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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (81 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—¿Por qué no fuiste a vivir en uno de estos sitios cuando murió tu esposo? —preguntó Budur.

Idelba frunció el ceño.

—Necesitaba irme durante un tiempo.

Les dieron una habitación que tenía tres camas, aunque no habría otra inquilina. La tercera cama serviría de escritorio y de mesa. La habitación tenía bastante polvo, y desde su pequeña ventana podían verse otras ventanas igual de mugrientas; todas daban a un patio de luz, como le decía Idelba. Aquí los edificios estaban tan pegados unos con otros que tenían que acordarse de dejar los patios de luz.

Pero no había motivos para quejarse. Una cama, una cocina, muchas mujeres a su alrededor; Budur estaba contenta. Pero Idelba todavía estaba muy preocupada, le preocupaba algo que tenía que ver con su sobrino Piali y su trabajo. En la nueva habitación miraba fijamente a Budur con indisimulable consternación.

—¿Sabes?, debería enviarte de regreso con tu padre. Yo ya tengo demasiados problemas.

—No. No iré.

Idelba la miraba fijamente.

—Una vez más, ¿cuántos años tienes?

—Tengo veintitrés.

Todavía faltaban dos meses para que los cumpliera. Idelba estaba sorprendida.

—Creía que eras más joven.

Budur se sonrojó y bajó la mirada. Idelba hizo una mueca.

—Lo siento. Ése es el efecto del harén. Y ya no quedan hombres para casarse. Pero mira, tienes que hacer algo.

—Quiero quedarme aquí.

—Bueno, de todas maneras; tienes que informar a tu padre de que estás aquí, y decirle que yo no te he secuestrado.

—Entonces, vendrá aquí para llevarme con él.

—No. No lo creo. De todas maneras tienes que decirle algo. Llámalo por teléfono o escríbele una carta.

Budur tenía miedo de hablar con su padre, incluso por teléfono. La idea de una carta era interesante. Podía explicarse sin revelar su paradero exacto.

Escribió:

Queridos Padre y Madre:

Seguí a tía Idelba cuando se marchó de la casa, pero ella no lo sabía. He venido a Nsara a vivir y a estudiar. El Corán dice que todas las criaturas de Alá son iguales ante Sus ojos. Os escribiré, tanto a vosotros como al resto de la familia, un informe semanal de lo que haga aquí, y en Nsara viviré una vida pacífica que no avergonzará a la familia. Estoy viviendo en una buena zawiyya con tía Idelba; ella me cuidará. Aquí hay muchas mujeres jóvenes haciendo lo mismo, y todas me ayudarán. Estudiaré en la madraza. Por favor, transmitidle todo mi cariño a Yasmina, a Rema, a Aisha, a Nawah y a Fátima.

Vuestra afectuosa hija, Budur

Envió la carta y, después de eso, dejó de pensar en Turi. La carta le ayudaba a sentirse menos culpable. Después de un tiempo se dio cuenta, a medida que pasaban las semanas, y hacía trabajos religiosos, y limpiaba, y cocinaba, y ayudaba de otras formas en la zawiyya, y organizaba todo para comenzar sus estudios en el instituto anejo a la madraza, de que no iba a recibir una respuesta de su padre. Madre era analfabeta, y a sus primas sin duda se les prohibía escribir y tal vez estuvieran también enfadadas con ella por haberlas abandonado; no enviarían a su hermano tras ella ni él lo querría, ni sería arrestada por la policía y enviada en un tren cerrado hasta Turi. Eso no le sucedía a nadie. Había literalmente miles de mujeres que tanto habían escapado de sus casas como habían liberado a los que quedaban atrás del peso de hacerse cargo de ellas. Lo que en Turi parecía haber sido un sistema inmutable de leyes y costumbres que todo el mundo acataba, en realidad era nada más que las costumbres anticuadas de un segmento moribundo de una sociedad aislada, rodeada de montañas y conservadora, que inventaba furiosamente «tradiciones» panislamistas que incluso en aquel entonces ya estaban desapareciendo, como la neblina matutina o (sería más apropiado decir) como el humo del campo de batalla. Nunca regresaría, ¡tan sencillo como eso! Y nadie iba a obligarla. Tampoco nadie quería obligarla; eso también había sido un duro golpe. A veces no estaba segura de si se había escapado o si había sido abandonada.

Sin embargo, había un hecho fundamental, que recordaba todos los días cuando dejaba la zawiyya: ya no vivía en un harén. Podía ir a donde quisiera y cuando quisiera. Esto solo le alcanzaba para que se sintiera mareada y extraña —libre, solitaria— casi demasiado feliz, hasta el punto de sentirse desorientada o hasta sentir cierto pánico: una vez, en medio de esta euforia, vio las espaldas de un hombre que salía de la estación del ferrocarril y pensó por un instante que era su padre, y se sintió contenta, aliviada; pero no era él; y el resto de aquel día le temblaron las manos de rabia, vergüenza, miedo y nostalgia.

