Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
No dice nada, pero come copos de avena cada día y se toma una o dos copas de vino moldavo. Su padre la está esperando al otro lado de las puertas del convento para llevarla a casa; duerme en una granja adyacente a sus muros. Por primera vez en muchos meses me siento optimista, una sensación ligeramente exótica.
14 de febrero
Un día de San Valentín horrible. Fui a ver al prometido de Evangeline, que se encuentra en la unidad de cuidados intensivos de la clínica Monte Sinaí. Casi puedo imaginar cómo es su repostería, más deudora de la tradición francesa que de la centro europea, más afrutada, mucho menos cremosa y azucarada, aunque hago excepciones con la calidad. Se recupera despacio, pero su familia insiste en que vaya a visitarlo en cuanto recupere el conocimiento. Me han pedido que esté allí para darle las noticias sobre Evangeline. Yo dudé, por supuesto. El hecho de que Evangeline haya sobrevivido levantará los ánimos de ese chico dentro de un tiempo, pero a corto plazo, a causa del desastroso estado en que se encuentra -es un suicida frustrado a punto de tomar conciencia de su acto desesperado- no hay forma de saber cómo reaccionará. Los sentimientos de culpa y de rechazo pueden dar lugar a giros insospechados. En cuanto entré en la habitación, supe que vivía un momento espantoso. En primer lugar, ese chico se había convertido en un espectro. Le habían atado los brazos a los hombros, la piel tenía un tono azulado pálido y las ojeras debajo de los ojos acentuaban su estado ruinoso. La última vez que le había visto tenía un aspecto de estrella de cine, pero desde entonces se había hundido hasta un punto que rozaba la muerte. Me vino la idea de que, en verdad, había muerto y lo habían devuelto a la vida por medios nauseabundos. Un olor a muerte impregnaba la habitación. Su familia estaba alrededor de la cama, vigilando el suero, colocando bien las almohadas; se mordían las uñas. Había algo en esa escena que me hizo recordar a Edward Prince.
Sus padres levantaron la mirada, presas de la aflicción, cuando entré en la habitación. Me expresaron con torpeza un innecesario agradecimiento por dedicarles mi tiempo y yo intenté tranquilizarles. Nunca me había resultado menos importante la fortuita fama de mi profesión. Me acerqué hasta la cama y puse una mano sobre una esquina de la sábana. Le expresé mi admiración por su cocina y mi dolor por lo que había pasado.
—¿Se lo han dicho ya?-pregunté.
Ellos negaron con la cabeza. Me di cuenta de que la belleza le venía por el lado femenino de la familia. Una sólida estrella de David colgaba del cuello de la madre.
Expresé una opinión:
—Es mejor esperar, diría yo.
—No -dijo la atractiva señora.
—¿Seguro que está en condiciones de saber las noticias?
El padre miró a la madre y ella habló por ambos.
—Tenemos miedo de que, si no se lo decimos, se nos vaya. — Y rompió en sollozos.
Así que no había otra alternativa: tenía que hacerse. Ese pensamiento me generó una desagradable sensación en el pecho. Esa gente se sentía despojada. Yo debía ser el fuerte. Su hijo parecía un caballero medieval afectado por una enfermedad, como una de esas figuras talladas en piedra de las catedrales alemanas. Casi me imaginaba una espada a su flanco y unas ranas saltando desde su abdomen.
La madre se serenó y volvió a hablar.
—Él nos habló con mucho afecto de usted y de la manera en que usted trataba a Evangeline. Nos dijo que la trataba con respeto, a diferencia de otros que conocía. Usted es su corresponsal favorito del programa, por cierto.
Se le quebró la voz. Se hizo evidente que quería que fuera yo quien diera la noticia.
—No lo sé.
—Por favor -dijo el padre. Al fin una palabra.
Palidecí ante esa responsabilidad. ¿Y si él lo recibía mal? ¿Y si entraba en estado de conmoción?
—Llamemos a una enfermera -sugerí.
Los padres se miraron el uno al otro y luego dirigieron la mirada hacia mí. Lo comprendí. La enfermera les había desaconsejado que lo hicieran, y probablemente lo mismo había hecho el médico. Me desplacé hacia un lado de la cama, alejándome de la puerta. La madre empujó una silla en mi dirección y me sentí casi como un rabino. Si hubiera visto una mínima expresión de duda, me habría sentido más seguro. Muy pocas veces en mi vida, excepto por las incontables decisiones instantáneas que he tomado al servicio de la cadena, me he visto en la obligación de actuar de forma tan rápida y decisiva en un asunto humano tan delicado. Supongo que el destino me ha ahorrado esa responsabilidad hasta que llegara el momento definitivo. Era como si ese hombre y esa mujer esperaran de mí que hiciera levantar a su hijo de entre los muertos. «Soy judío, como vosotros -quería decirles-. Yo no hago esas cosas. Lamentación, sí; resurrección, nunca.»
