Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Julia llegó a casa y preparó el pollo que tanto les gustaba a sus hijos. Había llegado a las cinco y había ido directamente a la cocina. Después de preparar el pollo y de meterlo en el horno, bajó al sótano y se quedó mirando la caja de cartón que guardaba en el suelo de piedra del edificio con una ansiedad horrible. De joven, le gustaban mucho las bombas; tenía que admitirlo. A otros jóvenes les gustaban las bengalas, pero a ella siempre le habían gustado las cosas grandes. En la caja había seis barras de C-4 de un metro ochenta de largo envueltas en papel marrón. En un saco que se encontraba al lado de la caja había un surtido de mechas.
Flerkis la había puesto en contacto con un hombre más joven que él, un sobrino, que resultó que tenía un equipo de C-4 disponibles para situaciones urgentes. No era algo hecho expresamente para ella, y eso no le gustaba, pero tendría que ser suficiente. Julia ya había superado su época de admiración por el C-4. Todos los veteranos de Vietnam a quienes había conocido adoraban los C-4 y los utilizaban para todo: para calentar la comida, para tumbar árboles, para hacer volar las minas.
En esa maniobra en su lugar de trabajo, que todavía estaba a medio formarse en su mente, Julia pensaba colocar una barra, quizá dos, encender la mecha y correr. No le contó nada acerca de sus planes al sobrino de Flerkis, y él lo prefería de esa manera. Era el juego de siempre. Él no garantizó nada, pero le dedicó una esperanzadora sonrisa. Julia le ofreció la mitad del precio; él quería sacar eso de su casa. Salió el tema del almacenamiento. Ella no quería tenerlo en el mismo edificio en que se encontraban sus hijos. El parque que había al otro lado de la calle sería suficiente, a no ser que un vagabundo tropezara con los explosivos y los hiciera desaparecer o los hiciera estallar. Ninguno de sus antiguos amigos radicales la ayudaría. Hacía mucho tiempo que las redes clandestinas habían dejado de ser operativas.
Después de esa insólita conversación con Evangeline Harker en el pasillo, no había mucho más que decir. Era obvio que la chica había sido violada por su mutuo enemigo y que el trauma la había dejado sin capacidad de hablar. No sería adecuado que una mujer en ese estado guardara unos explosivos.
Julia tendría que dejarlos en la oficina. Se puso unos guantes y colocó el paquete al fondo de una bolsa de la compra. Echó encima una camiseta de color naranja y un pantalón de deporte, como si fuera una mamá de la ciudad que se iba al trabajo a hacer unas horas extras. En el último minuto, dejó la bolsa en el vestíbulo del edificio de su casa, ante los ojos vigilantes del portero, y corrió escaleras arriba a apagar el horno. Luego volvió a bajar, recogió la bolsa, se puso unas gafas de sol compradas allá por 1975 y salió al calor de la tarde.
Lección de historia
22 de mayo,
medianoche
E
l personal médico ha venido y se ha ido. Las puertas y las ventanas están cerradas. Todavía estoy vivo. He bebido demasiado vino tinto.
Pero debo tranquilizarme y ordenar las ideas. Me he reunido con el hombre.
Llegó la hora. Un denso silencio cayó sobre la planta veinte. Yo le había dado la mañana libre a Peach y envié a los ayudantes de la oficina de recepción a realizar varios recados. La mayoría de productores y corresponsales que se encontraban al otro lado del Atlántico todavía no habían vuelto para la gran reunión. El resto se sentían demasiado incómodos con la atmósfera que había en la planta y con la sensación de que se aproximaban malas noticias por parte de la cadena, así que se mantenían a distancia. Francamente, yo había subestimado la importancia del malestar. Esperaba que hubiera más gente allí.
Cinco minutos después de las once, la puerta de la oficina de Prince se abrió un poco. Oí el sonido de una prolongada respiración y creí que vería a mi viejo amigo que, finalmente, habría recuperado la razón. Pero no era Edward Prince. Era otro hombre, el más extraño que haya visto nunca. ¿Qué era lo que lo hacía tan extraño? Antes de responder esta pregunta, debo dejar claro que su profunda fealdad era la menor de sus cualidades objetables. Su fealdad le hacía humano. Tenía los dientes negros como el carbón, pequeños, como los guijarros sobre un mar de lava que vi una vez en Catania, metidos en unas fauces que mostraban unas encías visiblemente hinchadas y de un color gris yeso. Si uno se imagina ese negro mar de lava poblado de restos de peces muertos, se hace a la idea del efecto que tenía. Su cabeza era gruesa, mejor dicho, densa. Era una cabeza enorme encima de un cuerpo pequeñísimo. Pero no era una cabeza hinchada, ni regordeta, ni abotargada. Era enorme y reposaba sobre un tronco que se reducía hasta la nada. Tenía los ojos enrojecidos, pero ¿y qué? Los míos también lo están. Su vestimenta me desconcertó: una chaqueta deportiva pasada de moda, si se puede llamar así, demasiado pequeña a la altura de los puños y de los dobladillos, sobre una camisa azul oscuro; una ropa incongruente que parecía arrancada del cuerpo de otro ser humano. El pelo, ralo, rubio y rizado, coronaba ese cráneo que parecía una roca. En los tobillos llevaba unos calcetines de color azul oscuro.
