Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
—Ni lo intentes.
A pesar de tener cerca de noventa años, Prince se alejó con paso ágil y movimientos propios de un oficial en un baile de los Habsburgo. Un pinchazo de dolor recorrió mi espalda y retrocedí hasta sentarme en mi silla, que rodó hasta chocar con una estantería. Peach corrió hacia mí con expresión de alarma, pero yo la eché y cerré las cortinas. Ahora escribo estas notas tan deprisa como puedo. Esto ya no es un diario terapéutico: es un diario de guerra.
3 de febrero,
al final del día
El ADN concuerda. Es nuestra chica, pero ha perdido la cabeza. Harker no quiere dar más información, así que tengo a un contacto del Departamento de Estado trabajando de mi parte para obtener noticias de la embajada en Bucarest. Dice que todavía no hay ninguna prueba de que ella recuerde su nombre ni de que nunca vaya a recordarlo. Insinúa que sabe algo más, pero no me lo quiere decir por teléfono. Dice que es posible que la línea esté pinchada. Le dije que esos días ya habían pasado, y él dijo que también lo creía pero que se trataba de otra cosa. Le pregunté a bocajarro que qué diablos le había sucedido a Evangeline y lo único que dijo fue: «No lo sabemos».
4 de febrero,
tres de la madrugada
He tenido la más terrible de las pesadillas. Necesito una sesión con usted, doctor. Usted me dice que escriba los sueños por la mañana para recordarlos, pero ¿cómo podría olvidar éste? De todas maneras, voy a escribirlo; es mejor que no dormir durante las próximas seis horas. Había tres partes en el sueño. En la primera, me despertaba en una cuneta a primera hora de la mañana, estaba mojado y me llevaba las manos al cuerpo; cuando las apartaba, las tenía llenas de sangre. Me daba cuenta de que me habían disparado. Levantaba la vista y, justo en ese momento, un cuerpo me caía encima y todo se volvía oscuro. En la segunda parte, yo era el hombre que caía encima del tipo que estaba en la cuneta. Delante de mí había una nube de humo y yo caía hacia atrás, ligero como una pluma, encima del otro hombre. En la última, de repente me encontraba mirando a este hombre, que caía de espaldas justo delante de mí; y notaba las manos calientes; había un olor a pólvora y yo miraba hacia abajo, y en mis manos había una pistola, y una voz detrás de mí gritó:
«¡Nochmal!».
Me daba cuenta de que era la voz de un oficial alemán vestido con un uniforme gris a quien yo reconocía y respetaba. Me di vuelta: una fila de hombres llenaron mi campo de visión y vi que eran judíos desnudos, y, antes de poder pensar en nada, volví a apretar el gatillo y los judíos salieron volando hacia atrás como pájaros. Y entonces desperté y cuando miré hacia abajo vi que me estaba agarrando la polla, vieja y dura, con las dos manos.
Dios me ayude. Dios y mis antepasados, perdonadme.
4 de febrero,
cinco y cuarto de la madrugada
Ahora lo veo. Fue Prince quien provocó esa pesadilla. Tuvimos una conversación insólita poco después de la gran entrevista. No tenía pensado hablar con él en absoluto, a decir verdad. Me tropecé con él en el pasillo trasero. Todo el asunto parece cosa del destino.
Me tropecé con Prince porque había vuelto a la cabina de sonido para hacer unas grabaciones, donde, previamente, había tenido una experiencia inquietante.
Uno de mis productores más antiguos, Radney Plasskin, me pidió que grabara unas cuantas frases sobre la historia de la medicina micronesia, lo cual no es uno de sus magníficos logros sino más bien un material de segunda, diría yo. Unos días antes habíamos grabado el cuerpo principal de la pieza, pero hacía falta una toma adicional de picante narrativo para darle, por lo menos, el aspecto de ser una historia de investigación.
Plasskin se había convertido en un hombre blando, calvo y de formas redondeadas, en un habitante de los anchos pasillos de las tiendas de comestibles de las zonas residenciales, pero antes, en los tiempos en que fue contratado, sus investigaciones provocaban sesiones en el Congreso. A pesar de ello, y para ser justo con él, mi problema no era la historia.
En la cabina de sonido me sobrevino el agotamiento y noté que me sumía en el letargo. Tuve que parar. Junté las manos, cerré los ojos y me incliné hacia delante, apoyándome en el podio. Plasskin y el ingeniero de sonido me miraban desde el otro lado del cristal de la cabina, y noté su enojo ante ese retraso. Pero necesitaban mi voz, y no tenían otra opción que esperar. Al cabo de unos segundos, terminé las frases y miré por el cristal para confirmar que Plasskin tenía lo que quería, pero sus ojos enrojecidos me miraban muy abiertos, como si yo acabara de leer una sarta de tonterías en voz alta. Salí de la cabina y descubrí el motivo de esa expresión desalentadora: el ingeniero de sonido tenía un problema técnico. Una distorsión había empezado a afectar todas las grabaciones de la planta, incluida la mía, la que acababa de grabar, y a pesar de que no tenía ni remotas ganas de meterme en una conversación acerca de las misteriosas facetas de nuestro trabajo, cometí el error de prestar atención al tema. Le pregunté si quería que lo grabara otra vez y el hombre se encogió de hombros, miró a Plasskin y dijo que no serviría de una mierda, que había habido problemas, por lo menos, durante las últimas veinticuatro horas.
