Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Sally cruzó los brazos.
—¿Vamos allá?
—Sí, señora.
Menard era un hombre corpulento, de un metro ochenta y cuatro, por lo menos, tenía un rostro amable y unos ademanes tranquilos. Las condujo por el pasillo en dirección a la zona de edición. En el momento en que pasaban por el callejón del magreo, comprobó que le seguían y luego miró hacia la derecha, hacia la oscuridad de ese lugar.
—¿Hola? — llamó.
Julia imaginó que veía una cara pálida y de expresión cruel que se desvanecía inmediatamente. Se apresuró detrás de Menard. Se oía el aire del sistema de ventilación y también se oyó como el tictac de un reloj, o quizá fueran las uñas de una pequeña bestia sobre una superficie dura. Julia pensó en el editor, Clete Varney, sentado ante su escritorio mientras la sangre goteaba al suelo desde la silla. Recordó el agujero en el suelo de la puerta de al lado. En la oscuridad, vio la silueta de tres o cuatro cajas enormes. Había visto esas cajas antes, hacía días que estaban allí. Bob Rogers hizo correr la voz de que pertenecían a la cadena y de que eran aparatos de audio que nadie debía tocar. Julia no se lo había creído, pero en ese momento se preguntó por primera vez qué debía de haber dentro.
Menard continuó con Julia pegada a sus espaldas. Sally se agarraba a la chaqueta de Julia.
—¿Has oído algo? — susurró Sally al oído de Julia.
—No.
Llegaron a la primera sala de edición.
—¿Ésta?
Julia asintió. Menard introdujo la llave en la cerradura, la puerta se abrió hacia dentro y las mujeres entraron. Sally encendió la luz mientras Julia encendía las máquinas. Ninguna de las dos se sentó: eso tenía que hacerse deprisa. Julia introdujo la cinta en el vídeo beta mientras el ordenador arrancaba. Encendió el audio y pasó la cinta para oír otra vez esa pista: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuera de ninguna otra manera».
Sally meneó la cabeza:
—¿Quién coño es Lubyanka?
—Lubyanka es una prisión soviética donde miles de personas fueron torturadas y asesinadas.
Julia volvió a digitalizar la cinta. Ahora no habría imagen, solamente audio. Antes de pasar la pista, Julia se dirigió a Sally:
—Si ahora oímos lo mismo que en la cinta no digitalizada, estaremos ante un problema concreto. Si oímos cualquier otra cosa, entonces nos enfrentamos a un problema de otro tipo. ¿Estás de acuerdo?
Sally asintió con la cabeza.
—Sí.
—¿Lo pongo?
—Ponlo.
Menard se encontraba apoyado en la puerta, pero no parecía escucharlas: tenía la atención puesta en alguna otra cosa. Julia manejó el ratón.
«A Lubyanka no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.»
Sally susurró:
—La frase se ha acortado.
Julia volvió a ponerla:
—Ni siquiera es la voz de Sam, ¿verdad?
Sally se ajustó el chal sobre el cuerpo.
—Ajá.
El guarda de seguridad se había marchado un momento y, al volver, sacó la cabeza por la puerta y las dos mujeres se sobresaltaron.
—¿Menard, puedes abrirnos otra sala, por favor? — le pidió Julia.
—¿Sucede algo?
—Todavía no lo sabemos.
Las llevó a la habitación de al lado y luego a la siguiente. Pasaron de largo una de ellas, la del suicidio. Cuando llegaron a la última sala, Menard dijo:
—Debería volver a mi puesto.
—Otra más -dijeron ambas al unísono. Se dieron cuenta de que se encontraban ante la sala de Remschneider. Menard la abrió. Las paredes de la habitación estaban completamente desnudas y las estanterías, vacías. El lugar olía ligeramente mal. Julia no hizo caso de la voz interior que la urgía a irse inmediatamente de esa sala.
Realizó el mismo ritual otra vez: puso la cinta Beta en la máquina y escuchó la línea de texto original, que siempre era la misma: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera». Luego realizó la copia digital y la puso: «Lub, Lub, Lub, yanka, yanka, yanka…».
J
ulia se fue a casa. No durmió. Se quedó bajo el chorro de agua de la ducha durante una hora con la frente apoyada en las baldosas de la pared. No le dijo nada de lo que había sucedido a su esposo. Se metió en la cama al lado de un hombre que ya roncaba y tuvo la esperanza de que ese ruido acallaría la terrorífica palabra que se repetía en su cabeza, como una señal acústica en lo más profundo de su cerebro. Parecía el nombre de una mujer, parecía una lastimosa llamada de un amante a una mujer que se hubiera perdido siglos antes.
A la mañana siguiente, mientras tomaban café en el bar y antes de la reunión con Bob, Sally informó a Julia de que también había pasado una mala noche. Había recurrido a un juego de la infancia para ahuyentar esa palabra: «Cazador, cazador, mata a Lubyanka la feroz». No había funcionado; no había podido dormir ni un momento. Las dos decidieron hablar con Bob.
