Filosofía en el tocador

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Filosofía en el tocador
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Filosofía en el tocador fue escrita en 1795, cuando Sade se encontraba encarcelado en la Bastilla. En esta obra puede decirse que su autor prefirió la ironía, el diálogo y las relaciones humanas para ofrecer una crítica de la sociedad y, al mismo tiempo, un juego de pasiones muy característico. Un trabajo que nos recuerda a Pietro Aretino y a Boccaccio, los grandes escritores italianos que supieron plasmar las debilidades y los vicios de la sociedad en la que vivían.

Marqués de Sade

Filosofía en el tocador

o los instructores inmorales

ePUB v1.1

RufusFire
25.08.12

Título original:
La philosophie dans le boudoir ou les instituteurs immoraux

Donatien Alphonse François, Marqués de Sade

Fecha de publicación: 1795

Traducción y notas: Mauro Armiño, 2000

Cubierta:
Mujer ante el espejo
, Giovanni Bellini

Diseño de cubierta: RufusFire

Corrector de erratas: jfasebook

La madre ordenará esta lectura a su hija.

A LOS LIBERTINOS

Voluptuosos de todas las edades Y de todos los sexos, a vosotros solos ofrezco esta obra: nutríos de sus principios, que favorecen vuestras pasiones; esas pasiones, de las que fríos e insulsos moralistas os hacen asustaros, no son sino los medíos que la naturaleza emplea para hacer alcanzar al hombre los designios que sobre él tiene; escuchad sólo esas pasiones deliciosas, su órgano es el único que debe conduciros a la felicidad.

Mujeres lúbricas, que la voluptuosa Saint-Ange sea vuestro modelo; a ejemplo suyo despreciad cuanto contraría las leyes divinas del placer, que la encadenaron toda su vida.

Muchachas demasiado tiempo contenidas en las ataduras absurdas y peligrosas de una virtud fantástica y de una religión repugnante, imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead, con tanta rapidez como ella, todos los preceptos ridículos inculcados por imbéciles padres.

Y a vosotros, amables disolutos, vosotros que desde vuestra juventud no tenéis más freno que vuestros deseos ni otras leyes que vuestros caprichos, que el cínico Dolmancé os sirva de ejemplo; id tan lejos como él si como él queréis recorrer todos los caminos de flores que la lubricidad os prepara; a enseñanza suya, convenceos de que sólo ampliando la esfera de sus gustos y de sus fantasías y sacrificando todo a la voluptuosidad es como el desgraciado individuo conocido bajo el nombre de hombre y arrojado a pesar suyo sobre este triste universo, puede lograr sembrar algunas rosas en las espinas de la vida.

PRIMER DIÁLOGO

PERSONAJES:

SEÑORA DE SAINT-ANGE, EL CABALLERO DE MIRVEL.

SRA. DE SAINT-ANGE: Buenos días, hermano. Y bien, ¿el señor Dolmancé?