—Tu grabación no sirve, a no ser que podamos limpiarla durante la mezcla.
—¿Qué coño pasa? — exigí, un poco encolerizado por haber sido informado del problema después de haberme esforzado en decir esas frases.
El ingeniero se encogió de hombros y me ofreció una respuesta que detesto:
—En veinte años de televisión, nunca había visto ni oído nada como esto.
Plasskin alzó los ojos al cielo. Se había desplazado desde Washington para acabar encontrándose con esa confusión. Le pedí al técnico que me volviera a pasar la grabación, él recorrió con los dedos la amplia mesa de sonido y que me parta un rayo si digo que no oí nada. Me puse furioso. Le pregunté por qué no podía borrarlo, sin más, y él se puso chulo.
—¿Tú también lo oyes? Entonces no soy yo solo.
—Claro que lo oigo.
—Parece como si alguien estuviera susurrando -dijo Plasskin, con expresión sorprendida.
—Gracias. — Entonces el técnico reveló que ese problema era conocido en las altas esferas-: Bob Rogers afirma que es una acción de guerra. ¿Vosotros lo creéis? Afirma que es un sabotaje de la emisora y me dice que lo ignore y que lo esquive todo lo que pueda. La cadena está esperando que se dé por vencido, y él no lo hará. Sería una pena que el programa se hundiera con él, ¿verdad?
—¿Quieres decir que Bob no quiere que se haga nada al respecto? — le pregunté.
—Quiere que el problema acabe siendo tan grande que ponga a la cadena en una situación incómoda.
—Entonces es que ha perdido la cabeza de verdad -le dije-, y nosotros tenemos un problema.
El ingeniero me dijo que esa distorsión era audible en todas las grabaciones que se habían realizado ese último día y que, por mucho que lo había intentado, no podía eliminarlo del sistema. Sin que Rogers lo supiera, habían venido unos técnicos de audio del centro de la cadena y también se habían visto incapaces.
No se trataba solamente del problema evidente de emitir las piezas con el sonido lleno de parásitos, sino que se trataba de la misma interferencia. No puedo sacármela de la cabeza. Era como si una voz enterrada en la misma cinta cantara una canción pegadiza justo por debajo de la frecuencia auditiva. Pero no era posible que fuera una voz. No podía ser una grabación; las cintas vírgenes nos llegan en blanco. Incluso aunque apareciera una tanda de cintas usadas, el problema se detectaría de inmediato y se desecharían. Pero el ingeniero ya lo había hecho: había juntado todas las cintas de la misma tanda y había hecho otro pedido, pero se encontró con el mismo problema. No era la cinta: era el sistema. Algo había penetrado en el sistema.
Tengo esa distorsión metida en la cabeza ahora mismo, y la tenía metida en la cabeza en ese momento en que abandonaba la cabina, justo antes de tropezarme con Prince. También hubo algo extraño en eso, en cómo me tropecé con él. Al salir de la cabina, tenía la intención de ir hacia la izquierda, en dirección a mi oficina, para echarme una siesta, pero, en ese momento, al otro extremo del vestíbulo principal, vi a Bob Rogers saliendo del bar y caminando directamente hacia mí, como si tuviera algo en mente. Sólo necesité eso. Salí disparado hacia la derecha, pasé por delante de los lavabos -el lugar habitual para las emboscadas de Rogers- y me metí en el callejón del magreo. Giré la esquina un poco demasiado deprisa y, tambaleándome para recuperar el equilibrio, me encontré delante de Prince. Dejé escapar un indigno chillido de sorpresa, pero Prince no se movió. Casi no pareció darse cuenta de mi presencia y ése fue el primer detalle inquietante de nuestro encuentro.
Se encontraba solo al lado de una enorme caja de madera y tenía la vista clavada en unas letras grabadas a uno de los lados de la misma. Podría haber estado dormido, aunque tenía los ojos abiertos. Le di unos golpecitos en el hombro y le dije:
—Disculpa, amigo, tengo que pasar.
Entonces habló:
—Son tuyas.
El tono de voz fue desacostumbrado: grave y ominoso. Además, yo no tenía ni idea de qué quería decir. Prince es treinta centímetros más alto que yo y acostumbra a encorvarse hacia los demás cuando se acerca a ellos, así que no me sorprendió que se cerniera sobre mí, acentuando mi pequeñez. Me miró directamente a los ojos y me sentí consternado. Tenía los iris surcados de hilillos rojos. «Dios -pensé-, o bien ha realizado la mejor entrevista de toda su carrera o acaba de tener un encuentro que lo ha aterrorizado de muerte.»
—Te las ha mandado a ti -dijo en ese mismo tono de voz, completamente impropio de él.
—¿Quién?
