Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
—Si yo puedo preguntarle acerca de ese inesperado noruego.
El fruncimiento de labios se hizo más pronunciado y creí que iba a emitir un gruñido canino. Esa expresión me atemorizó un poco al provenir de un hombre que tenía una legendaria reputación de crueldad.
—Honestamente, señor Torgu, tuve la impresión de que la conocía.
—Ella no es nadie a quien yo conozca -dijo-. Pero lo averiguaré.
Eso sonó como una desagradable promesa, así que decidí contarle lo que sabía.
—Viajó conmigo y, al principio, pensé que ése era su único interés. Pero más tarde tuve la sensación de que se encontraba allí por un motivo en particular. Parecía saber algo acerca de mi historia. ¿Se ha puesto alguien en contacto con usted para tener una entrevista? ¿Algún programa de otra cadena de televisión? Le agradecería que fuera sincero.
Estaba claro que la idea de que otros programas de la televisión estadounidense compitieran por obtener su atención no se le había ocurrido con anterioridad, y era evidente que le encantó. Juntó los dedos de ambas manos y estuvo a punto de sonreír. Mostró un pequeño cuadrado negro entre los labios que parecía ser nicotina.
—Ya veremos -dijo, al tiempo que soltaba otra risa seca-. Todo se sabrá.
La botella de vino húngaro llegó y fue descorchada con un entusiasmo que tenía sus motivos. Los vasos se llenaron de vino.
—Ahora, cuénteme sus razones para esta aventura en mi parte del mundo, por favor. Siento mucha curiosidad.
Yo me alegraba del cambio de tema de la conversación, aunque mi discurso no había sido preparado para ese hombre. Había sido pensado para el desaparecido Olestru, quien me había comunicado las preocupaciones de Torgu.
—Para empezar, mis fuentes de información en Justicia no me creerán cuando les diga que le he conocido de verdad. Esa es una de las razones por las que estoy aquí. Para demostrar que usted existe.
—Si existo. Sí. Muy bien.
—Ah, sí -dije yo, un tanto desarmada-. Asumamos, para continuar con la conversación, que usted existe.
Él olió el vino. ¿Tenía alguna idea de lo célebre que era en el mundo policial? Aunque nunca grabáramos ni un segundo, yo tendría que contar mi encuentro a los chicos del FBI, solamente para ponerles celosos. Cuando la fuente de Lockyear en las oficinas me dio la dirección de esa confusa página web en rumano que no había sido actualizada en tres años, me dijo que ése era el único lugar conocido donde se mostraba información sobre Torgu públicamente. Me dijo que un tal N. Olestru era quien supuestamente mantenía la página, donde había una dirección de correo electrónico que parecía pasada. Los mensajes electrónicos del FBI eran devueltos sin haber sido leídos. La policía de Rumania no mostró ninguna curiosidad por el asunto. De alguna manera, mi correo electrónico había llegado a destino. Al cabo de seis meses, mucho tiempo después de que yo hubiera desistido, recibí una invitación digital de N. Olestru para que fuera a Brasov. Era muy extraño, a la luz de todo aquello, que él no hubiera acudido a la cita.
El rostro de Torgu brillaba de placer. El color volvió a sus mejillas pálidas.
—Dígame. ¿Qué es lo que dice exactamente la comunidad policial?
—Veamos. Dicen que usted fue un prisionero político durante el viejo régimen.
El entrecejo se le arrugó, y en la ancha frente se formó una línea de sombras.
—Muy cierto.
—Que es usted un nacionalista rumano.
Él negó con el dedo índice.
—Eso no es exacto. Ni siquiera soy rumano. Pero ya hablaremos de ello. ¿Qué más?
—Que usted dirige las redes de contrabando de personas y de drogas al oeste de Moscú y al este de Múnich. Que también trafica con armas. Que quien quiera comprar plutonio enriquecido en esta parte del mundo tiene que tratar con usted. Que resulta que también es usted uno de los hombres de negocios con mayor éxito en Rumania, con un activo total que se cuenta en cientos de millones.
Parecía un tanto divertido estar diciéndole esas cosas a él, como si le leyera su propia biografía, pero sus ojos exigían la verdad. Si yo hubiera quitado énfasis al tema del plutonio, él habría notado el disimulo. Yo quería decírselo todo. Por supuesto, y eso es en todos los aspectos demasiado común, yo quería gustarle y que confiara en mí, a pesar de que yo ya sabía que no me gustaba ni confiaba en él.
—¿Y ésa es la historia que desea usted contar? ¿Simplemente que tengo éxito en lo que hago?
—Más o menos. ¿Es todo eso cierto?
Él levantó ambas manos en un gesto defensivo.
—Válgame dios. Esa es la pregunta más importante. Quizá debamos descartarla. No niego nada. No confirmo nada. ¿No es ésa la forma de hablar correcta de los criminales estadounidenses?
Me encogí de hombros, respiré y tomé otro trago de vino. Ahora me alegraba de tomarlo. El alcohol en la sangre me hacía sentir cómoda, me daba confianza. Era un buen tinto. De repente, podía imaginarme realizando un
striptease
para Robert, quizá para nuestra luna de miel.
