—Los perros no pudieron seguir el rastro más lejos de ese punto. Posteriormente se hicieron tres nuevas tentativas…
—Gracias, señor Wheatley, ya nos hacemos una ligera idea. ¿Y ahora?
—Hemos puesto a los perros a buscar el cadáver. Trabajamos en cuadrícula, con el lugar del crimen como punto de partida, y usando GPS para cubrir los fondos de loscañones. Estamos progresando simultáneamente hacia las profundidades del Laberinto y hacia el río. Lo siguiente que haremos será subir.
—Lo cual nos lleva a las tareas de búsqueda en el río. ¿John? —El río trae poca agua y baja despacio. Tenemos buzos en los puntos más profundos, trabajando en el sentido de la corriente, pero de momento no han encontrado nada, ni efectos personales ni restos. Casi hemos llegado al lago de Abiquiú. No parece probable que el culpable tirase el cadáver al río. Willer asintió con la cabeza.
—¿Policía científica? Era Calhoun, de Albuquerque, el mejor del estado. Al menos en el aspecto forense habían tenido suerte. A diferencia del equipo K9, Calhoun se había presentado en el lugar del crimen nada más salir el sol.
—Hemos hecho una búsqueda exhaustiva de partículas y fibras, teniente. Teniendo en cuenta que trabajamos más que nada con arena sucia, no puede decirse que haya sido fácil. Hemos recogido todo lo que parecía artificial en treinta metros a la redonda. También hemos peinado otra zona a doscientos metros al noroeste, donde al parecer estuvo el burro, encontramos sus heces. El tercer punto donde hemos buscado es arriba, en el borde de los barrancos.
—¿Tercero? —Se lo comento dentro de un minuto, teniente. El asesino borró bastante bien sus huellas, pero disponemos de una cantidad considerable de pelos, fibras artificiales y comida seca. Huellas dactilares latentes, ninguna. Dos balas M855.
—Eso ya me gusta más.
Willer sabía lo de las balas, pero no los resultados. —Son balas estándar de la OTAN de 5,56 milímetros, con cápsula metálica, centro de aleación de plomo con penetrador de acero y una masa de sesenta y dos granos. Se reconocen enseguida porque tienen la punta verde. Es probable que el tirador usara un Mi6 o algún arma de asalto parecida de tipo militar.
—Podría ser un ex soldado.
—No necesariamente. Estos modelos les gustan a muchos entusiastas de las armas.
Calhoun consultó sus apuntes.
—Una de las balas estaba enterrada en el suelo. Encontramos la vía de entrada, que nos permite hacernos una idea del ángulo. El asesino disparaba desde arriba, a treinta y cinco grados de la horizontal. Con todo esto hemos podido establecer la situación del tirador: estaba emboscado al borde del barranco. Es el tercer punto sobre el que acaba de preguntarme. Hemos encontrado huellas parciales de botas, un par de fibras de algodón que podrían proceder de un pañuelo o de una camisa fina, pero ningún cartucho. Nos ha costado mucho subir hasta donde estaba apostado el tirador. Conocía muy bien la zona. Debió de planear el asesinato con antelación.
—Suena como si fuera del lugar.
—O alguien que había explorado el terreno a fondo.
—¿Pelos?
—En el punto tres, ninguno. —¿Y la segunda bala?
—Se deformó y fragmentó al atravesar a la víctima. Tiene restos de sangre que coinciden con la de la arena. Tampoco en este caso hay huellas dactilares latentes.
—¿Algo más?
—Fibras de lana y algodón en el lugar del crimen, que aún estamos analizando, y un pelo humano con su raíz. Castaño claro, liso, caucásico.
—¿Del asesino?
—Podría ser de cualquiera: de la víctima, del asesino, de uno de sus agentes… Incluso mío. —Calhoun sonrió burlonamente mientras se peinaba con la mano; se estaba quedando calvo—. No sería la primera vez. Lo estamos sometiendo a un análisis de ADN para ver si es de la misma persona que la sangre. Quizá necesitemos algunos pelos de sus agentes para afinar la búsqueda por eliminación.
—¿Y Broadbent, el que encontró el cadáver? Tiene el pelo liso y de color castaño claro.
—Sí, puede que también necesitemos una muestra.
Willer dio las gracias a Calhoun y se giró inmediatamente hacia su ayudante.
—¿Hernández?
—He investigado la versión de Broadbent, y parece que va mucho a caballo por las mesas.
—¿Qué hacía en el Laberinto? —preguntó Willer. —Dice que cogió un atajo por Joaquin Canyon. —¡Será un rodeo!
—Dice que es un paseo que le gusta mucho, porque la zona es muy bonita. Willer gruñó.
—Creía que era veterinario. Se supone que a los veterinarios les sobra trabajo.
—Tiene un socio, se llama Shane McBride.
Willer volvió a gruñir. Broadbent le había caído mal desde el principio. Tenía la sensación de que escondía algo. Creer que su presencia en el momento de los disparos había sido pura coincidencia era mucho pedir.
