Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Nuestra conversación terminó igual que había empezado. Él se levantó del sofá, volvió a proponerme que desolláramos a Lockyear mientras tomábamos unas copas y se fue. Al cabo del tiempo se convirtió en productor, y nos hicimos amigos.
Su oficina se encontraba en un cruce entre la luz y la oscuridad, en un lugar donde todavía llegaba la luz natural del sol sobre el río, pero cerca del punto donde comenzaba uno de los cavernosos pasillos centrales. La oficina tenía una ventana que daba sobre las aguas. Desde allí no se veía el World Trade Center, y por eso me gustaba. Cuando nos trasladamos de nuevo a la planta veinte, empecé a pasar mucho tiempo allí. Era natural para mí entrar en su oficina y encontrarle vivo. Nuestras oficinas se habían vaciado al mismo tiempo. Me vino una idea egoísta: él había renunciado a su vida para cuidar de la mía. Querido Ian. El debería haber dirigido
La hora,
era lo mejor que
La hora
tenía. Levanté la mano para llamar, pero dudé. Desde la izquierda y la derecha llegaba la luz del sol que entraba por las otras oficinas y la planta tenía un aspecto luminoso, como si flotara encima de una brillante nube.
Llamé. No respondió nadie, pero la puerta se abrió un poco. Acerqué la oreja y no oí nada excepto la máquina de interferencias. Las voces de mi cabeza parecieron remitir un momento, o las noté menos.
Era posible que entrar en su oficina me hiciera daño. Quizá me haría más daño de lo que yo imaginaba. ¿Y si no había ni rastro de ese hombre que yo había conocido y a quien había querido? Hacía meses que había otro productor sentado en su silla. Escuché el ritmo de la máquina de interferencias. Ian nunca había tenido una máquina de interferencias: las encontraba ridículas.
Abrí la puerta. Había un hombre sentado ante el escritorio, de cara a la pantalla del ordenador.
—Lo siento mucho -tartamudeé-. No pensaba que encontraría a alguien.
Él se dio la vuelta y se levantó.
—¡Line!
La conmoción me dejó clavada en el suelo. Iba vestido como siempre, con una camisa blanca almidonada, una corbata roja, una chaqueta azul y tirantes. Llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás. Qué alegría de hombre. Hacía sonreír a todo el mundo con sólo mirarle, era un gallo benevolente. No había ninguna crueldad en su vanidad, ésa era la clave, el hoyuelo de la barbilla delataba que no tenía ningún falso sentido de la rectitud. Se reía de sí mismo.
Yo hacía broma y le decía que se lo había hecho con cirugía plástica, y él respondía que mis grandes ojos sólo podían ser el resultado de una inseminación alienígena en un laboratorio gubernamental de Nevada.
Y allí estaba, con su elegante chaqueta.
—Oh, Ian -dije.
—Dame un abrazo, Line.
Solamente Ian me llamaba de esa forma. Tuve una absurda sensación de que mis brazos le atravesarían, como si estuviera hecho de aire, pero le abracé y tenía consistencia. Sentí una gran felicidad. Él me condujo hasta el sofá y me hizo sentar.
—Te has vuelto una mujer de pelo rizado -dijo-. No digo que sea algo malo, pero es sorprendente. Siempre has sido la mujer de pelo menos rizado de la planta. Tu carencia de rizos era casi extraña.
—Eres muy raro, pero gracias.
—De nada. Dios, es fantástico verte, Line. Line, Line.
—Llámame por mi nombre de verdad por una vez.
Él sonrió.
—Dios, no. Tus absolutamente agnósticos padres deberían ser ejecutados por ponerte ese nombre. Y ni siquiera es por como se pronuncia el nombre en la canción.
Y cantó, igual que había hecho tantas otras veces: «¡Evangeline, la del Maritime, se está volviendo loca poco a poco!». Habíamos tenido esa misma conversación muchas noches, borrachos, en muchos bares del centro de la ciudad.