Cuando entró en mi oficina sentí que me embargaba una tristeza íntima que casi me hizo caer de rodillas. Me es muy difícil explicar la naturaleza de este efecto, pero lo puedo describir con precisión. No había forma de confundirlo.
Trajo con él la atmósfera de mi propia y peor historia; entró -¿cómo podría definirlo?— como en un limbo de dolor plagado de torturas y asesinatos que se me hizo inmediatamente accesible, completamente tangible, como si yo pudiera alargar la mano y tocarlo, como si él llevara puesto un caro abrigo confeccionado con la piel de seres humanos torturados. Y cuando abrió la boca, supe que iba a ser peor. Le corté con una pregunta directa:
—¿Dónde está Edward Prince? ¿Qué ha hecho con él?
Me incliné hacia delante, sobre mi escritorio, no del todo seguro de si sería capaz de soportar lo que él pudiera decirme. Él tembló, como si hubiera sentido una punzada en el corazón, buscó apoyo en la pared y señaló hacia la puerta de la oficina de Prince.
—Véalo usted mismo.
Alarmado, me levanté rápidamente de la silla y pasé por su lado hacia la puerta de su despacho. Al llegar a él me detuve en seco ante una visión tan propia de una pesadilla que, en comparación, hacía que Torgu pareciera estar en su sano juicio. Prince no estaba muerto. Por lo menos, no estaba inmóvil. Deseé que lo hubiera estado. Estaba vivo, pero estaba desnudo y arrodillado en el suelo delante de tres monitores de vídeo colocados sobre unos carritos, y no dejaba de manosear los mandos y los botones con una agitación salvaje. Yo no podía ver las imágenes de las pantallas, pero la habitación estaba completamente a oscuras y sí pude ver el reflejo de una pantalla estática en la piel de su espalda desnuda. Le había crecido mucho la barba. La piel marchita y flácida reflejaba el brillo de las pantallas. Al verme casi no pareció reconocerme, pero sí habló:
—Oh, dios, el hijo de puta, el traidor, el asqueroso hijo de puta del universo traiciona nuestro acuerdo… Mira esto… por dios… por el amor de dios… ¿vas a mirar?
Esta última palabra fue pronunciada con un énfasis especial. No era una sandez. Prince quería, de verdad, que yo mirara las imágenes de los monitores y, aunque yo nunca había deseado más darme la vuelta y marcharme -nunca he creído aquello de que somos los guardianes de nuestros hermanos-, di un paso hacia la oscuridad y me aproximé, centímetro a centímetro, vigilando un posible asalto o ataque por parte de una persona que, era evidente, había perdido la cabeza. Llegué a un punto que me ofrecía un ángulo adecuado para ver, lateralmente, uno de los tres monitores. Él acarició con los dedos las tres pantallas y yo vi qué era lo que le provocaba ese diabólico delirio. Ya no me quedaron más dudas acerca de su salud mental. Edward Prince, mi rival y amigo sólo en los buenos momentos, se había perdido en sus sueños y nunca volvería. En la pantalla se veía una escena habitual de la sala universal: dos sillas desocupadas, dos botellas de agua a su lado, sin cámaras a la vista, y una librería falsa de fondo. No había audio, o él lo había apagado, y yo no tenía ninguna intención de pedirle que lo pusiera. Me quedé mirando un rato. Finalmente, le hice la pregunta:
—¿Qué es, Ed? ¿Qué es tan terrible?
Él giró la cabeza hacia mí y me miró con la boca abierta. Sus dientes también habían adquirido un tono azulado, como los de Stimson Beevers. Yo fruncí el ceño, intentando extraer algún significado.
—¿Que qué es tan terrible?-chilló-. ¿Que qué es tan jodidamente terrible? Que no estoy ahí, vieja víbora atrofiada.
Yo no le comprendí, y ya había tenido bastante, así que empecé a darme la vuelta pero, mientras lo hacía, vi en la pantalla una cosa que me he negado a creer hasta este momento. Me digo a mí mismo que ese fenómeno fue una sugestión que me provocó el mismo Prince y que me pareció real a causa del extraño comportamiento de Torgu, pero ahora intento dejar constancia de todo eso tal y como lo experimenté. En resumen, vi en la pantalla el movimiento de una de las botellas de agua, desde el suelo de la sala universal, que subía por el aire y que volvía a bajar. Alguien bebía de esa botella. Esa persona no había sido registrada por la lente de la cámara. Esa persona, creí -lo sé-, era Edward Prince. Salí corriendo del despacho, tapándome los ojos con las manos, y entré en mi oficina, donde Torgu había ocupado el sofá.
