Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Me encuentro en la oscuridad en lo que a ti respecta. Me siento como un secretario medieval en la torre del homenaje de un antiguo castillo cuya vela acabara de apagarse a causa de un viento devastador.
E., tengo que decir esto o nunca lo haré, esto es de lo que quería hablar contigo aquel día; tus brillantes ojos marrones; tu pelo oscuro cayéndote sobre el rostro, sobre el fragante cuello de canela; sobre los hombros un último rizo que cae sobre los míos cada vez que te inclinas a mi lado y me pides las últimas noticias sobre alguna insignificancia recibida de Londres; los suéteres y blusas de cuello de pico que usas a pesar del consejo del mejor de los corresponsales, el Príncipe de la Oscuridad, que se precipitan hasta revelar una única peca roja sobre la curva de tu pecho derecho; tu piel pálida en enero, el tono aceitunado de tu piel en agosto… Todas esas cosas me han permitido estar cuerdo en el piso veinte de este edificio. Una vez, un hombre sensato me dijo que tú procedías de un linaje veneciano, por parte de madre, y que las mujeres venecianas descendían de las gloriosas princesas de Bizancio, las bellezas más famosas de la Edad Oscura. Vestida con tu blusa de rayas azules y blancas, te acercas a mí desde las sombras, entre el bar y el vestíbulo, como una de esas mujeres de los mosaicos románicos, me pones las manos en el corazón y me susurras en los oídos como un soplo de este viento que corre por los oscuros pasillos de este lugar corrupto, y entonces sé que fuera lo que fuese lo que atacó a Ian, eso nunca podrá tocarme.
Pero ¿y si te ha sucedido algo, E.? Eso no lo podría soportar. Eso me mataría. Tengo tus direcciones de correo electrónico y puedo mandar esta nota ahora, revelándolo todo, que estoy perdido por ti, que lo he estado durante tres años, desde la primera vez que compartimos confidencias, justo una semana antes de que los aviones se estrellaran contra los edificios de al lado, antes de ese momento terrible, bajo los ojos vigilantes de los tótems y sus legiones, quienes te quisieron y nunca te tuvieron, esos dioses oscuros que gobiernan este lugar donde los techos son crucifijos, la sopa es extraña, de las paredes de las salas emergen manos sudorosas y cuyo aire es frío como la piel de los muertos, un campo amurallado de cintas de vídeo, rodeado de alambre con púas, dirigido por unas armas automáticas invisibles, desafiándome a desviarme incluso un segundo, cuando me alivio en el baño, cuando hago reverencias y escarbo algo de los bibliotecarios de los archivos, o voy al bar a por un Snapple de melocotón y un cuenco de horribles guisantes secos. Solamente por el hecho de mandar este correo electrónico me arriesgo a ser anulado. Tanto me importas, E. Por favor, vuelve. Siento mucho lo de Ian, estoy conmocionado. Mi único consuelo es que, estadísticamente hablando, las probabilidades de que podamos perder a una productora asociada y a un productor en la misma semana son escasas. Por favor, quiero que estés bien. Por favor, contesta. Tuyo, Súper Stim.
E
., perdóname por ese loco correo electrónico. La tristeza, el escaso sueldo y una serie de malas películas veraniegas me han dejado demente. Pero hoy vuelvo a ser yo. Y tengo la última noticia.
El señor William Lockyear, tu encantador jefe, acababa de llegar para la matanza.
—Stimson -dijo en tono mal educado-. Sabes que tenemos visionado mañana.
Asentí con la cabeza, pero no me di la vuelta.
—Veo que todavía estás preocupado -dijo Lockyear-. ¿Es por Ian?
—Sí.
—Y por Evangeline, supongo.
Pronuncia mal tu nombre, dice «E-van-ge-lin». Siempre intento decirle que es «lain», pero nunca lo pilla.
—Evange-lain está bien. Va a conseguirte la historia.
Ahora, mientras escribo, son las diez de la mañana y la luz aumenta sobre el río Hudson, hace el mismo tipo de día que entonces, que aquel día de septiembre, un maravilloso calor acariciado por la más ligera y fresca de las brisas. ¿Por qué no pueden ir bien las cosas? Lockyear parece convencido de que van bien. Es un fenómeno; con su camisa rosa de tela oxford de cuello y puños abotonados, metida dentro de los pantalones caqui y su eterno
blazer
azul, es como un cóctel de champán, una presencia eufórica y banal en los pasillos. Que mueran y desaparezcan los demás, a él no le sucederá nada. Es un productor veterano en
La hora.