—Lo hecho, hecho está, Ian.
—¿Es eso lo que dijiste después de matar a tu amiga?
Esas palabras me atravesaron. Quería responder. Tartamudeé.
—Tú, tú sabes…
—Por supuesto. Pero nos estamos saliendo del tema. Estos rizos nuevos tuyos son muy atractivos, muy sexy. ¿Le molan a tu cocinerito?
Esa pregunta no era insustancial. Sonaba insustancial, pero no lo era. En cuanto yo me pusiera seria, él también lo haría. Así era él.
—Él no está muy bien, Ian.
Se oyó un suspiro, como el del aire acondicionado. Me puso una mano en el hombro.
—Lo vi -dijo-. Vi lo que le hicieron. Yo estaba allí.
—¿Le hicieron? — Ese fruto de mi imaginación me estaba ofendiendo profundamente-. Intentó suicidarse. Deja de ser mezquino.
Me dirigió una mirada que me hizo saber que yo estaba equivocada.
—Ellos son como tú. Le sangraron, Line. Pero no le mataron.
Se me quedó la mente en blanco.
—¿Quiénes?
—Tus amigos -dijo Ian.
Miré un largo rato a ese fantasma y dije:
—¿Sabes lo que me sucedió, Ian?
—Lo he oído decir -dijo-. Te llama La puta de Babilonia, como si fuera un predicador de los viejos tiempos.
—¿Sabes lo que hice?
Su rostro adquirió una expresión triste. Un cierto alivio me atemperó la rabia. Alguien más lo sabía, aunque fuera solamente en mi cabeza. Él se señaló el pecho con un dedo.
—Me rompe el corazón.
—Me gustaría que no te hubieras ido.
Él sonrió con dulzura.
—No me he ido.
Me incliné y me llevé las manos a los ojos. Lloré en sus brazos mientras él me acariciaba la nuca. Por una vez, habló en voz baja.
—Cuando la gente hablaba de escapar de sus vidas, yo no lo comprendía de verdad. Yo quería penetrar más. Nunca quise salir, ni por un minuto. Es un escándalo enorme que esté muerto.
El dolor me embargó.
—Pero tú también has cambiado, Line. Tú también has muerto.
—¿Sí?
—Absolutamente. Más de una vez.
—¿Soy un fantasma, entonces?
—Diablos, no. Algo peor.
—¿¡Qué!? — grité. De verdad quería saberlo.
—Eres aquello que antes llamaban una diosa, en el sentido más temible.
Esas palabras calaron en mí. Me tranquilizaron; eran muy propias de Ian. No tenía ninguna razón para creerle, pero me permití creer que él existía y que tenía una sabiduría especial. Me senté y él me ofreció el puño de su camisa para que me secara los ojos.
—Tengo que preguntarte una cosa, Ian.
Él asintió con la cabeza, como si por fin hubiéramos llegado al tema de toda esa conversación.
—¿Me están esperando, verdad?
Él asintió.
—Son como gatos. Una vez les has dado de comer, nunca más se van. Siempre están ahí. — Se señaló el pecho-. Estarán ahí hasta el último minuto del último día. ¿No lo sabías? La planta veinte es su casa.
—El reino de Torgu.
—Él está utilizando sus deseos, y utiliza los deseos de todos aquellos que han sido destruidos. Está utilizando su deseo de ser escuchados. Todos los muertos quieren hablar, y él lo sabe. Conoce el terror que le tienen al silencio.
—Sé cómo destruirle, Ian.
—Sé que lo sabes.
—Pero quiero otra cosa.
—Ya.
—¿Eso está mal?
—Es horrible.
—Pero ¿está mal, si eso lo que soy?
—Ahora eres una asesina. ¿Qué te importa?
—Respóndeme.
—Es una elección. O te vuelves como él o dejas a los muertos con su tristeza.