—Hernández, entérate de si últimamente Broadbent había mostrado interés por esa zona, para hacer prospecciones, buscar cerámica… Ese tipo de cosas.
—Sí, señor.
—¿Lo considera sospechoso? —preguntó el fiscal. —Es lo que se llama una «persona interesante». El fiscal soltó una carcajada. —Ya.
Willer frunció el entrecejo. Con gente así en el puesto de fiscal, no le extrañaba que ya no pudiera condenarse a nadie. Miró a su alrededor.
—¿Alguna idea brillante?
—Voy a salirme un poco de mi campo —dijo Calhoun—, pero tengo curiosidad: ¿hay algún sitio en los cañones donde haya agua todo el año?
—No lo sé. ¿Por qué?
—Sería perfecto para cultivar marihuana.
—Tomo nota. ¿Hernández?
—Lo investigaré, teniente.
Justo cuando Weed Maddox se disponía a abandonar su escondrijo entre la chamiza, oyó algo dentro de la casa. Era el sonido de un teléfono.
Se agachó otra vez rápidamente y levantó los prismáticos. Sally se había levantado de la mesa para coger el teléfono del salón. La vio desaparecer por la esquina. Esperó. Debía de haber contestado y estaba hablando.
Vio la conexión telefónica en la esquina de la casa. Había descartado cortarla, porque ahora muchas viviendas teman sistemas privados de alarma que avisaban a una empresa de otra localidad de que no había línea. Murmuró una palabrota. No podía asaltar a Sally hasta que hubiera colgado el teléfono. Esperó. Cinco minutos… Diez… La media le hacía cosquillas en la oreja, y tenía las manos calientes y pegajosas por culpa de los guantes de látex. Sally reapareció en el salón con la taza de café en una mano y un teléfono inalámbrico en la otra, a la altura de la oreja. Hablaba y hacía gestos con la cabeza. Maddox intentó no impacientarse más de la cuenta cerrando los ojos y recitando su mantra, pero no funcionaba. Ya estaba demasiado nervioso.
Apretó la Glock. El mal olor del látex le agredía el olfato. Vio que Sally daba dos vueltas por la sala de estar, hablando, riéndose y balanceando la melena rubia. Cogió un cepillo y empezó a cepillarse su largo pelo con la cabeza ladeada. ¡Qué espectáculo, el de su larga y clorada cabellera electrizada por la estática e iluminada por el sol cuando pasaba junto a la ventana! Se cambió el teléfono de oreja para peinarse el otro lado; el esfuerzo la hizo contonearse. Viendo que iba otra vez a la cocina, Maddox sintió un cosquilleo de impaciencia. Ya no la veía desde su observatorio, pero esperó que estuviera colgando el teléfono. En efecto. Sally reapareció en el salón sin el teléfono y se dirigió al recibidor, de donde desapareció de nuevo. Debía de haber ido al lavabo. Ahora.
Maddox se levantó, cruzó el césped corriendo hacia la puerta del patio y se arrimó al muro lateral de la casa. Después se sacó del bolsillo una cuña larga y flexible y empezó a deslizaría entre la puerta y el marco. En ese momento no veía el interior de la casa, pero en menos de sesenta segundos estaría dentro, antes de que ella hubiera salido del váter. Cuando saliera, él estaría esperándola.
La cuña ya estaba dentro. La deslizó hacia abajo. Al encontrar el pestillo, tiró con fuerza en la misma dirección. Se oyó un clic. Cogió el pomo y se dispuso a abrir.
De repente se quedó muy quieto. Acababa de oír un portazo. Era la puerta entre la cocina y el patio trasero. Oyó el crujido de unos pasos por la grava del camino de entrada. Se acercaban por la esquina. Se puso en cuclillas detrás de un arbusto, cerca de la puerta del patio. A través de la pantalla de hojas vio que Sally iba deprisa hacia el garaje con unas llaves tintineando en la mano. Poco después de que entrara, se oyó el rugido de un motor de coche. El International Scout asomó el morro, se alejó por el camino y cruzó la verja entre un remolino de polvo.
Maddox se abandonó a una rabia impotente, una mezcla de frustración, desilusión y enfado. La muy puta no sabía la suerte que había tenido. Ahora, para colmo, tendría que registrar la casa sin su ayuda.
Esperó cinco minutos a que cayera el polvo, se levantó, cruzó la puerta del patio y la cerró. Dentro hacía fresco y olía a rosas. Controló su respiración. Ya más sereno, se concentró en la búsqueda.
Empezó por la cocina, trabajando rápida y metódicamente. Antes de tocar cualquier cosa, apuntaba su localización y la dejaba otra vez en el mismo sitio. Si el cuaderno estaba en la casa, sería un error poner a los Broadbent sobre aviso. Ahora bien, si no estaba, él lo encontraría.
El doctor Iain Corvus se asomó a la única ventana de su despacho, que daba a Central Park. El lago del parque era una lámina brillante de metal donde se reflejaba el sol de la tarde. Un bote de remos resbalaba por el agua; un padre y su hijo, cada uno con un remo. Observó cómo los remos se hundían lentamente, mientras la barca se deslizaba por el agua. El niño daba la impresión de que se estaba peleando con el remo, hasta que este se salió del escálamo y se alejó flotando por el agua. El padre se levantó y gesticuló, enfadado. Era como una pantomima silenciosa y lejana.