Es intocable.
Arrancó con su fabuloso ritmo latino, dio unos pasos, como si el mundo no pudiera ser un lugar más delicioso. Creo que hasta levantó las manos en el aire y chasqueó los dedos. Ese prodigio del
baby-boom
no ha envejecido en la última década. Tiene un hornillo en su habitación y se prepara el té él mismo, y toma la misma comida cada día, fruta y yogur natural. Tú dices que se medica, pero yo no veo ninguna señal de ello.
Tu desaparición no parece alterar su equilibrio, pero ahora, en cualquier momento, su colega, Austen Trotta, va a llamar, por lo que deberán mantener la inevitable conversación. Trotta no es ningún tonto; ha leído los libros correctos y ha visto las películas adecuadas. Sabe que no estás bien, sabe que no estás llevando a cabo una operación en secreto y sabe, igual que yo, que tienes problemas. Uno intuye ese tipo de cosas. Pero Lockyear se resiste a esta interpretación negativa. En la conversación que mantendrá con Trotta habrá un tono de recriminación, pero Lockyear no lo reconocerá, y mantendrá la ficción de que simplemente estás manteniendo un
tête-à-tête
con uno de nuestros entrevistados, arrancándole un trato.
Me pregunto qué le debe de pasar por la cabeza. ¿Sabe que ha sido vergonzosamente negligente? Te dio demasiado tiempo para que negociaras en Transilvania. En estos momentos, ya deberías haber llamado triunfante y haberle comunicado a Lockyear que tenías un fantástico personaje y que podía proceder con confianza; se debería haber contratado a un equipo y Trotta debería haber recibido el informe habitual. Pero no nos ha llegado ni una palabra, e Ian ha muerto, y Lockyear ha experimentado algo inimaginable: un momento de duda de sí mismo. Te ha dejado una docena de mensajes en tu teléfono, y no has contestado ninguno de ellos. Una vez se puso un hombre al teléfono que farfullaba rumano, o lo que Lockyear imagina que es rumano, da igual. Fue y le explicó a Austen que quizás había un problema, y Austen reaccionó como si fuera el gobernador de un estado azotado por un huracán. Llamó al ejército. El gobierno de Estados Unidos está metido en esto:
El teléfono sonó. Lockyear lo cogió de inmediato.
—Absolutamente -respondió-. Ya sabe que sí. Todo lo que pueda hacer.
Colgó.
—Vamos allá -dijo, al venir a mi mesa-. Su padre y su prometido están en la oficina de Austen. Quieren saber algo.
—Me lo imagino.
Sus ojos se concentraron como un rayo láser en algún punto de mi persona.
—Bórrate esa sonrisa de la cara, imbécil. Vienes conmigo.
E
,: Lockyear y yo entramos en el despacho de Austen y, a través de los ventanales, New Jersey parecía estar muy cerca. Desde mi posición, en la esquina de la habitación más cercana a la puerta, el río Hudson casi no se veía, y tampoco el Trade Center debajo. ¿Tienes idea de lo que es ser un humanoide de veintiséis años, pálido, delgado y casi calvo en una habitación con cuatro tipos importantes, cada uno de una generación distinta? Te sientes como un niño perdido en un museo de cera. Ahí estaba, por supuesto, Lockyear, impecablemente ataviado con sus ropas caras. Viste bien, como Ian; estoy seguro de que te has dado cuenta. Sus gestos tenían una calma calibrada, no mostraban ni indiferencia ni pánico. Es esbelto y felino comparado con Austen, quien me recuerda a la vieja y sabia lechuza de los cuentos infantiles, y por eso le llamo
el Lechuza.
Austen iba vestido con una de sus camisas rosas a rayas y una corbata de seda roja debajo de una chaqueta azul oscuro, muy deportivo. Un pañuelo de seda rojo sobresalía del bolsillo de la chaqueta. Cada una de las arrugas que Austen tiene en el rostro parece producto de una cuidadosa reflexión previa, como si hubiera estado años deliberando la posibilidad de permitir que su piel dibujara un pequeño riachuelo, como si antes hubiera sido necesario que se realizaran visionados, se otorgaran permisos y se comprobaran referencias. Tiene las mejores arrugas de los medios de comunicación, diría yo, mejores que las de Eastwood e incluso Redford, porque estas arrugas existen como confirmación de carácter.