EL CABALLERO: Llegará a las cuatro en punto y no cenaremos hasta las siete; como ves, tendremos tiempo de sobra para charlar.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¿Sabes, hermano, que estoy algo arrepentida de mi curiosidad y de todos los proyectos obscenos formados para hoy? En verdad, amigo mío, que eres demasiado indulgente; cuanto más razonable debiera ser, más se excita y vuelve libertina mi maldita cabeza: me lo pasas todo, y eso sólo sirve para echarme a perder... A los veintiséis años ya debiera ser devota, y no soy aún sino la más desenfrenada de las mujeres... Es imposible hacerse una idea de lo que concibo, amigo mío, de lo que querría hacer. Pensaba que limitándome a las mujeres me volvería prudente..., que mis deseos concentrados en mi sexo no se exhalarían ya hacia el vuestro; proyectos quiméricos, amigo mío; los placeres de que quería privarme no han venido sino a ofrecerse con más ardor a mi imaginación, y he visto que cuando, como yo, se ha nacido para el libertinaje, es inútil pensar en imponerse frenos: fogosos deseos los rompen al punto. En fin, querido, soy un animal anfibio; amo todo, me divierto con todo, quiero reunir todos los géneros; pero, confiésalo, hermano mío, ¿no es en mí una extravagancia completa querer conocer a ese singular Dolmancé que, según dices, en toda su vida no ha podido ver a una mujer como el uso lo prescribe; que, sodomita por principio, no sólo es idólatra de su sexo, sino que únicamente cede al nuestro con la cláusula especial de entregarle los queridos atractivos de que está acostumbrado a servirse en los hombres? Mira, hermano, cuál es mi extravagante fantasía: quiero ser el Ganímedes de ese nuevo Júpiter, quiero gozar con sus gustos, con sus desenfrenos, quiero ser la víctima de sus errores: sabes, querido, que hasta ahora nunca me he entregado así más que a ti, por complacencia, o a alguno de mis criados que, pagado para tratarme de esa forma, sólo se prestaba a ello por interés; hoy no es ya ni la complacencia ni el capricho, es sólo el gusto lo que me decide... Entre los procedimientos que me han esclavizado y los que aún me esclavizarán a esa extravagante manía, veo una diferencia inconcebible, y quiero conocerla. Píntame a tu Dolmancé, te lo suplico, a fin de que lo tenga bien metido en la cabeza antes de verle llegar; porque ya sabes que sólo le conozco de haberlo encontrado el otro día en una casa en la que sólo estuve unos minutos con él.

EL CABALLERO: Dolmancé, hermana mía, acaba de cumplir los treinta y seis años; es alto, de rostro muy hermoso, de ojos muy vivos y muy espirituales, pero una cosa algo dura y un poco malvada se pinta a pesar suyo en sus rasgos; tiene los más hermosos dientes del mundo, un poco de molicie en el talle y en el porte, sin duda por la costumbre que tiene de adoptar tan a menudo ademanes femeninos; es de una elegancia extremada, tiene hermosa la voz, talento, y, sobre todo, mucha filosofía en el espíritu.

SRA. DE SAINT-ANGE: Espero que no crea en Dios...

EL CABALLERO: ¡Ah! ¿Cómo dices eso? Es el ateo más célebre, el hombre más inmoral... ¡Oh, es la corrupción más completa y entera, el individuo más malvado y perverso que pueda existir en el mundo!

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Cómo me enardece todo eso! ¡Voy a enloquecer por ese hombre! ¿Y sus gustos, hermano mío?

EL CABALLERO: Ya los sabes: las delicias de Sodoma le son tan caras como agente que como paciente; sólo ama a los hombres en sus placeres y si, a pesar de ello, consiente alguna vez en probar mujeres, sólo es a condición de que sean lo bastante complacientes como para cambiar de sexo con él. Yo le he hablado de ti, le he prevenido de tus intenciones; él acepta y te advierte a su vez las cláusulas del trato. Te lo prevengo, hermana mía, te rechazará en seco si pretendes incitarle a otra cosa: «Lo que consiento hacer con vuestra hermana es —según pretende—, una licencia..., una extravagancia con la que uno sólo se mancha raramente y con muchas precauciones.»

SRA. DE SAINT-ANGE:
¡Mancillarse..., precauciones!..
¡Amo hasta la locura el lenguaje de esas amables personas! También entre nosotras las mujeres tenemos palabras exclusivas que, como ésas, prueban el horror profundo de que están penetradas por todo lo que no atañe al culto admitido... ¡Eh! Y dime, querido, ¿te ha poseído? ¡Con tu deliciosa cara y tus veinte años, bien se puede, en mi opinión, cautivar a semejante hombre!