—Representa usted a una clase de gente muy misteriosa, señor Torgu. Conocemos a los oligarcas rusos, por ejemplo. Les hemos visto en entrevistas y hemos leído libros que hablan de ellos. Conocemos a figuras del crimen organizado de Estados Unidos, a los John Gotti y demás, hasta la náusea. Pero ¿qué sabemos de verdad acerca del crimen organizado de Europa del Este? No mucho. Y en esta época posterior al 11 de septiembre, corren rumores de que grupos terroristas islámicos están utilizando a figuras del crimen como usted para comprar armas y hacer dinero…
Torgu dio un puñetazo en la mesa y enseñó los oscuros dientes.
—¡Mentirosa! — rugió.
Me mantuve serena. Dejé el vaso de vino en la mesa. Uno espera ciertas emociones en estos encuentros, aunque siempre intento no tomármelo de forma personal. La gente que habla ante nuestras cámaras a menudo tiene fuertes razones para actuar así. Algunos se enfrentan a acusaciones, otros ya se encuentran entre rejas. Algunos de ellos han sido acusados por vecinos y amigos de los más horribles actos de mutilación y asesinato, y si acceden a aparecer en nuestro programa, lo hacen con intención de defenderse. Torgu no sería distinto. El FBI me había informado de que se había intentado extraditarlo a Estados Unidos varias veces, sin éxito. Así que no me sorprendió que Torgu reaccionara mal ante la lista de crímenes, y no aflojé. No pestañeé. Forma parte de la negociación: sonsacamos, engatusamos, seducimos e incluso coaccionamos a la gente para llegar a un acuerdo. Yo he utilizado todas las tácticas imaginables, excepto vender mi cuerpo. No es poca cosa el aparecer en cámara delante de millones de personas. Para nuestros sujetos es un riesgo permitir que las luces les iluminen, exponer sus rostros y sus cuerpos a los objetivos. No les culpo porque se peleen con nosotros; si bien algunos se muestran más interesados, por supuesto, y acuden a
La hora
como las abejas al azúcar. Pero yo he presenciado todo tipo de reacciones. He estado con gente que me ha dicho que se pegaría un tiro antes de aparecer en
La hora.
He recibido amenazas de muerte. Me han llamado puta y ruin. Me han dicho que estoy salvando el país, y que Dios me bendecirá. Ese hombre había empezado nuestra relación con una gran mentira. Todavía no habíamos empezado a hablar de una aparición en pantalla y me había llamado mentirosa, pero yo no había mentido. Quería que se explicara.
—Sé cual es el ángel verdadero de su programa, madame -dijo, un poco más atemperado.
Vi, con disgusto, que su chicle de nicotina había caído dentro de su vaso de vino.
—Ángulo, quiere decir.
—No, no quiero decir ángulo. — Levantó una uña como una garra-. Quiero decir, querida mía, el Ángel de la Destrucción.
Succionó ambos labios en un gesto de satisfacción. Negó con la cabeza y se apartó de la mesa como si tuviera intención de levantarse.
—Podría deciros el nombre de cierto demonio -dijo mientras le temblaba la cabeza, como si un escalofrío le hubiera recorrido el cuerpo-. Cierto caballero muy conocido y financieramente acomodado que lleva una capa negra.
—¿Se está refiriendo al parque de atracciones?
—¡Ja!
Una extraña sensación de hilaridad me recorrió el cuerpo. En cualquier momento podía empezar a reírme, y si lo hacía, no podría detenerme. Sería como una cadena de hipidos. Se me puso la piel de gallina. Él dio una palmada y se rio a causa de algún chiste privado; volvió a acercar la silla a la mesa y dio un sorbo al vaso de vino. Empecé a sospechar que ése no era Ian Torgu en absoluto, que ese hombre era, en verdad, un oportunista mentalmente trastornado que me había atraído hasta Transilvania en un intento de extorsionarme. Quizá tenía la errónea idea de que nosotros pagábamos por tener una entrevista con un importante criminal.
—Debo decirle que este tipo de arranques no me dan mucha confianza. ¿Cómo sé que es usted Ion Torgu? ¿Tiene una identificación?
Me dirigió una sonrisa babeante de dientes azulados. Parpadeó y bebió.
—No tengo ninguna identificación desde que me soltaron de los campos en las montañas.
Ése era otro problema que Lockyear no había previsto, pensé. ¿Cómo íbamos a verificar que ese hombre era quien afirmaba ser? Sin tener ninguna prueba de su identidad no era posible que avanzáramos. Por lo único que sabíamos, íbamos a grabar una entrevista con un civil retirado, o con un lunático, o ambas cosas. Tampoco podíamos verificar su nacionalidad. Por su aspecto, ese hombre podía ser húngaro, ruso, alemán o serbio; no había forma de saberlo.