Tiempo más tarde, volvió a suceder. Sucedió varias veces, y comenzó a pensar que aquellas experiencias eran una especie de visiones fantasmales como las que se vislumbran en el espejo, su vida pasada que la acechaba: su padre, sus tíos, su hermano, sus primos, de hecho siempre los rostros de varios extraños, apenas lo suficientemente parecidos como para darle un buen susto, para hacer que su corazón saltara de miedo, a pesar de que los quería a todos. Le hubiese hecho muy feliz pensar que estaban orgullosos de ella, que les importaba tanto a todos que irían a buscarla. Pero si eso significaba regresar al harén, entonces no quería verlos nunca más. Nunca más se sometería a las reglas de nadie. Ahora, hasta las normas más corrientes y sensatas le daban un breve arrebato de furia, un NO instantáneo y completo que solía invadirla como un grito nervioso. Islam, en su significado literal, quería decir sumisión: ¡pero NO! Ella había perdido ese rasgo. Una mujer policía de tráfico, advirtiéndole que no cruzara la carretera del ajetreado puerto si no era por el paso de peatones: Budur la insultó. Las normas de la casa en la zawiyya; apretaba los dientes con todas sus fuerzas. No dejes platos sucios en el fregadero, ayuda a lavar las sábanas cada jueves; NO.

Pero toda esa rabia era trivial comparada con el hecho de su libertad. Se despertaba por la mañana, se daba cuenta de dónde estaba, saltaba de la cama llena de una sorprendente energía. Una hora de vigoroso trabajo en la zawiyya la dejaba preparada y satisfecha, es decir, un poco de trabajo comunal, baños limpios, platos, todas las faenas que debían hacerse cada día, todas esas que en casa las habían hecho siempre los criados; ¡pero cuánto mejor era hacer ese trabajo durante una hora que tener a otros seres humanos sacrificando toda su vida para hacerlo! ¡Estaba tan claro que ése era el modelo para todos los trabajos y las relaciones humanas!

Después de hacer todas esas cosas, salía al fresco aire del océano, una droga fría, salada y húmeda, a veces con la lista de la compra, a veces sólo con la bolsa de libros y los materiales para escribir. No importaba adónde iba: cogía el camino del puerto para ver el océano del otro lado del rompeolas y el viento azotando las banderas; una hermosa mañana se detuvo al final del rompeolas sin un sitio adonde ir y sin nada que hacer; nadie en el mundo sabía dónde estaba en ese momento. ¡Dios mío, el sentimiento de esa libertad! El puerto atestado de barcos, el agua marrón saliendo al mar con la marea baja, el cielo una pincelada de límpido azul celeste y, de repente, ella floreció; en su pecho había océanos de nubes, y lloró de alegría. ¡Ah, Nsara!

¡Nsssarrrrra! Pero lo primero, muchas mañanas, era visitar la Casa de los Inválidos de la Media Luna Blanca, un amplio cuartel del ejército remodelado que estaba a un buen trecho en el parque del río. Ése era uno de los deberes que Idelba le había asignado, a Budur le resultaba al mismo tiempo pavoroso e inspirador, como se suponía que tenía que ser ir a la mezquita cada viernes y en realidad nunca lo había sido. La mayor parte de aquel cuartel devenido hospital estaba habilitada para unos cuantos miles de soldados ciegos, que habían quedado así por el gas en el frente oriental. Por las mañanas se sentaban todos en silencio, en camas, en sillas o en sillas de ruedas, según fuera el caso, mientras alguien les leía, generalmente una mujer: los periódicos del día con sus finas hojas entintadas o diferentes textos, en algunas ocasiones el Corán y la hadith, aunque éstos eran menos populares. Además de quedar ciegos, muchos hombres habían sido heridos y no podían caminar ni moverse; se sentaban allí con su resto de cara o sin piernas, conscientes, aparentemente, de su aspecto y mirando fijamente hacia donde estaban las lectoras con semblante hambriento y avergonzado, como si fueran a matarla o comérsela si pudieran, consecuencia del amor imposible o del amargo resentimiento, o de todo mezclado. Nunca en su vida, Budur había visto expresiones tan desnudas; a menudo mantenía la mirada fija en el texto que estaba leyendo, como si supiera que en el caso de que levantara la vista para mirarlos ellos lo sabrían y la esquivarían o resoplarían para mostrar desaprobación. Su vista periférica le mostraba una audiencia salida de una pesadilla, como si una de las habitaciones del infierno hubiera surgido del mundo subterráneo para exponer a sus habitantes, que esperaban ser procesados, como lo habían esperado mientras vivían y ya habían sido procesados. A pesar de que ella intentaba no mirar, cada vez que les leía, Budur veía que más de uno de ellos lloraba, sin importar qué estuviera leyendo, aunque fuera la información meteorológica de cualquier parte del mundo. De hecho, la página del tiempo de los periódicos era una de las lecturas favoritas de aquellos despojos humanos.