Me incliné hacia el chico, acerqué los labios a su oído derecho y le susurré:
—¿Robert?
Movió los labios, pero no emitió ningún sonido.
—Robert -repetí-. Tengo muy buenas noticias. Me gustaría que tuviéramos tiempo para que te prepararas para oírlas, pero tus padres están ansiosos de que las conozcas. ¿Estás preparado para oírlas, Robert?
Pensé que aunque sólo fueran unos cuantos segundos, quizá consiguiera prepararse para la conmoción. Volvió a mover los labios y me pareció que susurraba una o dos sílabas. Pero no se entendió nada.
—Está viva -dije.
El grito surgió como una prolongada erupción. Los padres se alarmaron. Las enfermeras acudieron corriendo a la habitación y empezaron a inspeccionar los tubos.
—Por dios, ¿qué ha pasado? — chilló la madre.
Yo me batí en una rápida retirada: salí casi corriendo del Monte Sinaí y llegué a una cafetería griega de Madison, donde me encuentro ahora, tembloroso, después de haber conseguido encender un cigarrillo con grandes dificultades y de que el capullo asesino de turcos que posee el local me haya amenazado con echarme, como si yo fuera un vagabundo sin techo. No me ha reconocido en absoluto. Ni yo me reconozco a mí mismo.
14 de febrero,
más tarde
«Todo bien, Trotta, todo bien.» Eso es lo que me he estado diciendo todo el día: todo está bien y va a seguir así.
Al menos eso parece. Hace unos momentos, ya en casa, justo cuando había apagado el televisor, los padres han llamado. Era la madre, llorando de alivio. Su hijo había estado emitiendo sonidos de forma intermitente durante toda la tarde y había aterrorizado a los demás pacientes, hasta tal punto que habían tenido que trasladarle a una zona vacía del pabellón de afecciones gastrointestinales. Esta información me ha sido comunicada con una alegría inexplicable, y luego he averiguado por qué. Después de que le administraran unos fuertes sedantes, se calmó pero mantuvo los ojos abiertos y tomó unos sorbos de sopa, así que la enfermera afirmó que habían avanzado un poco. La madre del chico me ha dicho que ha empezado a mover los labios y, aunque no ha podido distinguir las palabras, el médico dice que eso denota cierta actividad cerebral y que el cerebro de su hijo está, finalmente, reaccionando.
Le he preguntado si había sido capaz de comprender algo de lo que decía y ella me ha dicho que casi nada tenía sentido, pero que les ha parecido oír que pronunciaba nombres de lugares y que, por lo menos una vez, ha oído el nombre de una ciudad: Nankín.
El camino para salir del infierno
J
ulia Barnes y Sally Benchborn se dieron cuenta del problema de inmediato, pero tenían otras preocupaciones. Era más de medianoche y un estado de ánimo irritado y pesimista se cernía sobre el proyecto; no en vano habían estado viendo la versión vigésimo séptima del perfil de un gurú de la salud que aconsejaba chocolate, a quien habían llegado a despreciar con todas las células de su cuerpo. Era un hombre esférico lleno de tópicos y ambas mujeres comprendieron con una frialdad cristalina que un minuto con él sería tolerable, pero que cualquier cosa más allá de eso resultaría una prueba insoportable. Preveían que al final del visionado se haría un silencio crítico. Se oiría el susurro de las hojas del guión en manos de Bob Rogers. Julia todavía conservaba heridas psicológicas del fracaso de su pieza sobre el actor británico y no podía pasar por lo mismo otra vez. No podía hundirse con otro barco.
Sally tuvo su habitual revelación filosófica de cuarto trimestre: ¿por qué todas las historias tenían que provocarle ese momento de disgusto consigo misma antes de convertirse en buenas? ¿Por qué se hacía eso a sí misma? Tenía un esposo rico en Westchester, podía dejar esa profesión y vivir feliz y en paz con sus tres hijos para el resto de su vida; podía volverse más activa en su grupo de las reconstrucciones bélicas. Pero la idea de desertar le provocaba mayores escalofríos que ese gurú de la salud.
Julia percibió la tormenta interna de su productora, y se intranquilizó. En eso había una trampa que le era conocida. Es su juventud Julia había soñado con la revolución, había practicado sexo en grupo y había llevado armas. Había sido uno de los miembros fundadores del Colectivo de Cine de Mujeres y una fugitiva de la justicia. Había escapado a la policía federal. Sus hijos no lo sabían, pero su esposo sí. Julia no echaba de menos esos tiempos; no era algo que se echase de menos. Pero cada vez que se encontraba acorralada en una habitación con otro productor que se autoinmolaba, deseaba volver a sentir el júbilo animal de esos tiempos, y cuando la nostalgia se volvía insoportable, tal y como le sucedía en esos momentos, se obligaba a tomar conciencia y a enfrentarse a los hechos: había que mostrar esa pieza a Bob Rogers esa misma semana. Se había acabado el darle vueltas.
