Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
—¿Es eso lo que estás haciendo aquí, en Rumania? ¿Levantar iglesias?
Ella sorbió por la nariz y levantó la mirada, dirigiendo sus suaves ojos azules hacia mí.
—No, ése no es mi fuerte. Soy mucho mejor de tú a tú.
No pregunté nada más, por miedo al adoctrinamiento. A un lado del valle caía la lluvia. Al otro, un sol rojo y oscuro llenaba la hendidura entre dos montañas. El disco se había vuelto de un dorado brillante. Las gotas de lluvia brillaban y relampagueaban. Clemmie sacó la cabeza por el lado del copiloto.
—Eh -dijo-. Algo pasa.
Salimos del coche y fue un alivio. Lloviznaba, pero no me importaba mojarme. Un conductor de camión vio nuestros cigarrillos y nos gorroneó uno. Ella buscó en su bolso y sacó otro para ella.
—¿Qué sucede? — pregunté. Ella le repitió la pregunta al camionero en francés. Él se encogió de hombros. No parecía que hablara francés. Esperamos. Estábamos sobre una ligera elevación, unas altas montañas se levantaban a cada lado, y bajo sus afilados picos había unas oscuras manchas verdes de coníferas.
—Esas montañas fueron un día una fortaleza -dijo ella-. Eran una protección contra el islam.
Bajó el cigarrillo y miró hacia la carretera con una intensidad súbita.
—Escucha -dijo.
Llegó un ruido de movimiento, de una multitud que caminaba. Ella se dirigió al centro de la carretera para tener una vista mejor. Más adelante, unos cientos de personas subían la cuesta, una procesión que avanzaba a pie. Clemmie, a mi lado, se puso tensa. Tiró el cigarrillo, bajó la cabeza y juntó las manos.
Al frente de la procesión avanzaba un sacerdote vestido con una túnica marrón claro. También tenía la cabeza inclinada, y hablaba en un idioma que yo no comprendía. Se oyó otro ruido, el de los cascos de unos caballos, unos golpes secos contra el asfalto resquebrajado de la carretera. La procesión avanzaba hacia nosotras y Clemmie continuaba rezando sin mover los labios y sin pronunciar palabra alguna. Qué fuera de lugar parecíamos ambas, vestidas con trajes de trabajo azul oscuro y camisas blancas e impolutas; fuera de lugar y fuera de tiempo. Pero por lo menos ella tenía algo que la conectaba con esa escena. Su fe la unía con esa gente que se persignaba al paso de los caballos. Yo debería haber hecho lo mismo. Debería haber bajado la cabeza, exactamente como ella. Pero rompí mi rígida regla de mis viajes al extranjero: en caso de duda, haz lo que hacen los locales. El sacerdote había llegado hasta unos pasos de distancia de nosotras, y comprendí el motivo de todo eso. Detrás de él caminaban dos caballos grises de crines blancas. Detrás de los caballos, tiradas por ellos, giraban las ruedas de un carro, un vehículo bajo de tablones de madera veteada a cada lado. Encima del carro, en un lecho de aromático heno, había un féretro de un color casi igual al de la falda de Clemmie y de la mitad del tamaño de un adulto. Era una procesión por el funeral de un niño. El carro se detuvo justo a nuestro lado.
—No mires -susurró mi compañera.
A
la luz de los faros apareció una señal: Brasov, 35 km. Yo había perdido toda noción de la relación entre kilómetros y millas; treinta y cinco kilómetros deberían ser unas veinte millas, pero parecían el doble en mi cabeza. Setenta millas a Brasov, pensé. No podía quitarme de encima la sensación de que había un desorden salvaje e inminente en todo y de que eso se había desatado al ver el ataúd en el carro.
—¿Qué crees que le pasó a ese niño? — pregunté, sabiendo que era una pregunta ridícula. ¿Cómo podía ella saberlo?