Pensé en Clemmie, otro fantasma con quien había mantenido una conversación, aunque «fantasma» parecía una palabra grosera e inútil. Comprendía por qué ella había venido a mí. Yo fui su amante y su asesina. Albergaba agravios. ¿Por qué hablaba Ian? Yo no había bebido su sangre. Quizás otras leyes gobernaban a los muertos. Volví a hablar:
—Una vez le dije a un amigo que los muros entre las cosas se habían vuelto muy delgados, que yo podía alargar la mano y entrar en una nueva realidad. Y eso es lo que he hecho, ¿verdad? He salido de una realidad y he entrado en otra en la cual tú todavía estás vivo. He atravesado un muro.
—Has atravesado varios.
Comprendí que la voz de mi cabeza, las imágenes de mi mente, habían desaparecido. Eso me hizo sentir suspicaz.
—¿Cómo es que estás hablando conmigo? ¿Eres uno de los de Torgu?
—En esta planta todo se mueve de un pasillo a otro. Los muros se han desvanecido. Los muertos caminan al lado de los vivos, y los vivos lo notan, lo oyen, lo perciben, lo absorben, aunque todavía no puedan verlo. Pero lo harán. Todo está confluyendo. Es por eso que has llegado aquí con tanta facilidad, Line. Es el desmoronamiento fundamental. Esta es tu oportunidad. Destruye a Torgu y dejarás a los muertos solos con ellos mismos. Estarás liberada. Síguele y te perderás por completo. Te convertirás en él. Serás peor: la reina de los condenados.
Se pasó una mano por el pelo: la primera señal de ansiedad.
—Él ha venido aquí por ellos. La muerte atrae a la muerte, ése fue el impulso original. Pero tú también le atrajiste. Le incitaste, diría. He oído la historia: él se la cuenta a los muertos como si fuera un cuento infantil para dormir. Dice que utilizaste tu carne para hacer una obscenidad contra su dignidad, y que eso no podía perdonarse. Esa historia aterroriza a quienes la escuchan. Él se ha vuelto un poco loco después de siglos de soledad, de mínimas ganancias allí en la cima de su montaña. Es un verdadero quejica. Yo le oigo por la noche, cuando la oficina está vacía. Las montañas se han despoblado y él estaba cansado de esperar. Así que ha venido aquí, con tu ayuda, ha venido a un lugar donde puede sentirse realmente cómodo, un lugar que se encuentra aliado de un gran agujero en el suelo donde murieron miles de personas. Es un lugar repleto de muertos, y él quiere utilizarlo para traer sus ejércitos al mundo. Quiere traer sus historias a la existencia. Sería más sencillo pensar en él como en el más extraño aspirante a famoso del mundo. Rumania era un mercado demasiado pequeño, un segmento de mercado, así que se ha trasladado y ahora se afana en conseguir tanta atención como sea posible. Y cuando lo consiga, los muertos habitarán en nosotros para que podamos conocer su violencia. Entre nosotros existe un dicho: «Después de la última palabra llega la tormenta. Ahora es el momento de la última palabra».
—Pero ¿qué pasará, Ian, si vienen? ¿Será tan malo?
Él me clavó una mirada de advertencia terrible: era la primera vez que le veía verdaderamente enojado conmigo.
—Si vienen, la carrera ha terminado. Perderemos la única bendición que tenemos, nuestra capacidad animal de olvidar. Aquellos que viven para los muertos, no importa lo que te digan, se convierten en muertos. Los últimos supervivientes, sumidos en el recuerdo de la sangre, se desmembrarán los unos a los otros.
Me salió una objeción inesperada.
—Dios me perdone, Ian, pero ¿no hay algo profundamente hermoso en eso?
Él sonrió sin alegría.
—La exquisita belleza de un edificio en llamas.
Yo empezaba a despertar, o bien él empezaba a estar listo para marcharse. Alargó una mano hacia mí, invitándome a levantarme.
