, obligándolo muy a su pesar a instalarse en Cerrillos con una colección de trastos viejos y todo un acervo de anécdotas dudosas. A pesar de su pinta de excéntrico, tenía un master en geología por la Colorado School of Mines, o sea, que sabía de qué hablaba.

Subió al portal, que parecía a punto de caerse, y llamó a la puerta. Las luces del interior se encendieron. Poco después apareció una cara, distorsionada por las aguas del viejo cristal, y sonó la campanilla de la puerta. —¡Tom Broadbent!

La mano callosa de Peek estrechó la de Tom, amenazando con partirle más de un hueso. Peek no superaba el metro sesenta y cinco de estatura, pero lo compensaba con su energía y su voz de trueno. Tenía una barba de cinco días, los ojos negros y vivarachos, rodeados de patas de gallo, y se le arrugaba tanto la frente que parecía eternamente sorprendido.

—¿Qué tal, Ben?

—Fatal, tío, fatal. Pasa.

Llevó a Tom al fondo del taller, lleno de piedras viejas, herramientas de hierro y botellas de cristal que ponían a prueba la resistencia de las estanterías. Todo estaba en venta, pero parecía que nunca se vendiera nada. Hasta las etiquetas, ya amarillentas, merecían ser descritas como antigüedades. Entraron en la habitación del fondo, que hacía las veces de cocina y comedor. Los perros de Peek dormitaban en el suelo, suspirando ruidosamente en sueños. El viejo cogió una cafetera hecha polvo del hornillo, sirvió dos tazas y se acercó a la mesa cojeando, al tiempo que invitaba a Tom a sentarse al otro lado.

—¿Azúcar? ¿Leche?

—Solo.

Tom le vio echar tres cucharadas de azúcar en su taza, seguidas por tres de las grandes de sustituto lácteo en polvo Cremora, antes de mezclarlo todo y convertirlo en una especie de barro. Tom dio un sorbo cauteloso a su café y le sorprendió que estuviera tan bueno. Café a lo vaquero, del que le gustaba: caliente y fuerte.

—¿Y Sally? ¿Cómo está?

—Fabulosa, como siempre.

Peek asintió con la cabeza.

—Tienes una maravilla de mujer, Tom.

—No hace falta que me lo digas.

Peek cogió una pipa de la repisa de la chimenea y empezó a llenarla de Borkum Riff.

—Ayer por la mañana, en el
New Mexican,
leí que habías encontrado un muerto por las mesas.

—El periódico no lo explicaba todo. ¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?

—Tranquilo.

Tom puso a Peek al día pero se saltó la parte del cuaderno. —¿Se te ocurre quién podría ser el buscador? —preguntó cuando terminó. Peek resopló.

—Los buscadores de tesoros son una pandilla de crédulos y memos. En toda la historia del Oeste no ha habido nadie que haya encontrado un tesoro enterrado de verdad.

—Ese hombre sí.

—Me lo creeré cuando lo vea. Respecto a si sé algo de un buscador de tesoros que estuviera por las mesas… No, pero eso tampoco significa gran cosa, son muy reservados.

—¿Y el tesoro? ¿Se te ocurre algo? Suponiendo que exista, claro.

Peek gruñó.

—Yo era prospector minero, no buscador de tesoros. Hay mucha diferencia.

—Pero pasaste mucho tiempo en las mesas. —Veinticinco años. —Algo te contarían.

Peek encendió una cerilla de cocina y la acercó a la pipa. —Algo, algo.

—Vamos, hombre, no te hagas de rogar.

—Dicen que cuando esto aún era territorio español, al norte de Abiquiú había una mina de oro que se llamaba El Capitán. ¿Te suena?

—No.

—Pues se dice que sacaron casi trescientos kilos de oro, y quelos convirtieron en lingotes con el escudo del león y del castillo. Como en esa época los apaches lo arrasaban todo, escondieron los lingotes en una cueva y los tapiaron hasta que las cosas se calmaran un poco. Resulta que un día los apaches asaltaron la mina y mataron a todos menos a un tal Juan Cabríllo, que se había ido a comprar víveres a Abiquiú. Al volver, Cabrillo encontró a sus compañeros muertos y se fue a Santa Fe. Regresó con un grupo armado para recoger el oro, pero entre una cosa y otra se sucedieron un par de semanas de mucha lluvia e inundaciones. Estaba todo irreconocible. Encontraron la mina, y también el campamento y los esqueletos de sus amigos muertos, pero lo que no encontraron fue la cueva. Cabrillo la buscó durante años, hasta que desapareció en las mesas y no volvieron a verlo. Al menos eso es lo que se cuenta. —Interesante.

—Aún hay más. En los años treinta, un tal Ernie Kilpatrick subió a uno de los cañones buscando un toro que se le había escapado. Tenía el campamento cerca de English Rocks, justo al sur de los Echo Badlands. Según él, al ponerse el sol vio un punto de una pared, justo más arriba de Tyrannosaur Canyon, donde un desprendimiento acababa de dejar al descubierto algo que parecía una cueva. Escaló y entró. Era un túnel corto y estrecho, con marcas de picos en las paredes. Siguió hasta que encontró una cámara, y casi se muere del susto al ver que su vela iluminaba toda una pared de lingotes toscos con el escudo del león y el castillo. Se guardó uno en el bolsillo y volvió a Abiquiú. Por la noche se emborrachó en la cantina y fue tan tonto que enseñó el lingote a todo el mundo. Alguien lo siguió, le pegó un tiro y le robó. Naturalmente, se llevó el secreto a la tumba, y el lingote no volvió a verlo nadie.

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