Tierra de vampiros (6 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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Clemmie podía ser la responsable, me dije. Esa era una posibilidad real.

—Desde entonces, muchas veces he pensado que esos fantasmas debían de ser una especie de vampiros -dijo-. La gente de allí cree en los vampiros.

Pareció que todo el aire hubiera salido del coche.

—No.

—Nunca vinieron a por mí, pero en mi última visita, al final de mi última ronda por las orillas, no quedaba nadie. En esos pueblos ya no había gente, ni un alma. Nadie vino a las instalaciones para potabilizar el agua, en el pozo. No había ningún niño jugando. Así que hice la mochila y me introduje en la jungla para buscarles. Jeff me encontró en un hotel de Lilongwe, pero nunca fui capaz de decirle cómo llegué allí. No le dije nunca nada y, hasta el día en que se fue, creyó que nuestros pueblos habían sido atacados por la guerrilla. Para decir la verdad, él me culpaba de no haber tenido… más aplomo, creo que dijo.

Me esforcé por pensar lo mejor acerca de esa situación. Quizás habían sido las guerrillas. O quizás ella había matado a esa gente por accidente y no podía enfrentarse a ello. Quizá su programa de vacunación mató a los niños, o alguna enfermedad se los llevó, y ella se culpaba a sí misma. Me pareció que eso debía de ser, y que ella contaba la historia de su fracaso en un intento por expiarlo. Clemmie se abrazó el torso con los brazos. Estaba temblando. Yo sentí una intimidad terrible y no deseada.

—Necesitamos descansar un poco -dije.

El coche pasó por encima de un bache en la carretera y Clemmie levantó la cabeza repentinamente. Su pelo brillaba como la plata bajo la luz de la luna. No volvimos a hablar durante el resto del trayecto.

Seis

L
legamos al hotel cerca de las diez. Decidí no intentar entrar en contacto con nadie esa noche. Casi delirante después de conducir tanto, sólo sería capaz de empeorar las cosas. Después de una buena noche de sueño, esperaría a recibir noticias del señor Olestru e intentaría presentar mis excusas. Clemmie y yo nos demoramos un poco en el vestíbulo intentando despedirnos. La invité a tomar una rápida cena, pero declinó la invitación. Parecía que observaba el hotel con ansiedad y arrugaba la nariz como si oliera algo rancio.

Yo tenía sentimientos contradictorios hacia Clemmie. Quería que se fuera, me agotaba, me ponía nerviosa, y estaría feliz de no volver a verla más. Pero, por otro lado, le había tomado cariño a esa mujer. Se había formado un vínculo en contra de mi voluntad. Yo estaba prometida, ella había sido abandonada por su esposo, lo que me hacía sentir pena. Parecía un alma perdida. Volví a proponerle cenar, pero ella me dijo que tenía a unos «socios» en el pueblo. La palabra sonó absurda. «Socios.» No puede evitar realizar un comentario de listilla.

—¿Una convención de agentes del cambio?

Ella sonrió con languidez.

—Nada tan importante.

Al llegar, ella hizo una llamada telefónica. Después me dijo que se habían hecho planes para rescatarla. No me dijo adónde se dirigía, y no insistí. Que se guardara sus extraños secretos para ella. Se había puesto un jersey azul pálido con cuello de pico encima de la falda rosa, se había cepillado el pelo hacia atrás otra vez y se lo había recogido en una cola de caballo atada con la goma elástica de margaritas. Se había lavado la cara con agua fría.

—¿Seguro que no quieres tomar algo, al menos? — le pregunté-. Mi cita se ha cancelado. Podríamos probar el vino de la zona. Sé que te gusta beber.

—Sí. — Dudó.

—Invito yo -insistí.

Miró hacia las puertas del hotel, como si hubiera visto una cara familiar en la oscuridad.

—Eso sería abusar -respondió-, y, además, sólo estás siendo amable. Ya sé cómo sois las chicas Azalea: tenéis el sistema nervioso central cargado de educación, no podéis evitarlo.

—Eso es malvado.

—Entonces lo retiro.

El recepcionista levantó la vista hacia nosotras. Un joven y lívido botones apareció y se llevó mis maletas. Ninguna de las dos se movió. Por fuera, el hotel mostraba una fachada de cemento gris y de vidrio, un auténtico edificio comunista de la década de 1970. Pero dentro se había hecho un esfuerzo para que el lugar tuviera el aire de un pabellón de caza con unas grandes vigas de madera en el techo, unas cabezas de ciervo colgadas en las paredes y una gruesa alfombra roja y dorada que cubría el suelo. Una tenue luz emulaba un fuego en una chimenea de piedra. Las luces se encendían y se apagaban, una bombilla aquí y otra bombilla allí parpadeaban detrás de unas mamparas de colores naranjas y amarillos. Unos cuantos clientes se movían desde el mostrador y las puertas hacia el oscuro bar señalizado con la palabra soma.

—Mira -dijo Clemmie-. Tengo que ser honesta contigo.