Clemmie no parecía inquieta. Estaba sentada detrás de una nube de humo del cigarrillo y ante nosotras se elevaba un trozo más de Transilvania, otra montaña coronada por un pico.
—Sabe Dios -respondió.
La hora de mi cita con el señor Olestru ya había pasado, y me temía que, con ella, había perdido mi oportunidad de conseguir enterarme de esa historia. Acostumbro a ser puntual en mis citas sociales, pero en cuanto al trabajo, soy fanática al respecto. En
La hora
tratamos constantemente con desconocidos que sospechan malas intenciones por nuestra parte. Luchamos contra esos prejuicios por norma y, en esa batalla, las primeras impresiones son importantísimas. Para mí, la victoria empieza con una llamada de teléfono educada y profesional, seguida por correos electrónicos y faxes y apoyada por cualquier minúsculo detalle que prepare el terreno para un encuentro inicial. Este sólo puede darse por garantizado si aparezco entre cinco y diez minutos antes de la hora, vestida de forma impecable y mostrando la misma actitud de impoluta educación con que inicié el contacto. Si hago menos que eso, mis posibilidades de éxito se reducen a la mitad.
Dudaba mucho de que el señor Olestru pudiera tener una buena opinión de mí. Tendría suerte si confiaba lo suficiente como para que continuáramos un diálogo serio acerca de una historia relacionada con su patrón. Yo esperaba recibir algunas disculpas comunes -que me había esperado durante una hora y que no podría volver a verme hasta al cabo de unos meses-, una vaga promesa de que lo haría y, luego, el silencio. Estaba furiosa conmigo misma.
Lockyear quería que le llamara después de la cita, pero yo no podía ni siquiera pensar en ello. Tendría que mentirle. No podía decirle la verdad: que había encontrado un atasco de tráfico y no había llegado a tiempo a la cita. Le llamaría por la mañana y le diría que no se había presentado nadie. Él me amonestaría; hablaría rápido y en un tono bajo y mezquino y me recordaría que no podía permitirse otro desastre, que esa payasada había puesto en solfa su puesto de trabajo. Quizá no le llamara, o lo haría sólo cuando llegara al hotel para decirle que no había aparecido nadie y pedirle consejo. Podía llamar a Stim, pero ya era por la tarde y Stim debía de estar haciendo novillos o bien en el Anthology o en el Film Forum, fingiendo buscar filmaciones de archivo cuando estaba pillando una película.
Clemmie tosió y el ruido me sobresaltó. Por unos segundos me había olvidado de su existencia. El asiento del copiloto hubiera podido estar vacío. La cola de caballo había desaparecido, la goma elástica también, y el pelo le caía, lacio.
Delante de mí apareció otro camión, un viejo trasto que resollaba y crujía y que iba cargado de madera húmeda. Vi el extremo posterior de los troncos colgando por encima del capó del coche. Apreté los frenos y noté qué el motor de ese coche de alquiler temblaba. Temí que el motor pudiera pararse y no fuera capaz de encenderlo de nuevo.
Clemmie se enderezó en el asiento.
—Estás demasiado cerca del camión.
—Estoy intentando adelantarlo.
Los dos carriles de la carretera eran estrechos, y no había arcén. Si me dirigía hacia la derecha, chocaría contra un pino. Si intentaba adelantarlo por la izquierda, no tendría espacio para esquivar a un coche que viniera de cara. Le di repetidamente a la bocina para que el camión aumentara la velocidad. La cuesta se hizo más pronunciada, dirigiéndose hacia una cima invisible. Redujimos la velocidad casi hasta detenernos.