Julia lo tenía todo planeado:
—Tú te encargas de hablar. Tú eres la productora y él te adora.
—Y una mierda.
—No intentes explicarle nada. Nos iremos a la zona de edición y haremos que lo escuche.
Sally lo pensó un momento:
—¿Y si el problema ha desaparecido? Entonces pareceremos idiotas.
Julia se la quedó mirando.
—¿Quieres volver a escucharlo? ¿Para asegurarnos?
Sally negó con la cabeza. Alguien más entró en el bar y ellas se apresuraron a esconderse en el pasillo.
—Imagínate que nos cree. Entonces, ¿qué?
Julia se encogió de hombros.
—Que coja la baja, o que se vaya a buscar a un exorcista. No es nuestro problema.
—¿Crees en los exorcismos?
Julia no tenía una respuesta adecuada para eso.
—Soy católica.
—¿Todos los católicos creen en los exorcismos?
A Julia no le gustaba la dirección que estaba tomando la conversación. Dentro de pocos minutos iban a tener que entrar en la oficina del amo de su existencia y, de la forma más pragmática posible, tendrían que comunicarle un mensaje difícil. Bob Rogers no era un hombre de gran imaginación. Tenía una enorme habilidad para el negocio televisivo: sabía cómo manipular a la gente, sabía detectar los sinsentidos en una historia, sabía escribir frases y encontrar imágenes para la pantalla. En todos los aspectos del periodismo televisado se le podía considerar un genio, pero no tenía una preparación real para lo que Julia y Sally tenían que decirle.
—No podemos parecer unas excéntricas -advirtió Julia.
Sally la miró horrorizada.
—Eres tú quien ha hablado de exorcismos. Mira, creo que me lo he pensado mejor: quizá no tengamos que decir nada. Que sea otro quien descubra el problema y vaya a quejarse.
—¿Crees que ésa es una actitud responsable?
—¿Es responsable arriesgar el trabajo cuando una tiene niños pequeños? Bob recordará que nosotras fuimos las mismas que descubrimos a Remschneider. Lo sabes, ¿verdad?
Julia también empezó a pensárselo mejor.
—Entonces ¿qué le diremos cuando nos pregunte en qué consiste el problema y cómo lo hemos descubierto?
—Que creemos que es un virus.
—No sé, Sally…
—Yo sí. Voy a pedir un donut, ¿quieres algo?
—Tres.
Por una vez, Bob no llegó a la oficina antes de las diez. Las mujeres le pidieron a su ayudante que las avisara tan pronto como llegara. Julia acababa de terminarse el tercer donut cuando recibieron el aviso.
—¿Preparada?
Sally le dio un apretón en el brazo. Fueron a ver a Bob. Le encontraron sentado ante el escritorio de su oficina, enmarcado por el cielo y la vista de Nueva Jersey en la vasta pantalla natural que era la ventana.
El día había amanecido brillante y alegre sobre el Hudson y Julia tuvo una súbita sensación de arrepentimiento. Habían reaccionado de forma desmesurada por un absurdo problema técnico y podrían haber llamado -deberían haberlo hecho- a los de soporte técnico para que se encargaran de ello. Le entraron ganas de reírse de esa situación desgraciada en que se encontraban. Bob acabó de teclear algo en la consola, se volvió hacia ellas y les sonrió con una expresión un tanto confusa.
—¿Qué tal va esa pieza de medicina alternativa? Estoy impaciente por verla. Ya lo sabéis, me fascinan esas cosas. Y ese tipo tiene pruebas de que funciona de verdad, ¿no? ¡La equinácea cura los resfriados! ¡Es increíble!
—No exactamente, Bob.
—Pero es tremendo, ¿no?
—Completamente.
—Me va a encantar ese tipo, ¿verdad?
—Seguro.
—¡Fantástico!
Sally asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa lánguida. Julia esperó a que cambiara de tema.
—¿Cuándo podremos verla? — preguntó Bob, mirándolas con una expresión de perversa ansiedad. Se había dado cuenta de que ellas pensaban que esa pieza era una mierda. Lo sabía. Olía el miedo.
—Cuando tú quieras, Bob.
—Estoy listo.
—Vamos, pues.
Julia se vio obligada a interrumpir. Se aclaró la garganta.
—Hay un pequeño problema, Bob.
Una sombra le nubló la expresión del rostro, en clara imitación de una nube que acababa de tapar el sol al otro lado de la ventana.
—La verdad es que es un problema técnico, pero creemos que es serio, ¿verdad, Sally?
La productora dirigió a Julia esa sonrisa que la sacaba de quicio, como si se lavara las manos en todo ese asunto.
Bob Rogers se rio en sus narices, lo cual las sobresaltó.
—Lo sé todo acerca de vuestro pequeño problema. Es la cadena que está intentando joderme, ¿y sabéis lo que digo? — Levantó una mano y chasqueó los dedos-. Que les jodan a ellos. No hago caso. Adelante. Me encantaría ver esa pieza dentro de una hora.