—Ahora que ha sacado usted el tema, hablemos de ese parque de atracciones. Algunos periódicos han especulado con la posibilidad de que usted sea el principal inversor en ese proyecto, y si es así, eso nos interesa. Vlad
el Empalador
es un héroe nacional y no tiene nada que ver con Drácula…
Sus labios se retorcieron y dibujaron otra mueca.
—Le ruego que no repita ese nombre.
Saqué dinero rumano de mi monedero; no debía permitir que él pagara el vino. Tendría que llamar a Lockyear y ponerle al corriente de la situación: esa entrevista no estaba clara. Incluso si esa persona que tenía delante de mí resultaba ser Torgu, el entrevistado no sería otra cosa que una enorme incomodidad para nosotros. Hasta ahí estaba claro.
—Estoy cansada -le dije-. Quiero pagar el vino, ir a mi habitación y hablar con mi gente en Nueva York. Podemos vernos por la mañana.
Pareció que Torgu se daba cuenta de que había sobrepasado los límites de mi tolerancia. Cambió el tono.
—Pero yo quiero llevarla a Poiana Brasov en este mismo instante.
Me maravillé ante la audacia de ese hombre.
—Eso está fuera de discusión.
—Si deja usted escapar esta oportunidad, no le puedo prometer que haya otra.
Yo tenía las manos en los bolsillos y el anillo se deslizó hasta uno de mis dedos, como si buscara el calor humano. «Si fuera un anillo mágico -pensé-, trataría de esfumarme. O lo frotaría y haría que Robert se materializara aquí e hiciera desaparecer a este trasgo en la oscuridad. Robert haría bromas maliciosas sobre el aspecto cutre del hotel y me prometería una estancia en el Four Seasons cuando volviéramos. Nos tomaríamos un vaso de su whisky favorito juntos y jugaríamos a las cartas.» Pero eso era una fantasía, y yo tenía que enfrentarme a la realidad allí mismo y en esos momentos.
Sabía que sería un grave error perder esa entrevista sin consultarlo previamente con Lockyear. Pero también sabía lo que mi jefe diría de ese hombre. Le odiaría. Lockyear atribuía cualidades morales a las características físicas, y no perdonaría a un tipo con los dientes podridos y manchados de nicotina. Imaginaba el futuro de esa historia. Nuestro corresponsal, Austen Trotta, se sentiría disgustado por la mera presencia de una persona así, pero probablemente intentaría algunos trucos para sacar una buena historia de él. El primer visionado para el productor ejecutivo, el fantasioso Bob Rogers, sería un desastre, y Torgu sería rechazado como personaje. Ya me imaginaba las críticas: «No podemos enseñar a ese tipo en la televisión de Estados Unidos. Mira esos jodidos dientes. Mira ese pelo. Es un
freak.
No traería a ese tipo a
La hora
aunque me pusieras una pistola en la cabeza. ¿En qué demonios estabas pensando?». Lockyear me culparía a mí. Me culparía por esos dientes, me culparía por haberle arrastrado hasta Rumania y me culparía por el mal visionado. Tomé una firme decisión: no iría a Poiana Brasov. Me levantaría de la silla, llamaría a Lockyear y le diría que nos retirábamos.
—A ver si lo entiendo -dijo Torgu-. ¿Usted tiene el poder de activar o detener este proceso de televisión?
—No le sigo.
—Quiero decir -hizo una pausa, como si ordenara las ideas-, quiero preguntar si su puesto de trabajo le da el poder absoluto de darme esta oportunidad ante su tan grande audiencia en su tan grande programa. ¿Posee usted tanto poder, señorita Harker?
Yo nunca lo había oído expuesto de tal forma. Pero tenía razón. En este asunto, yo tenía ese poder. Lo tenía completamente. Ese poder quizá no generaba unas ganancias reales, pero me confería cierta influencia con los sujetos susceptibles de ser entrevistados. Si yo bajaba el pulgar ante Lockyear, éste no iría a Rumania y no conocería a Torgu ni en un millón de años. Nunca se arriesgaría a colocar a Austen Trotta en una entrevista con un sujeto a quien yo no había dado mi bendición.
Ese hombre era listo. Apelaba a mi vanidad. Lo vi enseguida, pero sucumbí de todas formas.
—¿Tiene que ser esta noche?
Me dirigió una larga mirada.
—Estoy deseoso de cooperar, pero tiene que ser con mis condiciones. Ya lo ve, querida mía, soy un hombre acorralado.
Dijo esas palabras en un tono lastimoso.
—Yo también pongo una condición -le dije.
—Diga.
—Antes de que vaya, usted me dirá exactamente lo que quiero saber. Nada de tonterías.
Él aceptó con un asentimiento de cabeza.
—Nada de tonterías.
—En primer lugar, si es usted quien dice ser, debe demostrarlo.
Él asintió.
—Hay algunos títulos de tierras en mi domicilio. ¿Serán suficientes?
—Ya lo veremos. Además, ha dicho que no es exactamente un nacionalista rumano. ¿Qué significa eso?
—Significa, querida mía, que ni siquiera soy rumano, así que difícilmente se me puede tildar de nacionalista rumano.