Dos perros salieron de la nada. Al principio fueron dos manchas blancas, pero se convirtieron en mamíferos con colmillos. Uno de ellos chocó contra la ventanilla de Clemmie con un ruido seco y la lengua llena de saliva estalló contra el cristal. El otro saltó encima del capó del coche. Cambié y puse marcha atrás apretando el acelerador, lo cual nos impulsó e hizo que el perro cayera desde el capó al pavimento. Ganábamos velocidad al ir cuesta abajo y empecé a perder el control. Cambié de marcha. El otro perro estaba con nosotras, corriendo al lado de la ventanilla. Clemmie metió la mano en su bolso y sacó un spray de defensa personal. Bajó la ventanilla un poco y roció al perro, que se alejó de la carretera aullando y tambaleándose. Me puse en marcha y subí la cuesta con un ruido infernal. Llegamos hasta el camión otra vez, detrás de los pesados troncos, y me metí en el carril contrario para intentar un adelantamiento. Pero vi una luz y no me gustó, así que volví a mi carril justo en el momento en que otro camión pasó por nuestro lado desde una curva. Al volver al carril, las ruedas tropezaron con algo que sonó desagradablemente como si fuera un perro.
Miré a Clemmie, que estaba iluminada por las luces del salpicadero.
—Amén, hermana -dijo.
El otro perro desapareció en la oscuridad del espejo retrovisor. El camión giró por un camino de tierra y desapareció. La soledad de la noche nos envolvió, a pesar de que los latidos de mi corazón sonaban lo bastante fuerte para romper el silencio del bosque. No pareció que Clemmie se diera cuenta. Llegamos a un claro sin árboles y a lo lejos, al oeste, vimos la luna en lo alto.
—¿Quieres oír una historia que no he contado a ningún alma viviente? — preguntó Clemmie.
Encendió el cuarto o quinto cigarrillo de la noche. Le pedí uno también.
Clemmie se encendió el nuevo cigarrillo con la punta encendida de otro.
—¿Recuerdas que te he contado que fui trabajadora social en Malawi, en el África subsahariana?
—Sí.
—Dirigía un programa de vacunación en la selva. ¿Conoces alguna cosa de Malawi? — preguntó.
Negué con la cabeza.
—Es uno de los países más pobres del mundo, con altos índices de mortalidad infantil y un montón de supersticiones. Una de esas letrinas que te mencioné.
Yo no me podía creer que me encontrara conduciendo de noche en las montañas de Transilvania con una misionera texana supersticiosa. Ni siquiera los hastiados habitantes de
La hora
lo hubieran creído.
—Había una serie de pueblos a orillas del lago Malawi, la mayoría de pescadores; allí vivían unas mil personas en un radio de ochenta kilómetros. Mi trabajo consistía en vacunar a los niños menores de cinco años contra el sarampión y la polio. Jeff, mi ex, era el jefe del equipo, y una de las partes de su función de cobertura…
—Me he perdido.
—¿Con lo de función de cobertura? — Yo asentí con la cabeza-. Es tu tapadera. Ya sabes, como los espías que tienen una tapadera cuando se infiltran en un país donde no son bien recibidos. Nosotros lo hacemos también; intentamos convencer a las autoridades locales de que no estamos allí para atraer a las almas hacia Jesús.
—Pero estáis allí para eso, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—Algunos de nosotros sólo queremos ayudar, lo creas o no. Lo llamamos función de cobertura. Mi trabajo consistía en poner inyecciones en los lugares donde el plan de vacunación del gobierno se encontraba con pocos recursos, lo cual pasaba en todas partes. Pero Jeff tenía trabajo en toda la zona y me dejaba a cargo de todo con un médico local y una enfermera.
Hablaba exponiendo los hechos.
—Era un trabajo fácil. Los habitantes de los pueblos creían en el programa y no recelaron de nosotros hasta el final, cuando todo se estropeó. No soy capaz de recordar con exactitud cuándo fue… -Se interrumpió-. Fue un miércoles, lo sé, porque el bote con el correo vino desde Lilongwe.
Por un momento se quedó con los ojos cerrados y yo pensé que se había dormido.
—Clemmie -dije. Ella abrió los ojos-. Lilongwe.