—La vida es una decepción -murmuró-. La muerte no es diferente.
Sentí el impulso de golpearle, pero perdí el valor. Tuve miedo de que él empezara a hablar otra vez y, en mi debilidad, no pudiera soportar el sonido de su voz. Además, parecía que la cabeza de ese hombre creciera ante mis ojos, como una planta que se alimentara de sangre. No sé por qué. No puedo explicar una percepción como ésa si no es diciendo que sucedió de verdad, que parecía que su siguiente actuación requiriera una ampliación de los límites físicos de su enorme cráneo.
—¿Qué ha hecho?
—No he hecho nada. Él está molesto por los términos del acuerdo que él mismo propuso.
Yo me encontraba a un metro y medio de distancia, pero su nauseabundo aliento me asaltó. Y cada vez sentía con más fuerza otro efecto de su presencia. Me pareció, a pesar de que no había evidencias visibles de ese hecho, que ya no estábamos solos en esa oficina. Si uno ha estado alguna vez en una habitación en un día cálido y ventoso, con las ventanas abiertas y los papeles volando por todas partes empujados por la brisa, entonces puede hacerse la idea. Pero estábamos en la planta veinte y mi ventana, un panel de tres metros y medio de plexiglás, no se podía abrir. En esa habitación no podían entrar ni el viento ni la lluvia y, a pesar de todo, algo había entrado. El estaba sentado en el sofá, en medio del torbellino. Entonces me di cuenta de que había traído un pequeño cubo, un balde metálico, y que de dentro del mismo sobresalía el mango de algún instrumento. Ese cubo se encontraba a sus pies.
Me acerqué tambaleándome al escritorio y me apoyé en él, como si eso pudiera ayudarme.
—¿Qué acuerdo?
—Le dije que viviría eternamente si bebía la sangre que es mi ofrenda, y él entendió la inmortalidad en un sentido muy distinto y se imaginó a sí mismo en la pantalla para siempre. No puedo imaginar una forma menos edificante y menos valiosa de inmortalidad, así que no me molesté en hablarle del efecto secundario.
Confieso que en ese momento empecé a comprender qué quería decir, y creí en esa explicación. Ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de lo ridículo y absurdo que fue hacerle esa proposición, pero voy a dejar testimonio de ello en aras del rigor periodístico.
—El efecto secundario. — Repetí sus palabras para darme valor.
—Nosotros, quienes reunimos las historias, no podemos ser captados por ninguna tecnología conocida por los hombres.
En el cajón a mi derecha tenía guardado un abrecartas. Ya no podía permitir que continuara vivo.
—Por una cámara, quiere decir.
—Nunca más -susurró Torgu-. Para él, eso ha terminado. Para usted también. Usted está a punto de empezar a informar de una historia mucho más grande que cualquiera de las que haya informado antes. ¿Sabe usted que Stalin mandó a la muerte a trece mil de sus propios soldados en Estalingrado durante el asedio de esa gran ciudad? Tendrá acceso a ellos. Confío en que usted asumirá esta responsabilidad con mayor dignidad que su colega.
Me empezaron a temblar las piernas. Le creí, lo confieso. La idea de realizar esas entrevistas de verdad me seducía. Me peleé con el cajón: él no debía volver a abrir la boca. Me daba cuenta de que si lo hacía, eso significaría mi muerte. Agarré el abrecartas: un punzón de acero. Pero era demasiado tarde. Él habló. Lo que dijo me dejó helado.
—Por cierto, he hablado con su tía abuela.
—¿Con quién?
—Esther, Frau Von Trotta. He visto a Esther.
El abrecartas se convirtió en un pedazo de hielo: me mordía los dedos, así que lo dejé caer sobre el escritorio, donde golpeó un vaso de plástico con café y el café manchó todos los papeles. Miré hacia atrás, al otro lado de la ventana de mi oficina, buscando a Peach, a Bob Rogers, a cualquiera que pudiera confirmar que eso estaba sucediendo de verdad. Esther, mi tía abuela Esther, muerta hacía más de sesenta años, desde julio de 1942, para ser exactos, año en que ella y sus cuatro hijos, incluido un bebé, fueron ejecutados por unos miembros de la primera compañía del batallón 101 de la policía de reserva alemana. Mi hermana había conseguido obtener unos documentos de ese batallón que pertenecían a un historiador, un viejo amigo de la familia, y ambos leímos, con aguda incredulidad, los testimonios en primera persona de los participantes en la matanza. Por supuesto, no sabíamos con seguridad cómo Esther había encontrado su muerte. Su nombre no se mencionó. Pero ella y su familia se encontraban entre los mil ochocientos judíos que vivían en el pueblo, y nadie había visto ningún documento con su nombre nunca más. Su esposo, mi tío abuelo Jozef murió en el campo de concentración de Belzec. Eso sí lo sabíamos, pero nada más.