Austen es la suma total de sus arrugas, una por Berlín en 1956, tres por Argelia en 1962, cinco por Zimbabue en 1965, y Dios sabe cuántas por Vietnam. Es posible que Transilvania haya añadido una o dos a la obra de arte.
Mentiría si dijera que me importa mucho cómo mis señores del negocio se divierten. Desde el momento en que entré en la habitación, me quedé fascinado por los dos extraños: tu padre y tu amante, perdona, tu prometido. Primero, por supuesto, vi tu rostro en el de tu padre, y tuve la asombrosa sensación de que si le hablaba a él, tú me oirías. Si yo decía: «Evangeline, ven a casa», su boca se abriría y de ella saldría tu risa, y tu voz diría: «Pero si ya estoy aquí, Stimson». Después de esa primera visión, la realidad de ese hombre se impuso. Es severo. Tú no me lo habías dicho. Tiene luz en los ojos y una mandíbula que indica que no tolera ninguna resistencia, ni en esta vida ni en la siguiente. Me imagino esa mandíbula en la tumba, echada hacia delante como un yunque, sin desintegrarse nunca. El pelo de las sienes se le ha agrisado, pero parece que el resto del cabello mantiene el color. No hay nada redondo ni suave en tu padre. No transmite piedad ni una fácil amabilidad. No fuma, y pareció tomarse como un insulto personal el hecho de que Austen lo hiciera. No dejó de sacudirse los hombros de su traje Brooks Brothers, como si la ceniza del cigarrillo le hubiera manchado el tejido. Tuvo las piernas cruzadas todo el rato. Cuando hablaba, miraba directamente a Austen. Para él, y perdona que utilice tu expresión mordaz favorita, Lockyear es como un cero a la izquierda.
Y además, por supuesto, estaba tu prometido. ¿Qué puedo decir de él? Es bastante guapo. Te gustan los hombres guapos, obviamente. Siendo un exitoso chef de repostería, tenía que llevar el traje más informal y caro de la habitación, claro, un conjunto Armani con camiseta, pero no se comportó tan bien como los otros hombres. La vestimenta tenía un aspecto sucio, como si no se la hubiera quitado de encima desde que te marchaste. Su nombre es Robert, creo. Todos fuimos presentados. Es un hombre asustado, además, es muy fácil darse cuenta. O quizás eran sólo las malas noticias. Una vez me dijiste que él y Ian habían sido buenos amigos, creo incluso que me contaste que Ian os presentó, ¿puede ser? Así que quizá se encuentre bajo los efectos de una doble conmoción: un amigo muerto y su prometida desaparecida. Permaneció allí sentado en un estado de aturdimiento casi catatónico, con las piernas abiertas sobre el sofá, mirando una arruga en concreto del rostro de Austen, me pareció, como si esa arruga fuera el primer camino del trayecto hacia ti. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño o por haber llorado. El hombre mayor, tu padre, le intimidaba, creo, y debía de ser una tortura encontrarse tan angustiado en presencia de su futuro suegro.
Tu padre habló primero a Austen:
—Exijo unas cuantas respuestas.
—Por supuesto.
—Si obtengo las respuestas correctas, ya no habrá necesidad de que volvamos a comunicarnos. Tengo la decidida intención de llevar este asunto con mis propias manos. Pueden ustedes abandonar sus esfuerzos. De hecho, insisto en ello.
—Muy bien. — Austen se llevó una mano a la parte trasera de la cadera y mantuvo el cigarrillo levantado con la otra-. Yo sería la última persona en disuadirle.
Tu padre asintió con la cabeza.
—Bien.
Pareció que tu prometido fuera a levantarse del sofá para decir algo. Pero tu padre terminó.
—¿Qué está haciendo exactamente allí?
Austen dirigió los ojos hacia Lockyear. Lockyear se cruzó de brazos y dirigió una mirada implorante hacia tu padre, un tipo de mirada que nunca me han dirigido a mí. Tu padre no se la devolvió; mantuvo los ojos fijos en Austen.
—Acordó un encuentro con un caballero llamado Ion Torgu. Queríamos realizar una entrevista con él.
—¿Por qué?
—Se dice que es el líder del crimen organizado de Europa del Este.