Sally se levantó, se cubrió el hombro con uno de los extremos del chal y salió de la oficina a paso lento. Julia se quedó atrás un momento y dijo:
—Tienes razón.
Bob volvió a dirigir la atención a la pantalla del ordenador.
—Nos vemos dentro de una hora, nena.
Julia salió y fue al encuentro de Sally en el pasillo, ante la entrada del bar. A la productora le brillaban los ojos de furia.
—¡Lo sabía desde el principio! Ha sido una idea absurda ir a decírselo.
—Estás perdiendo los nervios.
Sally tenía la mirada baja.
—¿Y qué? Ya le has oído, le importa un comino. Ya lo pasé bastante mal cuando tuve a los mellizos. Si empiezo a decir que se oyen voces en la cinta, o lo que sea que oímos, tendrán otra razón para echarme. Bob le dirá a Sam que estoy atacada por las hormonas, y listo. ¿Por qué crees que Nina Vargtimmen no ha tenido hijos?
Se separaron. Una se dirigió hacia las soleadas vistas que ofrecían las salas de los productores y la otra se encaminó hacia las susurrantes sombras de la zona de edición.
L
a sala de visionado había sido comparada con la sala de mandos de la nave espacial
Enterprise
y con otros centros de mando ficticios. Ciertamente tenía un aire de seriedad, gracias en gran parte al enorme rectángulo plateado que brillaba sobre la pared del fondo de la habitación. Esa pantalla daba a ese espacio -y al programa- su razón de ser y, por tanto, se había convertido en el centro de todo lo que ocurría en la planta veinte. Delante de la pantalla se extendía una alfombra desierta que llegaba hasta la pieza más importante de mobiliario de la sala: una mesa con tres asientos y un teléfono. El asiento de en medio pertenecía a Bob Rogers desde hacía treinta y cinco años. A su derecha se sentaba Douglas Vass, su segundo de a bordo y gran defensor, además de entrenador intelectual, un periodista de mirada aguda que había sobrevivido a cincuenta años de excesos en el negocio de la televisión y que le buscaba las pulgas y le ganaba la mitad de las veces. Si Bob detestaba algo, solamente Vass podía desafiar su desdén. Si Bob se enamoraba, Vass estaba a su lado para destruir ese romance desaconsejable y para hacer lo que le viniera en gana con los restos. A la izquierda de Bob se sentaba un hombre mucho más joven a quien Julia llamaba «El vigilante de la oscuridad»; éste hablaba muy raramente durante los visionados, pero tomaba abundantes notas. Julia era de la opinión de que el Vigilante, también conocido como
Crane,
funcionaba como el matón de la emisora: guardaba en la memoria quién había caído, cómo y cuándo. Para cerrar ese grupo de jueces, había dos formidables mujeres de pelo gris suficientemente maduras para haber visto a cada uno de los hombres del programa hacerles cosas imperdonables a sus subordinadas femeninas y lo suficientemente listas para no haberles perdonado. Cuando parecía que las opiniones eran bienvenidas, ellas ofrecían las suyas. A ambas se las había oído decir: «Bob, estás equivocado», pero raramente pronunciaban esas palabras si Douglas Vass no las había dicho antes. Julia se encontraba sola, sentada en la sala de visionados a pocos minutos de que se cumpliera la hora, y pensaba en el ritual que iban a realizar mientras se preparaba para enfrentarse a ese horror. Julia no se imaginaba esa estancia como ninguna sala de mandos de una nave espacial futurista. Desde su posición, en un extremo de la sala, detrás de la silla de Bob Rogers, justo ante la pared de enfrente de la pantalla, la veía como una hábil actualización de las salas de vistas del siglo XVIII en las cuales un puñado de hombres y mujeres poderosos e influyentes decidían el destino de esclavos, criados desleales y nobles arruinados. Era un lugar donde se levantaba o se bajaba el pulgar, un lugar donde se podían oír y defender distintos argumentos, pero donde éstos nunca podían prevalecer por encima del juez. Si, finalmente, Bob decidía que una cosa era buena, entonces lo era. Si tenía un ataque de malicia y se negaba a prestar ningún apoyo, entonces eso mismo era malo.
A Julia le sudaba la mano con la que sujetaba la cinta. La introdujo en la máquina y realizó una búsqueda de la imagen. El gordo médico loco apareció en la pantalla de la habitación.
Se aseguró de que el sonido del principio de la cinta estuviera bien, comprobó los volúmenes, se metió un caramelo en la boca y esperó. Al cabo de un momento, el resto de miembros del equipo de Dambles llegó. Sally se sentó en una de las paredes laterales y se negó a mirar a Julia; se quedó con la vista fija en la pantalla. El indispensable chal había cobrado el estatus de talismán: daba poderes de invencibilidad. El corpulento productor asociado de Sally tenía en las manos una copia de la transcripción de la entrevista y estaba preparado para asumir la defensa, sin ilusión alguna de que fueran a marcarse un tanto. Dedicó una sonrisa mordaz a Julia mientras levantaba el dedo pulgar, lo cual a ella le pareció una muestra de humor negro.