La productora se sentó en el sofá destartalado que había detrás de Julia y le dijo que quería verlo todo otra vez, quería volver a ver el desarrollo encadenado de esas imágenes de desesperanza, las de ese hombre vestido con una pálida túnica verde que lucía una barba de rabino al lado de Sam Dambles, sudoroso e infeliz, mientras paseaban por un jardín lleno de lechugas polvorientas a las afueras de Lordsburg, Nuevo México.
—Estamos jodidas.
La productora cerró los ojos, rindiéndose ante lo que era inevitable, y en ese momento Julia oyó el ruido. Apareció en la última frase de la pieza, como un borboteo en la pista, pero pensó que debían de ser sus oídos, hechos polvo después de pasar quince horas encerrada en la sala de edición. Ignoró el borboteo y atacó el verdadero problema.
—¿Puedo ser sincera, Sally?
—Uf.
—Aquí el verdadero problema es por qué tenemos que escuchar a un gordo dándonos lecciones sobre nuestra salud.
La última imagen del gurú había quedado congelada en pantalla.
—Mira esas mejillas -dijo Sally.
Alargó la mano hasta un montón de guiones que había a su lado, sobre el sofá, y los tiró a la papelera con expresión satisfecha.
—Tienes razón. Vayámonos a casa y ya lo intentaremos otra vez mañana por la mañana. — Se puso los zapatos y bostezó-. Por cierto, ¿qué ha sido eso de la última pista?
Julia maldijo su suerte. Mentalmente, ya había salido de allí y se había metido en el coche.
—Nada -mintió.
—Vuelve a ponerlo.
Julia gimió para sus adentros. Ahora la productora se iba a obsesionar. Ese fallo se podía borrar durante la mezcla de sonido, pero Sally no querría esperar tanto. Julia se enfrentó a la triste perspectiva de pasar otra hora en esa planta. Se acercó a la mesa haciendo rodar la silla, clicó sobre el ratón y volvió a pasar la pista. Las palabras del corresponsal, escritas por Sally Benchborn, tronaron desde los altavoces: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera».
—¡Eso! — gritó Sally, asustando a Julia.
Julia volvió a pasarlo: «… que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera».
—¿Es cosa mía o es que el problema va empeorando? — preguntó Sally-. ¿Puedes quitar eso? Es una de mis pocas buenas líneas.
«… de ninguna otra manera.»
Ahí estaba, casi inaudible al oído humano, un molesto murmullo, como una voz que susurrara palabras extrañas en una lengua desconocida. En la sala de visionados nadie se daría cuenta, pero la productora tenía la última palabra, así que Julia hizo unos ajustes: limpió, sacó la pista y la puso en un documento nuevo, luego volvió a insertarla en la misma imagen y volvió a pasarla. Pero el ruido permanecía allí. De hecho, a oídos de Julia y aunque pareciera imposible, la distorsión se había hecho más fuerte, más clara.
«Pero eso ya le parece bien a Lubyanka. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.»
—Pero ¿qué coño…?
—Sí, sí, yo también lo he oído.
—¿Lubyanka?
Julia asintió con la cabeza. Rebobinó sólo el sonido y lo volvió a poner, esta vez sin imagen: «Pero eso ya le parece bien a Lubyanka. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.»
Ambas mujeres se miraron.
—¿Puede ser algún tipo de virus? — preguntó la productora en un tono suave.
Julia se impulsó con la silla hasta las estanterías y cogió la cinta de audio original; allí estaba, guardada en una caja marcada con la fecha y la hora. Había pasado la cinta antes de digitalizarla y el sonido estaba bien.
—Sígueme.
Con la cinta en la mano, se apresuró pasillo abajo, más allá de las puertas cerradas de las salas de los otros editores. Después del suicidio nadie caminaba despacio por la planta veinte. Se dirigió hacia el mostrador de seguridad con Sally siguiéndola de cerca. Menard Griffiths estaba sentado en su sitio y miraba la televisión mientras comía una
muffuletta
casera. La presencia de ambas mujeres le pilló desprevenido: se sobresaltó y unas lonchas de salami se le cayeron del pan.
—Me habéis asustado.
Julia se calmó. Se dio cuenta de que lo que había asustado al hombre había sido algo más que su presencia. Él había visto el cuerpo del editor muerto, y también había encontrado al prometido de Evangeline Harker. La planta veinte se había convertido en un lugar verdaderamente difícil.
—¿Puedes abrirnos unas puertas, Menard?
—Claro.
El hombre se puso en pie y se limpió las manos. Las llaves tintinearon entre sus dedos mientras dirigía la mirada pasillo abajo, por donde ellas habían venido.
—¿Qué sucede? — preguntó Sally.
—Me ha parecido ver algo.
—¿De verdad? — Julia se volvió para mirar en la dirección por donde habían venido. El pasillo estaba repleto de sombras que hubieran podido ser cuerpos. Emitió una exclamación de sobresalto e, inmediatamente, éstas desaparecieron, volvieron a ser sólo sombras.