Tu padre continuó mirando a Austen.
—¿Es eso verdad? ¿Enviaron a mi hija sola a encontrarse con ese hombre?
Austen volvió a mirar a Lockyear. Lockyear apretó los brazos alrededor de su propio cuerpo, como si un destornillador interno le hubiera dado una vuelta completa a todos los tornillos.
—Es lo habitual.
El rostro de tu padre se puso rojo mientras dirigía la siguiente pregunta a Austen:
—¿Cuánto le pagan a mi hija, si lo puedo preguntar, para que vaya a Europa del Este en busca de un gánster de alto nivel?
Austen volvió a mirar a Lockyear, y Lockyear, sin el menor estremecimiento de vergüenza, se volvió hacia mí, como si yo, el miembro peor pagado de todo el personal, firmara los cheques de todo el mundo. Me mostré entusiasmado de complacerle:
—Un poco menos de sesenta mil dólares al año.
Austen hizo un comentario en el tono de quien se siente moralmente escandalizado.
—No puede ser.
Lockyear abrió mucho los ojos ante la muestra de incredulidad de Austen. Se apresuró a corregir mi afirmación.
—Este hombre es simplemente un productor asociado. No tiene ni idea. Es una suma que se acerca a las seis cifras, creo.
Pero tu padre había hecho los deberes.
—Son cincuenta y cinco mil al año, señor. — Mantuvo la mirada, como siempre, clavada en Austen-. Por esa mísera cantidad quizá hayan mandado a mi hija a encontrar la muerte en Rumania.
Austen se aclaró la garganta y dejó el cigarrillo en un cenicero, encima de su escritorio.
—No se precipite. Me gustaría decir algo en nuestra defensa. Todos admiramos y adoramos a su hija. Si lo que usted dice es verdad, se le está pagando lamentablemente por debajo de lo que merece y, por supuesto, lo rectificaremos cuando vuelva, pero de momento tenemos que concentrarnos en el asunto que tenemos entre manos, ¿no? — Austen dirigió una rápida mirada de pura satisfacción hacia Lockyear-. Señor Harker, debería saber usted que asumo como una responsabilidad personal todo lo que ha sucedido. Si es necesario, nosotros mismos iremos a Rumania. De hecho, mi colega aquí presente, el señor Lockyear, parte hacia Bucarest esta noche. ¿No es verdad, Bill?
Lockyear asintió con la cabeza, como si acabara de pararse en ese despacho de camino al aeropuerto, como si esa mentira fuera una verdad inexorable. Utilizó su palabra favorita:
—Absolutamente.
Pero eso no ablandó a tu padre.
—¿Cuál es, exactamente, su última localización conocida?
Austen tomó mecánicamente el turno a Lockyear, que todavía estaba digiriendo las implicaciones de su nuevo itinerario. Pronunció cada una de las palabras para responderle en un tono casi de indignación moral.
—Un hotel de una ciudad llamada Brasov. Hay un mensaje de voz diciendo que dejaba la habitación del hotel, donde se había registrado al llegar y de donde se había despedido muy rápidamente. No estuvo allí más de una hora. El mensaje decía que estaría llevando a cabo las negociaciones durante un tiempo. Se había encontrado con alguien, no lo sabemos con seguridad, quizá fuera nuestro gánster, quizás uno de su gente. Y se fueron juntos. Ésa fue la última vez que supimos algo de ella. Ahora hace dos semanas de eso.
—¿La animaron ustedes a tener ese comportamiento imprudente?
Me di cuenta de que Lockyear sentía un pánico que iba en aumento. Le estaban culpando de todo.
—No tuvimos la oportunidad de hablar, pero le hubiera aconsejado encarecidamente que tuviera cautela…
Tu padre le interrumpió, furioso:
—Quiero números de teléfono, números de fax y direcciones de correo electrónico de todos los lugares donde ha estado y donde tenía previsto estar.
Austen adoptó una expresión indignada, también, como por solidaridad. Lockyear dijo que los conseguiría.
—¿Pensaron en pedirle a alguien del hotel que le hicieran llegar un mensaje personal? — gritó de repente el chef de repostería. La habitación quedó en silencio después de ese arrebato. Las lágrimas le manaban de los ojos-. O sea, direcciones de correo electrónico y teléfonos. Por dios, de un ser humano a otro, eso es lo que debe hacerse. ¿Sobornaron? ¿Amenazaron? ¿Amenazaron mínimamente a esos hijos de puta?