Lo que sigue es un insulto al sentido común, lo confieso de antemano. Pero este testimonio no tendría ningún valor si yo falseara la relación de sucesos. Ese hombre, en mi oficina, empezó a llenar las lagunas de la historia, y juraré hasta el fin de mis días que lo hizo con voz de mujer, de una mujer a quien yo nunca había conocido.
Yo intenté evitarlo:
—Es un canalla -le dije con la mandíbula apretada.
—Estaría mal que no le contara lo que ella me dijo.
—Cierre la boca.
—No es mi boca -murmuró-, sino la de ella, y usted es el único miembro de la familia vivo con quien ella ha tenido ocasión de conversar.
Me quedé de brazos caídos escuchando ese testimonio, aunque me temo que la emoción y el respeto que siento por los muertos no me permiten ofrecer ni siquiera unos retazos de lo que él contó en su largo e ininterrumpido discurso. Aquí debo detener mi deber de información periodística. Solamente puedo decir que era una narración verdadera de una madre que había presenciado la muerte de cada uno de sus hijos antes de que le llegara la suya. Solamente puedo decir eso. Narraciones como ésa vienen a nosotros en cantidades enormes; se encuentran en los archivos y en las pantallas. Ella suplicó por sus vidas en alemán. Suplicó por su propia vida en alemán. Se le permitió vivir el tiempo suficiente para presenciar la agonía de muerte de su hija mayor. Alguien se había quedado sin munición. Esto me lo dijo una voz al oído, y la voz vibraba con dos notas contradictorias: por un lado, imploraba mi atención; por otro lado, estaba tan atrapada en su propio horror que no me hacía ningún caso. Eso es lo que ofrece el monstruo. Esa es la naturaleza de ese ataque químico y biológico, una forma de conocimiento que es más devastadora que una dosis de gas sarin. Al final, mi tía abuela creyó que estaba soñando.
No sé cuánto hace que ese sacrilegio terminó. Lo peor de todo era que yo deseaba tener esos testimonios. Yo deseaba oírlos. Deseaba saber. Quizás él esperaba que yo caería a sus pies y le rogaría piedad. Yo estaba enfermo, es verdad, me daba cuenta de que la tensión me había subido y mi espalda había vuelto a provocarme la vieja agonía. Iba a morir en esa oficina, como tantas veces había jurado que haría, pero no de la forma en que lo había imaginado. Moriría a causa de la conmoción de conocer la insoportable historia de mi propia familia. Que así fuera. Pero mi furia excluía la posibilidad de estar incapacitado. A pesar del estado en que me encontraba, esa apropiación de la muerte de mi tía me imbuyó con la fría determinación de acabar con él. Agarré el mango del abrecartas y esperé a que se me pusiera al alcance.
—Hay otros -dijo él, levantándose-, pero los oirá después, los oirá por usted mismo. Ya no es un trabajo exclusivamente mío el comunicar esta información, gracias al cielo. Vamos a cambiar el mundo.
El aire soplaba con una extraordinaria fuerza. Quizá surgiera desde mi escritorio, como si le abriera camino. Su cabeza se resistía contra esa tempestad. Pareció que sus pupilas se achicaban y que sus órbitas brillaban con un blanco vivido. A pesar de su inmenso poder, el hombre parecía estar seriamente enfermo, pero no me refiero a la forma en que algunas personalidades monstruosas a menudo parecen sufrir alguna enfermedad. No, Torgu tenía una aspecto enfebrecido e inestable que asocio con la falta de descanso o con la convalecencia después de una enfermedad que ha hecho estragos. Además, el tejido de su traje estaba manchado a causa de Dios sabía qué horribles prácticas y delataba un estado de pereza degenerativa, como si ese hombre ya no fuera capaz de cuidar de sí mismo. Padecía una enfermedad contagiosa que iba a contagiar al resto de la especie. Dio la vuelta a mi escritorio, como un acólito del mesmerismo, llevando el cubo que contenía ese instrumento, que yo sabía que era un cuchillo. Pero él estaba repleto, hinchado con la energía de sus seguidores. Se me encaró: casi un gigante, ¿o es que yo estaba menguando? Se me acercó hasta casi menos de un metro de distancia. Yo le clavé el abrecartas en la garganta, pero él volvió a hablar con el acero clavado en la tráquea.