Entre las compañeras lectoras de Budur había mujeres muy poco atractivas que sin embargo se destacaban por su voz: grave, clara, musical, mujeres que habían cantado durante toda su vida sin haberse enterado (la conciencia de ello hubiera estropeado el efecto); cuando ellas leían, muchos hombres se incorporaban en su cama o silla de ruedas, ensimismados, enamorados de una mujer a la que nunca hubieran mirado dos veces si hubieran podido verla. Budur se daba cuenta también de que algunos hombres se incorporaban de la misma manera cuando ella leía, aunque para ella misma su voz era desagradablemente aguda y áspera. Pero tenía sus admiradores. A veces les leía las historias de Scheherazade, y se dirigía a ellos como si fueran el furioso rey Shahryar y ella la astuta narradora de cuentos, que conseguía sobrevivir una noche más; un día, después de emerger de aquella antesala del infierno y regresar a la empapada luz del sol del nublado mediodía, casi se quedó pasmada al darse cuenta del drástico cambio de la historia: Scheherazade podía marcharse, mientras que los Shahryars se quedaban para siempre encerrados en sus cuerpos destrozados.

3

Cumplido ese deber, Budur atravesaba el zoco hasta llegar al sitio donde tomaba clases, las asignaturas que había sugerido tía Idelba. Las clases del instituto de la madraza se daban en el monasterio y en el hospital budista; Budur pagaba una cuota con el dinero que le prestaba Idelba para hacer tres cursos: principios de estadística (que de hecho comenzaban con una aritmética sencilla), contabilidad e historia del islam.

Este último curso era dado por una mujer llamada Kirana Fawwaz, una argelina de tez oscura y baja estatura, con una voz intensa que sonaba ronca por el hábito de fumar. Parecía tener cuarenta o cuarenta y cinco años. En la primera clase les informó de que ella había trabajado en los hospitales de guerra y luego, cerca del fin de la Nakba (o de la Catástrofe, como solían llamar en aquel entonces a la guerra) en la brigada de mujeres magrebíes. Sin embargo no se parecía en nada a los soldados de la Casa de la Media Luna Blanca; ella había salido de la contienda con el aire de alguien que había vencido, y en la primera clase declaró que de hecho los musulmanes habrían ganado la guerra si no hubieran sido traicionados tanto dentro como fuera de casa.

—¿Traicionados por quién? —preguntó con su voz áspera de grajo, viendo la pregunta en los rostros de todos sus oyentes—. Os lo diré: por los clérigos. En general por nuestros hombres. Y por el propio islam.

Su audiencia la miró fijamente. Algunos bajaron la cabeza con cierta incomodidad, como esperando que Kirana fuera a ser detenida en aquel preciso instante, si no fulminada por un relámpago. Seguramente que como mínimo más tarde aquel día sería atropellada por un tranvía inesperado. Y en la clase también había varios hombres, de hecho uno de ellos estaba sentado al lado de Budur, y llevaba un parche en el ojo. Pero ninguno de ellos dijo nada, y la clase siguió como si fuera posible decir semejantes cosas y salir impune.

—El islamismo es el último de los antiguos monoteísmos del desierto —les dijo Kirana—. En ese sentido es arcaico, es una anomalía. Siguió los pasos de los primeros monoteísmos pastorales del Occidente Medio y se construyó sobre la base de éstos, que precedieron a Mahoma por lo menos varios siglos: el cristianismo, el esenismo, el judaismo, el zoroastrismo, el mitraismo, etcétera, etcétera. Todos ellos eran fuertemente patriarcales, llegados para reemplazar a anteriores politeísmos matriarcales creados por las primeras civilizaciones agrícolas, en las que los dioses estaban presentes en todas las plantas domésticas y se consideraba que las mujeres eran decisivas en la producción de comida y de vida nueva.

»Por lo tanto, el islamismo llegó tarde, y por ello, fue un agente correctivo de los antiguos monoteísmos. Tuvo la posibilidad de ser el mejor de los monoteísmos, y en muchos sentidos lo fue. Pero debido a que comenzó en una Arabia que había sido destrozada por las guerras del imperio romano y de los estados cristianos, tuvo que enfrentarse primero con un caos casi absoluto, una guerra tribal de todos contra todos, en la que las mujeres estaban a merced de cualquiera de los contendientes. Desde aquellas profundidades ninguna religión nueva podía saltar muy alto.

»De esta manera, Mahoma llegó como un profeta que intentaba tanto hacer el bien como no ser aplastado por la guerra y por haber oído voces divinas que farfullaban cosas en algunas ocasiones, tal como atestigua el Corán.

Este comentario provocó resoplidos, y varias mujeres se pusieron de pie y salieron de la sala. Sin embargo, todos los hombres se quedaron allí como si estuvieran paralizados.

—Ya fuera que se lo hubiera dicho Dios o que farfullara lo que se le pasaba por la cabeza (eso no tiene importancia), el resultado final fue bueno, al principio. Aumentó tremendamente el acatamiento de la ley, la justicia, los derechos de las mujeres y, en un sentido general, el orden y el propósito humano en la historia. De hecho, fue precisamente este sentido de justicia y propósito divino lo que dio al islam su poder único en los primeros siglos anteriores a la Hégira, cuando se extendió por el mundo a pesar de que no aportaba ninguna ventaja material; una de las únicas demostraciones bien definidas del poder de la idea misma en toda la historia.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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