Dejó en el suelo la bolsa y el abrigo y me rodeó con los brazos por los hombros para darme un abrazo. Ese movimiento me sobresaltó. Yo di un respingo, pero ella mantuvo el abrazo.

—Estás a punto, Evangeline, de empezar tu verdadera vida. Y si no es demasiado tarde, rezaré para que abras los ojos.

Eso hizo que todo terminara para mí. Estaba harta de la condescendencia y de los juegos. La aparté.

—¿Quién eres? ¿Qué pretendes?

—Ya lo sabes.

—¡No tengo ni puta idea! ¿Para quién trabajas? ¿Cuál es tu nombre de verdad?

Ella intentó alejarse, pero entonces fui yo quien la sujetó. La agarré por los brazos.

—Dime para quién trabajas. ¿Estás en otra cadena?

Algunas personas se fijaron en nosotras. Miré hacia el mostrador de recepción y vi que el recepcionista hablaba con dos chicas que habían aparecido por la parte trasera. Vi a otra persona cerca de la entrada del vestíbulo; al principio estaba tan quieta que pensé que era un objeto. Sus ojos se dirigían hacia la noche. Pero había oído el alboroto y se había dado la vuelta.

—Déjalo -dijo Clemmie.

Yo me negué. Por el rabillo del ojo observé el avance de ese hombre que me había devuelto la mirada. Venía hacia nosotras. Clemmie no podía verle, pero pareció sentir que se aproximaba.

—Evangeline. — Clemmie me sujetó los brazos con fuerza y acercó los labios a mi oído-. ¿En qué te has metido? — Esperó a que las palabras penetraran en mí antes de continuar-. Eso no va a salir nunca por televisión.

El desconocido, demostrando no tener ningún sentido de la discreción, se dirigió a nosotras en ese inoportuno momento.

—¿Madame Harker?

Había pronunciado mi nombre, pero mostró un interés especial por Clemmie, o eso me pareció. Clemmie se dio cuenta, también. Miró al hombre, que a primera vista resultaba exquisitamente horroroso. Nos separamos. Tuve la clara sensación de que esa persona tenía una relación directa con las palabras que ella acababa de decirme al oído. Estaba segura de que Clemmie lo conocía.

—¿Señor Olestru?-pregunté.

El no hizo ningún ademán de responder a ese nombre.

Élemmie se apartó de mí un paso sin dejar de mirar al hombre. Se dirigió hacia la noche transilvana a través de las puertas de cristal. El brillante coletero elástico de margaritas brilló y se perdió de vista.

El hombre, que resultó ser bastante bajo, me alargó una enorme mano; yo la miré durante un momento. La última mirada en los ojos de Clemmie, esa extraña sensación de saber, volvió a mí. Alguien parecido a ese hombre fue quien se llevó a los niños al lago Malawi: eso era lo que a ella se le pasó por la mente. Esa idea casi me hizo marearme.

Él se aclaró la garganta y levantó la mano en dirección al bar.

—¿Vamos?

Siete

E
ra pequeño pero no daba esa sensación. Si acaso, irradiaba una especie de plenitud, gracias sobre todo a su cabeza. Su cuerpo culminaba en un cráneo grande y pálido que estaba coronado, en su ápice, por una maraña de pelo blanco amarillento. Tenía unas cejas gruesas y contundentes que hacían juego con los suaves y llenos labios, los cuales desplegaban una sonrisa voluptuosa para mostrar la peor dentadura que yo nunca había visto. Por supuesto, yo tenía la cabeza plagada de monstruos gracias a Clemmie, y quizá fue por eso por lo que presté tanta atención. Pero esos dientes no estaban afilados en absoluto. Tenían forma redondeada, como fichas, y eran de un azul oscuro, como si se hubieran podrido en esas encías grises, podrido pero negado a abdicar. Sus ojos eran de un marrón tirando a negro, sus pupilas no tenían unos contornos definidos, y me miraban con una quietud calculadora. Se le veían enrojecidos por el agotamiento, y tuve la sensación de que era un hombre que bebía mucho café y que tenía demasiadas cosas en la cabeza para conseguir un descanso nocturno decente, a pesar de que sus gestos no eran exactamente somnolientos. Podría haberle descrito como teatral, excepto porque no había nada de teatral en sus gestos. Sonrió mientras me daba un apretón de manos.

Lo intenté otra vez.

—¿El señor N. Olestru?

Él negó con la cabeza y su rostro adquirió una expresión irritada e incómoda. Rio con una sequedad que no indicaba ninguna diversión.

—Mi querido Olestru se encuentra perdido en las montañas con un fotógrafo noruego. Es una pena.

—Comprendo. — Inmediatamente, mi preocupación por perderme la historia dejó paso a una combativa necesidad de defender mis derechos. Nadie me había dicho nada de un noruego. Teníamos entendido que solamente se le concedería a
La hora
el acceso a Ion Torgu. La posibilidad de otras partes interesadas nunca había formado parte de las conversaciones.

Nos dirigimos con lentitud hacia la entrada del bar.

—Supongo que existen destinos peores.