Padre e hijo. Corvus sintió náuseas. La bucólica escena le había recordado a su propio padre, uno de los biólogos más famosos de Inglaterra. A los treinta y cinco años, los mismos que había cumplido Corvus, ya era miembro de la Royal Society, le habían concedido la medalla Crippen y estaba en la lista de la reina para recibir el título de Comendador del Imperio Británico. Recordó el bigote de su padre, las venas de sus mejillas, su pone militar, su mano manchada siempre alrededor de un vaso de whisky con soda y su tono sarcástico y censor, y sintió un escalofrío de rabia. El muy cerdo se había muerto de un derrame hacía diez años; se había quedado totalmente frito, desparramando cubitos de hielo por la alfombra de Aubusson de su casa londinense de Wilton Crescent; holgaba decir que Corvus había heredado un buen pellizco, pero ni eso ni su apellido le habían servido para entrar en el Museo Británico, el único sitio donde siempre había querido trabajar. Ahora tenía treinta y cinco años y seguía siendo conservador adjunto en el departamento de paleontología, a la espera de que le dieran la titularidad. Sin ella solo era científico a medias. Persona a medias. «Conservador adjunto.» Sonaba tanto a fracaso que casi olía mal. Corvus nunca se había acostumbrado al movimiento perpetuo del sistema académico estadounidense. No gozaba de la predilección del vulgo. Se sabía susceptible, sarcástico e impaciente. Nunca participaba en los infantiles jueguecitos de sus colegas. Había llegado al museo hacía tres años, para ocupar un puesto de titular, pero al final habían aplazado el fallo, y sus viajes de investigación al valle de Tung Ñor, en Sinkiang, no habían sido productivos. Total, que llevaba tres años yendo de un lado para otro como un culo de mal asiento, sin nada que enseñar. Al menos hasta ahora.
Miró su reloj. Ya era la hora de la puñetera reunión.
El despacho del doctor W. Cushman Peale, presidente del museo, ocupaba la torre más occidental del edificio, con unas vistas espectaculares a Museum Park y a la fachada neoclásica de la New York Historical Society. La secretaria de Peale hizo pasar a Corvus y anunció su nombre en voz baja. Al comparecer ante la augusta presencia, con una sonrisa grabada en el rostro, Corvus se preguntó por qué existía la costumbre de susurrar delante de los reyes y de los idiotas. Peale se levantó del escritorio para saludarlo con un apretón de manos enérgico y viril, mientras le tomaba del antebrazo con la otra mano, a la manera de los comerciales. Luego le hizo sentarse en una antigua silla Shaker, frente a una chimenea de mármol que, a diferencia de la del despacho de Corvus, se podía encender. En una muestra de caballerosidad a la antigua, Peale no se sentó hasta que Corvus le aseguró que estaba cómodo. Con suabundante pelo blanco peinado hacia atrás, su traje gris marengo y su dicción parsimoniosa y anticuada, Peale parecía haber nacido para dirigir un museo. Pero Corvus sabía que era puro teatro: la fachada de dulzura encubría a un hombre cuyo refinamiento y sensibilidad tenían poco que envidiar a un hurón. —¿Cómo estás, Iain?
Peale se acomodó en el sillón de brazos y unió las yemas de los dedos.
—Muy bien, gracias, Cushman —dijo Corvus, estirando la raya de los pantalones al cruzar las piernas.
—Me alegro. ¿Quieres algo de beber? ¿Agua? ¿Café? ¿Un jerez?
—No, gracias.
—Yo a las cinco siempre me permito el lujo de una copita de oporto. Es mi único vicio.
Ya, ya… Peale estaba casado con una mujer treinta años más joven que él, que le estaba poniendo los cuernos con un joven conservador de arqueología. Si ser un cornudo viejo y chocho no era precisamente un vicio, sí lo era casarse con alguien más joven que su propia hija.
La secretaria entró con una bandeja de plata y una copita de cristal que contenía un líquido de color ámbar. Peale la cogió y bebió remilgadamente un sorbito.
—Graham's tawny del sesenta y uno. Néctar de dioses.
Corvus se mantuvo a la espera, con una expresión afable y neutral.
Peale dejó la copa.
—Bueno, Iain, iré al grano. Vuelves a presentarte a una plaza de titular. El departamento empezará a deliberar el día 1 del mes que viene. No hace falta que te explique cómo funciona.
—No, claro.
—Ya sabes que a la segunda va la vencida. El departamento me hace una recomendación, y técnicamente la última palabra la tengo yo, aunque en los diez años que llevo presidiendo el museo nunca he cuestionado las decisiones de los departamentos sobre la titularidad, y no pienso cambiar. En tu caso, no sé qué decidirán los del departamento porque no he hablado con ellos sobre el tema ni pienso hablar, pero te daré un consejo.