EL CABALLERO: No te ocultaré mis extravagancias con él; tienes demasiada inteligencia para censurarlas. De hecho, me gustan las mujeres, y sólo me entrego a estos gustos extravagantes cuando un hombre amable me acosa. No hay nada que no haga entonces. Estoy lejos de esa altanería ridícula que hace pensar a nuestros jóvenes mequetrefes que hay que responder con bastonazos a proposiciones semejantes; ¿es el hombre dueño de sus gustos? Hay que compadecer a quienes los tienen singulares, pero no insultarlos nunca; su error es el de la naturaleza; no eran dueños de llegar al mundo con gustos diferentes, como nosotros no lo somos de nacer patituertos o bien hechos. Además, ¿os dice un hombre algo desagradable al testimoniaros el deseo que tiene de gozar de vos? Indudablemente, no: es un cumplido que os hace; ¿por qué, pues, responder entonces con injurias o insultos? Sólo los tontos pueden pensar así; jamás un hombre razonable hablará de esta materia de modo distinto a como yo lo hago; pero es que el mundo está poblado de sandios imbéciles que creen injuria el declararles que uno los encuentra idóneos para los placeres, y que, echados a perder por las mujeres, siempre celosas de cuanto parece atentar contra sus derechos, se imaginan los quijotes de esos derechos ordinarios, brutalizando a quienes no reconocen toda su extensión.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ay, amigo mío, bésame! No serías tú mi hermano si pensaras de otro modo; pero, te lo ruego, dame unos pocos detalles tanto sobre el físico de ese hombre como sobre sus placeres contigo.

EL CABALLERO: El señor Dolmancé estaba enterado por uno de mis amigos del soberbio miembro de que sabes que estoy dotado; comprometió al marqués de V.. a invitarme a cenar a su casa. Una vez allí, fue preciso exhibir lo que yo llevaba; la curiosidad pareció ser al principio el único motivo; un culo muy hermoso que se me puso delante, y del que se me rogó que gozara, me hizo ver al punto que sólo el gusto había tenido parte en aquel examen. Previne a Dolmancé de todas las dificultades de la empresa: nada lo asustó: «Soy a prueba de ariete —me dijo—, y no tendréis siquiera la gloria de ser el más temible de los hombres que perforaron el culo que os ofrezco.» El marqués estaba allí; él nos alentaba toqueteando, manoseando, besando todo lo que uno y otro sacábamos a la luz. Me preparo... quiero por lo menos algunos preparativos: «¡Guardaos bien de ello! —me dice el marqués—; le privaríais de la mitad de las sensaciones que Dolmancé espera de vos; quiere que le atraviesen, quiere que le desgarren.» «¡Será satisfecho!», digo yo hundiéndome ciegamente en el abismo... ¿Y puedes creer, hermana mía, que no me costó apenas?... Ni un lamento; mi polla, con lo enorme que es, se hundió sin que me diera cuenta, y toqué el fondo de sus entrañas sin que el maldito pareciese sentirlo. Traté a Dolmancé como amigo; la excesiva voluptuosidad que él gustaba, sus meneos, sus deliciosas palabras, todo me hizo feliz pronto a mí también, y lo inundé. Apenas estuve fuera, Dolmancé, volviéndose desenfrenado hacia mí, rojo como una bacante: «Ves el estado en que me has puesto, querido caballero? —me dijo ofreciéndome una polla seca y amotinada, muy larga y de seis pulgadas por lo menos de contorno—; amor mío, por favor, dígnate servirme de mujer después de haber sido mi amante, y así podré decir que he saboreado en tus brazos divinos todos los placeres del gusto que con tanta imperiosidad ansío.» Encontrando tan pocas dificultades en lo uno como en lo otro, me presté; el marqués, quitándose los calzones ante mis ojos, me conjuró a que yo tuviera a bien ser aún algo hombre con él mientras iba a ser la mujer de su amigo; le traté como a Dolmancé, el cual, devolviéndome centuplicadas todas las sacudidas con que yo abrumaba a nuestro tercero, muy pronto exhaló al fondo de mi culo ese licor encantador con el que yo rociaba, casi al mismo tiempo, el de V..

SRA. DE SAINT-ANGE: Hermano mío, debes de haber gozado los mayores placeres al encontrarte entre dos de esa manera; dicen que es delicioso.

EL CABALLERO: Muy cierto, ángel mío, es el mejor sitio; pero se diga lo que se diga, todo eso no son más que extravagancias que nunca preferiré al placer de las mujeres.

SRA. DE SAINT-ANGE: Pues bien, querido mío, para recompensar hoy tu delicada complacencia, voy a entregar a tus ardores una jovencita virgen, y más hermosa que el Amor.

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