Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Era una exageración, y no le di demasiada importancia. Mi mierda no había acabado en Ploesti. Se hizo un largo silencio en el coche e intenté romperlo.
—No acabo de creer que sea culpa nuestra. Una década de violento fascismo, cincuenta años de comunismo, un dictador megalómano, y ahora un capitalismo salvaje. Que Dios los ayude.
—Sí, que Dios los ayude. Tenemos que tener fe. Eso es lo que intento no olvidar.
Clemmie no me había entendido bien. Vi la cadena de plata que llevaba en el cuello y, por primera vez, me pregunté si de ella colgaba una cruz.
—No quería decir eso -le dije-. No soy religiosa.
—Yo tampoco -contestó ella-. Odio la religión. — Se calló un momento-. Pero amo a Dios. — Continuamos un rato en silencio-. ¿Te importa si cambiamos otra vez? Me están picando los pies.
Nos detuvimos en un restaurante al lado de la carretera y compramos una bolsa de patatas y una Coca-Cola. Sacamos el saco de melocotones y comimos a la sombra de un voluminoso rosal que había al lado de un estanque fragante. Clemmie pagó. Después de comer, paseamos alrededor del estanque, molestando a las ranas, unos oscuros bultos verdes que saltaban para esconderse en la oscuridad. De nuevo en la carretera, yo me senté ante el volante y ella se subió las mangas y se dispuso a masajearse las plantas de los pies.
—¿Dijiste que eras periodista? — me preguntó.
Se lo había dicho.
—Sí, señora.
Se sacó un zapato.
—¿Dónde escribes?
Siempre sucedía eso. La gente daba automáticamente por sentado que si eres periodista, trabajas en prensa escrita.
—Trabajo en televisión. Soy productora.
—Guay.
A menudo, ése era un momento incómodo. Nunca me ha gustado parecer que me doy importancia.
—De un programa que se llama
La hora.
Ella sonrió.
—Un programa que se llama
La hora.
He oído hablar de un programa que se llama
La hora.
Todo el mundo ha oído hablar de un programa que se llama
La hora.
-Clemmie levantó una ceja-. Será mejor que vigile lo que digo.
—No parece que tengas ningún problema en vigilar lo que dices.
Serio.
—¿Puedes decirme en qué estás trabajando aquí?
Nunca hablo de mis historias con desconocidos. Esa es la primera regla de producción de Lockyear, y la ha sacado de nuestro corresponsal, Austen Trotta, así que la cumplo. Ella soltó el pie izquierdo y volvió a ponerse la sandalia. Colocó el pie derecho encima de la pierna izquierda y se sacó la sandalia.
—Apuesto a que lo sé.
Su tono sonó inofensivo, pero sentí un ligero estremecimiento de inquietud. Los productores de
La hora
deben ser paranoicos, ésa es la naturaleza del trabajo. Reflexioné sobre el hecho de que yo me había acercado a Clemmie en la sala de los desayunos; de que había sido idea mía llevarla en coche. Pero qué coincidencia que ella fuera de Texas, que resultara que hacía el mismo trayecto que yo. Y además recordé que dijo que yo era de Nueva York. De alguna manera, lo había adivinado. Ella dijo que mi intensidad me había delatado. Jugué con suavidad.
—¿Quieres adivinarlo?
Ella continuó mientras terminaba de masajearse el pie derecho.
—¿Puede tener algo que ver con un parque de atracciones?
Lockyear me hubiera dicho que no contestara esa pregunta. Me puse nerviosa, pero controlé mis emociones. Nuestro señor del crimen había sido mencionado aquí y allá como el principal inversor en un proyecto de parque temático relacionado con un personaje famoso del cine. Ella debía de haberlo leído en los periódicos.
—No -le dije-. ¿Qué haces para ganarte la vida?
En lugar de responder, abrió su bolso, sacó un frasco de plástico y le quitó el tapón. Se puso unas gotas de loción en la palma de la mano derecha y se embadurnó los dedos del pie izquierdo. El bolso quedó abierto, así que pude ver que dentro había un pequeño libro con las cubiertas negras y las páginas de papel cebolla.
—Perdona. Sé que es desagradable, pero caminé muchísimo por Bucarest ayer -explicó.
—¿Eso es una Biblia? — le pregunté.
Asintió con la cabeza. Yo abandoné el tema por un momento. Atrapadas en el convoy de camiones de petróleo ya no nos podíamos mover tan deprisa, y empecé a empaparme del cambio de paisaje. Se veían unos riscos a cada lado, repletos de matorrales y de tojos; las construcciones nuevas dejaron paso a los viejos asentamientos, unas casas de madera agrupadas en una confusión destartalada, una cúpula de iglesia coronada por una cruz. Un cementerio apareció encima de una colina: sus líneas de cruces dispuestas como en formación militar, del color de la leche, desaparecían en la noche más allá de los cedros.
—¿Tu trabajo tiene algún tipo de dimensión religiosa?
Clemmie asintió con ambigüedad.