—Sí, sí, lo sé. Sólo estaba ordenando las ideas. Es agotador pensar en eso, de verdad. Tienes que tener en cuenta cuál era nuestra situación. Había unos doce pueblos a lo largo de esa zona de la orilla, unas cien personas por pueblo, niños, viejos, familias. Una vez cada dos semanas, yo visitaba cada una de las aldeas y pasaba allí una o dos noches antes de continuar la ruta. La gente estaba sana y le otorgaba los méritos a Dios, lo cual era fantástico. Siempre que yo aparecía, los niños venían chillando hacia mí para darme la bienvenida; para una mujer que no tiene hijos pero desea tenerlos, imagínate qué emoción, era como heredar a un montón de ellos a la vez.
Las manos le temblaban cuando aplastó el cigarrillo contra el lateral de la botella de loción.
—Antes de que desapareciera, el médico local me había dicho que el único asunto malo por allí eran las víctimas del SIDA, pero que eso no era problema nuestro, porque los hospitales de Lilongwe las acogían. La mayoría de nuestros pacientes no estaban enfermos realmente, ninguno tenía fiebre. Así que cuando empezaron a desaparecer, no tuvo mucho sentido. Los niños habían recibido las vacunas, y también los adultos. — La voz le tembló un poco-. Pero yo ya sabía eso. Yo fui quien llevó la medicina. Vi a la enfermera vacunar a esos niños.
Yo miraba la carretera, que estaba bañada por la luz de la luna. La voz de Clemmie se apagó. Iba a casarme en junio. Ya habíamos alquilado un pabellón en Wave Hill, pero aún había muchas cosas por hacer, y tendría que realizar unas llamadas desde Rumania. Tendría que arreglar unas citas con el sacerdote de San Ignacio de Loyola. Llamaría a Robert y me disculparía por haberle hecho sentir mal con el paquete de Ámsterdam. Al darme esa caja rosa, me dijo: «Por si alguna vez tienes ganas de hacer un
striptease».
Yo me quedé con esa frase en la cabeza mientras abría el regalo, y de alguna manera me había provocado. Pero ahora que lo veía con distancia me daba cuenta de lo tonta que había sido. Llamaría a Robert desde el hotel de Brasov y le prometería ese
striptease.
—Pareció que todo sucedía a la vez. Salí un lunes para hacer mi ruta y todo se desató. Un pueblo detrás de otro. Iba a ver a los ancianos y la historia siempre era la misma: todos los chicos se habían ido. Cuando llegué al último pueblo, estaba fuera de mí. — Le tembló la voz-. Aterrorizada, como si tuviera ocho años y estuviera en mi cama mirando hacia la puerta oscura del baño, ¿comprendes? — Se volvió y me miró. Yo no comprendía, no quería comprender, pero asentí. Si no lo hacía, pensé, todavía se pondría peor-. Los dos últimos habitantes de un lugar, un hombre y una mujer, me dijeron que sus hijos se habían ido a la jungla. Por la noche, un grupo de hombres blancos había aparecido en la orilla y habían atravesado el pueblo llevándose a los niños tras ellos, a todos.
Eso me sonó sospechoso.
—¿Describieron a esos hombres blancos?
Clem bajó la voz.
—«Fantasmas», fue la palabra que utilizaron. Yo los llamo hombres blancos.
Su respuesta no me tranquilizó. ¿Quién dijo que los fantasmas tenían que ser blancos? Pero estaba intrigada.
—¿Qué pasó luego?
—Detrás de los chicos se fueron los abuelos, los viejos, y juntos recorrieron los viejos caminos en la noche, hasta la jungla, y desaparecieron. Esas dos personas me dijeron que los fantasmas vendrían a por mí, también. Lo oí una y otra vez. Los pocos supervivientes que quedaban en cada uno de los pueblos me pellizcaban la piel blanca y meneaban la cabeza como diciendo «esto no va a protegerte».