Prince no lo aclaró. Entonces vi por primera vez los objetos a los que se refería, los vi de verdad, y no tenían nada especial. Siempre había alguien que amontonaba basura en el callejón del magreo. El pasillo tenía mala reputación, como si fuera la única calle desierta de una ciudad en otro tiempo próspera, y se utilizaba como una especie de cubo de basura para objetos que todavía no habían llegado a ser desechados por completo. Cualquier cosa que hubieran dejado allí tenía garantizada la más absoluta falta de interés y responsabilidad por parte de todos.
—¿Te encuentras bien, Ed?
—Ese hijo de puta me ha hecho una oferta -dijo.
Todavía oigo esas palabras: se vuelven más inquietantes a cada minuto que pasa.
—¿Qué oferta? — le pregunté, pero no obtuve ninguna respuesta.
Sería una mentira rotunda decir que mi pensamiento inmediato tuvo que ver con su seguridad. Me tomé unos momentos para que calara en mí algo de lo que acababa de darme cuenta: era evidente que su tan cacareada entrevista había quedado reducida a cenizas. La justicia había prevalecido en diversos frentes. Uno nunca debe pavonearse de una entrevista, según mi punto de vista, pero si es una costumbre muy arraigada que no se puede cambiar, debe ser disciplinada: solamente puede hacerse cuando la entrevista se ha grabado y se ha visionado. Sólo entonces, ante el monitor, uno ve lo que hay y si es bueno. Prince tenía una filosofía diferente: él siempre vendía la piel del oso antes de cazarlo. Esta vez el oso no se había dejado cazar, o eso parecía. La perspectiva de enterarme de algo más me mantuvo allí. Quizá Bob Rogers estuviera detrás de la esquina, escuchando. Le di un pequeño tirón de manga a Prince, di un paso hacia atrás y miré en dirección al bar. Rogers había desaparecido. Sólo estaba allí el ingeniero de sonido, apoyado en la pared, al lado de la puerta de la sala de sonido, esperando a que llegara el siguiente escuadrón de «manitas» para intentar reparar los problemas. Yo oía las voces de la cinta susurrarme en la cabeza.
—¿Qué te dijo, Ed?
Prince apoyó las dos manos encima de una de las cajas.
—La revelación.
Me cogió por sorpresa; sonaba muy positivo.
—Entonces ¿todo fue bien?
—Oh, sí.
—¿Y por qué estás aquí detrás, tan alicaído?
—Mi corazón es puro deseo, Trotta. Mi corazón es puro deseo y yo ni siquiera lo sabía.
Debe saberse que, aunque sea en el sentido más presuntuoso y desagradable, nosotros, los interlocutores, somos los únicos que colmamos los deseos del corazón. Se los colmamos a las estrellas de cine que quieren dar el último paso hacia la inmortalidad; se los colmamos a los injustamente condenados que se encuentran en el corredor de la muerte, ansiando el indulto; se los colmamos a los esposos de las mujeres muertas a manos de sus propios médicos; a los padres que lamentan la muerte de sus hijos a manos de unos asesinos que se encuentran en libertad. También ofrecemos la oportunidad de tener un destino más relevante a los políticos que todavía se encuentran en la crisálida. Nosotros, por nosotros mismos, no somos nada, pero lo ofrecemos todo, y eso nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, funciona al revés. Los protagonistas de nuestras historias solamente nos aseguran una parte de la audiencia. Nos hacen subir sus índices. Quizá, si tenemos un día afortunado, uno de ellos nos ofrece una respuesta que permanecerá con nosotros para el resto de nuestros días. Solamente en el más extraño de los casos uno de ellos puede convertirse en un amigo. Pero todo esto son rarezas y, según mi punto de vista, peligros de primer orden. La simplicidad de nuestro objetivo ha sido nuestra salvación: lo ofrecemos todo, pero no recibimos nada a cambio. Pero Prince había invertido el motor.
—Vete a casa -le dije-. No estás bien.
—Al contrario. Eres tú quien está mortalmente enfermo.
No dijo nada más. Dejé allí a Prince para que otro le encontrara.
12 de febrero
Las buenas noticias cambian mucho las cosas. Me siento mejor de lo que me he sentido en muchos días. Tenemos a nuestra Evangeline. Está viva. No se encuentra muy bien, pero no es posible tenerlo todo. Está siendo atendida por unas monjas, según mi contacto del Departamento de Estado, quien me ha dicho que se encuentra en un convento -resulta que no es un monasterio, y no hay ninguna clínica-, en un convento remoto que se encuentra a 480 kilómetros de Bucarest después de transitar una carretera de dos carriles llena de agujeros, ubicado en un impresionante valle que parece pertenecer a otra época, una depresión en el terreno en el límite de la cordillera este de los Cárpatos. Es extraño, evidentemente, dado que su último paradero se encontraba a 320 kilómetros hacia el sureste, al otro lado de los Cárpatos, cerca de una ciudad situada en la ladera norte de los Alpes transilvanos. Nadie sabe cómo ha llegado tan lejos, aunque las hermanas del convento juran que debió de viajar a pie, dado el estado en que se encontraba cuando llegó a sus puertas.