Tuve un presentimiento.
—¿Estás casada?
Se soltó los dedos del pie izquierdo y volvió a colocarse el zapato.
—Lo estuve.
—¿Hijos?
—No.
Se quitó la sandalia del pie derecho y empezó el mismo procedimiento. El sonido de la loción deslizándose por la piel me molestó. Me pareció que ese sonido adoptaba el carácter sutil de una evasión.
—¿Y tú? — preguntó.
—Prometida.
—Felicidades.
Se soltó el pie y dejé de oír el sonido de la loción. Clemmie volvió a ponerse el zapato y miró hacia la carretera, por encima del salpicadero. Yo concentré la atención en la carretera. En un lapso de tiempo de veinte minutos, el campo había cambiado otra vez, al igual que lo había hecho el ambiente en el coche. Una frialdad nueva lo envolvía todo. Ahora nos encontrábamos a una gran altura y unos valles se abrían hacia abajo, a derecha y a izquierda, mientras la carretera trepaba por las montañas. Los pueblos colgaban en las laderas por encima de nosotras y se apilaban en los recodos, por debajo. Una pequeña manada de caballos se desplazaba a través de una amplia pradera. En los dos carriles de carretera, los camiones avanzaban a toda velocidad adelantándose los unos a los otros con ciego desdén hacia el tráfico del carril anexo. Cada diez minutos, un monstruo de dieciocho ruedas se precipitaba contra mí tocando el claxon y yo tenía que apartarme del camino. Los nudillos de las manos se me pusieron rojos. El viento revolvía el brillante pelo de Clem. Sobre la carretera, el sol brillaba. Llegarnos arriba del todo de los valles y tuvimos una momentánea visión de un lejano campo verde antes de descender de nuevo. Los camiones levantaban ráfagas de viento contra las ramas de los pinos. Llevábamos un buen ritmo. Pensé que estaríamos en Brasov sobre las cinco de la tarde.
—Tengo la sensación de que he dicho algo malo -dijo Clemmie.
Yo mantuve la mirada fija en la carretera.
—¿Estás segura de que no he sido yo?
—Al contrario. Doy gracias a Dios de que nos hayamos encontrado. De verdad. Le doy las gracias.
—Venga ya.
—Las coincidencias no existen, Evangeline.
El corazón empezó a latirme más deprisa. Ella podía ser un espectro de mi pasado, una hija de Jesús en la cafetería de la Universidad de Azalea de ojos felices e iluminados, encendidos con el fuego de la verdad absoluta. «Si supieras lo que yo sé -parecían decir esos ojos-, tus ojos también estarían iluminados.» Yo nunca había creído en esa verdad definitiva, aunque seguí el juego durante mi último año, cuando era animadora, porque mi novio de esa época formaba parte de la Hermandad de Atletas Cristianos y me dijo que solamente tendría relaciones sexuales conmigo si los dos estábamos con Cristo. Así que me uní al equipo y animé el partido, nada de lo cual me hizo sentir orgullosa.
Clementine Spence se dio la vuelta y me miró con toda su atención.
—Me doy cuenta de que estás disgustada. — Mi silencio sólo sirvió para animarla-. Pero creo que te has disgustado por nada.
Negué con la cabeza.
—No estoy disgustada en absoluto.
—Dímelo. ¿Qué es lo que te ha ofendido?
Consideré las opciones que tenía. Nos quedaban dos horas más de coche, por lo menos. Podíamos tener un enfrentamiento y esas dos horas serían horrorosas o yo podía retirarme y esperar a que se marchara. Si no mordía el anzuelo, lo más probable era que ella estuviera tranquila.
—A veces soy una bruja horrible -le dije-. Y me has hecho sospechar de tus intenciones. Lo siento. — Decidí poner a prueba su discreción-. ¿Él era un misionero, también?
—¿Quién?
—Tu marido.
Clemmie se pasó una mano por los ojos.
—Odiábamos esa palabra.
—¿De verdad?
—Nos llamábamos a nosotros mismos los agentes del cambio. — Clemmie rebuscó en su mochila y sacó un pañuelo de papel que se llevó a la cara. Se sonó en el arrugado y gastado tejido-. La verdad es que era mi marido quien nos llamaba los agentes del cambio. Está sacado de la teoría empresarial.
Sus lágrimas parecían verdaderas. El aire olía a lluvia. Unos precipicios de roca se elevaban a cada lado, y unos bancos de nubes se desplazaban por sus cumbres. Habíamos llegado al borde de Transilvania.
E
l tráfico se detuvo. Clemmie señaló que hacía varios minutos que los camiones de petróleo no se movían. Bajamos las ventanillas y oímos el canto de los pájaros en medio de un tenso silencio. Los conductores de los camiones habían apagado los motores. Un poco más adelante, uno o dos hombres habían salido de las cabinas. El sol se hundía en el horizonte, al oeste, y las sombras del día se hacían más oscuras al lado de los establos. Las espigas secas de maíz se mecían en los alerones de las casas pintadas de blanco. Clemmie se quitó los zapatos otra vez y puso los pies desnudos encima del salpicadero. El olor dulce de la loción llenó el coche. El paso de la montaña se encontraba solamente a un kilómetro por encima de nosotras, pero el avance se había detenido. No se podía hacer nada más que esperar y especular.