—Todo -contestó Austen con una convicción amable, aunque yo no estaba seguro de que fuera cierto-. Hemos intentado todo eso y más.
—¿Cuánto dinero llevaba ella? — preguntó tu padre.
Yo lo sabía.
—Unos mil dólares para gastos menores, además de una tarjeta de crédito.
Tu prometido soltó:
—Y el anillo de prometida.
Tu padre miró a tu futuro marido.
—Maldita sea. Un rumano puede matar sólo por eso.
La habitación quedó completamente en silencio, excepto por el tictac del reloj de cuco, un regalo que le hizo a Austen un alcalde alemán que resultó ser el hijo de un famoso comandante de la segunda guerra mundial. Al otro lado de la pared de cristal, los ayudantes levantaron la vista, como ciervos sorprendidos por disparos.
—¿Estás diciendo que he provocado que la mataran? — preguntó el prometido en un tono suplicante y horrorizado.
Tu padre negó con la cabeza.
—No, señor. Culpo a estos hijos de puta de aquí, y ten por seguro que les infligiré diez veces a ellos lo que ella haya sufrido.
—Bueno, bueno. — Austen hizo un gesto en el aire con la mano con que sujetaba el cigarrillo-. No es necesario hablar de esta manera, señor Harker. Ella es una productora asociada de
La hora,
y una de las mejores. Continúo convencido de que está manteniendo un encuentro en secreto con ese tipo, Ion Torgu, y probablemente ahora esté consiguiendo que se haga el programa. Si conozco bien a su hija, y si se parece en algo a su viejo, no cejará hasta que el trabajo esté terminado.
—Hace dos semanas que está desaparecida -replicó el prometido-. ¿Cree que es remotamente posible que todavía esté negociando?
Austen asintió con la cabeza, con gesto convencido.
—Conocí una vez a un productor que negoció durante tres meses con un señor de la guerra afgano.
Tu padre se puso en pie.
—Sea como sea, voy a contratar a un equipo de tíos muy duros para que vayan a Rumania, y si la encuentran viva, voy a pedirle que encuentre un empleo remunerado que no sea una mierda como éste. Quiero decir, joder, que si alguien os saca las castañas del fuego, pagadle como es debido.
En ese momento una editora, Julia Barnes, apareció a mis espaldas. Me dio unos golpecitos en el hombro y me incliné hacia delante. Me susurró al oído.
—Es urgente -dijo.
Austen la vio.
—¿Qué? — preguntó.
Julia dirigió una sonrisa compasiva a todos los presentes. Parecía saber exactamente lo que había entre nosotros. Quizás había estado escuchando detrás de la puerta; es una de las personas que más saben escuchar a escondidas de todo el programa, según mi experiencia.
—Es Claude Miggison -dijo-. Acaba de saber que ha llegado una caja de cintas de Rumania.
Un sentimiento de terror y un sentimiento de alivio se instalaron en la habitación. Nadie fue capaz de decir nada durante un minuto. Tu amante saltó del sofá.
Julia se dio cuenta de cuál era nuestro estado.
—Deben de ser de ella, ¿verdad? Nadie más está filmando en Rumania ahora.
—Pero eso no tiene ningún sentido -objetó Lockyear, moviéndose inquieto, defendiéndose ante Austen, ante los demás-. Ella no se llevó al equipo de cámaras. — Se volvió rápidamente hacia Julia-: ¿Quién ha rodado?
—Sólo consta un nombre en el envío, Olestru, que podría ser el primer cámara del grupo A, aunque nunca antes habíamos tenido a nadie llamado Olestru. Lo he comprobado en el archivo de contrataciones.
Lockyear se había puesto mortalmente pálido.
—Ése es nuestro contacto en Rumania.
Tu padre dio un puñetazo en el escritorio de Austen.
—¡Será mejor que os organicéis!
—¡Exacto! — Austen se dirigió a Lockyear-. Estás acabado, Bill.
Lockyear dirigió la mirada más allá de él, hacia el río, con la boca abierta, como si acabara de atravesar caminando y por accidente el ventanal de cristal y acabara de darse cuenta de su error. De hecho, acababa de salir al aire libre del paro.
—Ya no necesitaremos más tus servicios. — Austen bajó la vista al suelo-. Es una pena.
La reunión llegó a su fin.