—¿En qué personas puedo confiar? — Le estaba perdiendo, como se pierde una voz que se difumina en el zumbido de la línea telefónica.
—Nadie puede ayudarte. Austen Trotta ha hecho unas cuantas cosas inteligentes durante estos años, pero esto está fuera de su terreno. Aunque le contaras lo que sabes, no te creería. ¿Me comprendes?
—¿Stim?
Los ojos de Ian se mostraban tristes y exasperados al mismo tiempo.
—Él es como tú.
Mi dolor comprendió la verdad. La furia me inundó.
—Él atacó a Robert.
—Torgu va a asesinar a todas las personas de esta planta. Va a cortar todas las gargantas. Y luego abrirá la puerta y dejará entrar a los muertos. Ha llegado el momento de ser decididos. De hacer lo adecuado, ¿me oyes? — Ian abrió la puerta para salir. Yo me quedé dentro, como si algún peligro acechara fuera.
—No voy a hacerlo otra vez, Ian. No voy a bailar para él.
Él desapareció en la luz del sol. Yo me quedé sola en la oficina.
Señor: He tenido un encuentro alarmante, y será mejor que usted lo sepa. Ha sucedido hace media hora. Después de haber acordado la reunión con Trotta me he dedicado a mis tareas habituales, guardar cintas, ordenar los archivos y solicitar licencias, aunque debo decir que a finales de mayo todo es lento e incluso los productores asociados se encuentran con la falta de actividad. De todas formas, tenía un par de cosas que hacer en la lista del año que viene, así que he continuado. He colocado un lector de vídeo en mi escritorio y he empezado a visionar cintas de los Juegos Olímpicos de 1972 en Múnich. Entonces ha sido cuando ella se ha presentado, Evangeline Harker. Ha sido un ataque. Ha empezado a tirar las cintas de vídeo por todas partes, dando manotazos al material como si fueran moscas, y ha montado un follón increíble. Nadie ha venido a rescatarme. Los pasillos estaban vacíos. Se ha quedado aquí, mirándome con los ojos encendidos. Sigue siendo muy guapa. Le he dicho que tuviera cuidado con las cintas y que si había dañado algún rollo, yo no podía hacerme responsable. Esa observación ha detonado algo en ella. Ha alargado la mano hasta el vídeo, ha apretado el botón de expulsión, ha sacado la cinta y ha estampado la máquina contra la pared. Quiero decir que literalmente ha levantado a peso la máquina, por encima de su cabeza, y la ha lanzado con toda su fuerza contra la pared de enfrente. Era el turno de que me encendiera yo.
—Pero ¿qué te pasa? — he gritado, con la esperanza de hacer suficiente ruido para terminar inmediatamente con ese encuentro, pero tal y como le he dicho, la mitad del personal no va a volver hasta mañana, y no ha venido ni un alma. Voy a citarla textualmente. Ha dicho:
—¿Por qué?
En ningún momento me he sentido en la obligación de contestar, pero ella se ha negado a marcharse. Después de haber destruido el reproductor de vídeo, se ha dirigido hacia el televisor. Lo ha levantado y lo ha tirado al suelo. La pantalla se ha roto. Ha cogido las cintas de encima de mi escritorio y me las ha tirado a la cabeza. Nunca la había visto de esa manera. Los restos de mi antiguo sentido de la responsabilidad se han reafirmado, me avergüenzo de decirlo, y me he puesto emotivo.
Me gustaría detenerme un momento y defenderme un poco. Se lo estoy contando todo porque sé que usted me lo va a sacar de todas maneras, pero también quiero recordarle mi absoluta lealtad hacia usted. No tengo por qué contar nada. Podría hacer que se esforzara por sacármelo, pero no es eso lo que está sucediendo. Estoy ofreciendo esta información de forma voluntaria. Ella me ha abofeteado y ha estallado en lágrimas.