—Dime una cosa -dijo Clemmie-. ¿Crees en esas cosas que se dicen del lugar a donde nos dirigimos?
Yo ya estaba tensa y la pregunta añadió más irritación.
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Entiendo eso como un no.
Parecía saber algo acerca de mi trabajo. Sabía que tenía que ver con un parque de atracciones, y sabía que ese parque de atracciones tenía que ver con los estereotipos propios de Transilvania. Pero todavía había que dar un paso más allá, y ella todavía no lo había dado. Y mientras ella no lo hiciera, yo tampoco lo haría.
—Un amigo mío llama Tierra de Vampiros a nuestro lugar de trabajo -dije.
—Uf.
—Exacto. La gente no es agradable en Tierra de Vampiros, por decirlo suavemente. Están locos, son ambiciosos, gritan, critican y reprenden. En el mejor de los casos tienen una decencia mínima. Pero, por lo que yo sé, de momento ninguno de ellos es un verdadero bebedor de sangre.
—¿Estás segura de eso?
—No estoy segura. Pero no creo en ese tipo de cosas.
—Esa era mi pregunta.
—¿Me estás diciendo que tú crees en esas cosas? ¿En… en vampiros?
Pareció considerar que mi pregunta era un juicio, lo cual era cierto.
—Mi problema -dijo- es que no puedo descartar su existencia.
Me pasó por la cabeza que quizá la habían enviado los miembros de un sindicato criminal que se oponía a la construcción del parque de atracciones. Pero eso era demasiado parecido a una escena de Stimson Beevers y creí que yo me encontraba por encima de esa mentalidad conspiradora. El sol continuaba hundiéndose.
—Agente del cambio -dije-. Es una expresión interesante. ¿Qué significa, exactamente?
Ella suspiró.
—¿Exactamente? No lo sé. Alguien o alguien que penetra en una realidad y hace que sea distinta, básicamente. Esta expresión siempre me ha desagradado un poquito. Pero Jeff creía en ella, de corazón. Un agente del cambio. Para él sonaba heroico, como James Bond.
—Supongo que un vampiro puede ser una especie de agente del cambio, ¿verdad?
Ella me sonrió.
—Del equipo contrario, sí.
—Dime otra vez qué tiene de malo la palabra «misionero».
—Una mala imagen. Vallas blancas en las junglas y
Más cerca de ti, Señor
por la mañana, por la tarde y por la noche. A nadie le gusta eso, y mucho menos a nosotros, que hemos empeñado nuestras vidas en ese esfuerzo. Queremos que Jesús llegue a la gente a través de su propia cultura, con sus propias condiciones, no con las nuestras.
Era una respuesta convincente, pero me di cuenta de que, por encima de todo, empezaba a sentirme cansada. Ella también debía de estarlo. Se calló. Unas nubes pasaron por encima de nuestras cabezas. Unas gotas de agua cayeron sobre el parabrisas.
—¿Te molesta si fumo? — preguntó Clemmie.
¿No era él cuerpo el templo del Señor? Le dije que no me molestaba. Sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Me pilló mirándola de reojo.
—La Biblia no dice nada sobre esto, te lo aseguro. ¿Quieres uno?
Le dirigí la típica sonrisa de culpa. Hacía años que no fumaba. Robert pensaba que era un hábito poco adecuado para una dama. Pero no iba a besarle hasta al cabo de una semana y, por lo menos para entonces, el olor del tabaco ya habría desaparecido del aliento.
Clemmie encendió un cigarrillo con el suyo y me lo dio.
—Levantábamos iglesias.
—¿Levantabais qué?
—En Srinagar, el extremo norte del Himalaya, en Cachemira. Intentábamos atraer a los musulmanes a la comprensión de la fe en Cristo. Musulmanes seguidores de Cristo; no funcionó muy bien.
Se puso una mano encima de los ojos de nuevo. El cigarrillo tenía un sabor delicioso.
—Mi marido. — Dio una calada-. La perdió… -Debí demostrar una expresión de perplejidad-. La fe, quiero decir. Estaba desengañado, así me lo dijo, y me abandonó.
Al principio, concentrada en el cigarrillo, no registré ese último comentario. Pero pasaron unos cuantos segundos y comprendí el significado de esas palabras.
—Oh, dios. ¿Tu esposo te abandonó? ¿En Cachemira? Qué horrible. ¿Cuándo?
—Hace un año. No. Dos años ahora.
Volví a recordar la compasión que había demostrado por los ataques del 11 de septiembre y me sentí una impostora por pensar que a mí me había pasado algo malo alguna vez.
—Lo siento mucho, Clemmie.
Ella miraba hacia delante. No parecía tener gran cosa que añadir al tema.