Emitió otra risa seca. Pareció percibir algo desagradable en la expresión de mi cara.

—Es nicotina, querida.

—¿Perdón?

—Mis dientes. Son manchas de nicotina.

—Oh no… lo siento. Ni siquiera me he dado cuenta.

—Por supuesto que se ha dado cuenta. Es usted periodista, ¿no? Estaba mirándome, ¿verdad? Señorita Evangeline Harker.

El hombre se detuvo y me saludó con una ligera inclinación de cabeza. Yo le pedí a Dios no haber, en esos pocos minutos, añadido un insulto al desaire, no haberle humillado al mirarle los dientes después de haber llegado tan tarde. A primera vista, aparte de la extrañeza general de su cabeza y de sus facciones, parecía bastante normal, pero cuando se incorporó después de la reverencia, percibí otros detalles que me inquietaron. Llevaba un traje blanco con una camisa de color azul oscuro y abierta a la altura del cuello, una vestimenta más apropiada para un paseo por el Caribe que para una tarde de otoño en las montañas. Hubiera dicho que llevaba una talla demasiado pequeña. El borde de los pantalones dejaba al descubierto un centímetro de los calcetines azules. Los puños azules de la camisa sobresalían de las mangas de la chaqueta, y sus enormes manos rosadas como jamones se unían a unas muñecas que sobresalían de los puños. Hacía tiempo que no se había limpiado los zapatos. La superficie de los mismos tenía cierto aspecto de pobreza, como si hubiera vivido mucho tiempo sin tener la posibilidad de mejorar su guardarropa, pero al mismo tiempo percibí en él una fuerte seguridad, la clase de seguridad que proporciona el hecho de tener una buena situación económica.

Su observadora mirada no sugería vulnerabilidad. Se llevó las manos a ambos costados del cuerpo. Parecía esperar alguna señal.

—Estoy a su disposición -dije.

—Maravilloso. — Sus labios dibujaron una sonrisa. La sinuosidad de los mismos resultaba inquietante. Caminamos hasta el bar-. Quiero tener una larga conversación con usted. Quiero que compartamos una conversación. ¿Es correcto, en inglés, «compartir una conversación»?

—Casi. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿Cuál?

—¿Cómo se llama?

—Torgu. — Creo que abrí mucho la boca, y él se dio cuenta de mi sorpresa. Hizo una ligera mueca, como si su propia fama fuera una mortificación para él. Pero no pude ocultar mi sorpresa. Torgu, Ion Torgu, era una figura mítica. Algunos altos cargos del FBI me habían dicho que era posible que él no existiera, que quizá no era otra cosa que el nombre clave de un consorcio de organizaciones criminales rumanas. En el primer intercambio de correos electrónicos, N. Olestru había expresado sus dudas acerca de la posibilidad de conocer al hombre en persona, a Torgu. Describió a su
chief
(jefe) como una criatura que se escondía del ojo público igual que un animal salvaje se esconde de la civilización. Y a pesar de ello, ahí estaba, el mismísimo Torgu en persona. O eso era lo que afirmaba ese hombre bajito y extraño.

Me examinó con los ojos achicados.

—¿Está usted desconcertada?

—Si le digo la verdad, me siento complacida y honrada.

Ese comentario le provocó un placer evidente. Por un momento sentí escrúpulos de decirle algo así a un señor del crimen, pero me recordé a mí misma que tenía un trabajo que hacer y determinadas herramientas para hacerlo, entre las cuales se contaba el halago.

Me condujo a la entrada del bar del hotel, vacío excepto por el barman y una camarera. Ambos observaron a Torgu, pero él les ignoró. Acercó un asiento para mí hasta la mesa más alejada del bar.

—¿Qué quiere beber? — preguntó, apoyando los diez dedos de la mano encima de la mesa, delante de mí. Sus uñas tenían el mismo tono oscuro que sus dientes.

—Un agua mineral estará bien.

—Tome alcohol.

Tuve que reír.

—Si insiste…

—¿El vino húngaro le parece bien?

Hice un gesto indicando que sí. Mi bloc de notas y mis bolígrafos estaban arriba, con el resto del equipaje. Él se dirigió al bar y pidió una botella de tinto.

—Su viaje requirió más tiempo del esperado -dijo, al volver. Se sentó enfrente de mí. Yo abrí la boca para disculparme, pero él rechazó mi impulso con un gesto con la mano-. No es culpa suya. Me entristece decir que Rumania todavía no tiene una red nacional de carreteras.

Hacía demasiado calor en el bar. Sentí que la languidez se me instalaba en las piernas. Tuve ganas de tumbarme. Las raras veces que me pongo así, me da por hablar, aunque no quería hacerlo. El alcohol casi nunca ayuda.

—Una procesión por un funeral nos retrasó -le dije, sin ningún motivo.

—¿Nos?

—A mi compañera de viaje y a mí.

Volvió a achicar los ojos y frunció los labios.

—Esa mujer, quiere decir. — Inclinó la cabeza en dirección al vestíbulo-. ¿Puedo preguntarle quién es? — Sus ojos buscaron los míos.

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