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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (95 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Después de eso se acercó más gente que nunca para expresar su agradecimiento y su aprecio, a pesar de la sustitución del objeto ausente. Y más tarde, cuando la hora conmemorativa se extinguía poco a poco, algunos fueron a cenar a un restaurante cercano, y cuando terminaron, un grupo aún más pequeño se rezagó después con el café y el baklava. Era como si estuvieran en uno de los cafés azotados por la lluvia de Nsara.

Y finalmente, muy tarde en la noche, cuando apenas quedaba una docena de noctámbulos y los camareros del restaurante hacían cara de querer cerrar, Piali miró a su alrededor y recibió una inclinación de cabeza de parte de Abdol Zoroush, y miró a Budur:

—Aquél es el doctor Chen —le dijo, señalando a un chino de cabellos blancos que estaba en la punta de la mesa, quien saludó con la cabeza—, ha traído trabajo de su equipo sobre el alactino. Ésta era una de las cosas con las que Idelba estaba trabajando, como tú sabes. Él quiere compartir su trabajo con todos nosotros. Ellos han llevado a cabo las mismas mediciones que nosotros, con respecto a la división de los átomos de alactino, y a cómo se puede aprovechar esto para crear un explosivo. Pero ellos incluso han hecho más cálculos, que el resto de nosotros hemos revisado durante la conferencia, incluyendo aquí al maestro Ananda —y otro anciano sentado al lado de Chen saludó con la cabeza—, y que dejan claro que la forma particular de alactino que sería necesaria para cualquier reacción explosiva en cadena es de una naturaleza tan extraña que no podría ser reunida en cantidades suficientes. Primero tendría que reunirse una forma natural y luego tendría que ser procesada en fábricas, con un procedimiento que ahora mismo es sólo hipotético; y aunque fuera factible hacerlo, sería tan difícil que se necesitaría toda la capacidad industrial de un Estado para producir el material necesario para hacer aunque sólo fuera una bomba.

—¿De verdad? —preguntó Budur.

Todos asintieron con la cabeza, pareciendo silenciosamente aliviados, hasta felices. El traductor del doctor Chen le habló en chino y él asintió y respondió algo.

El traductor dijo en persa:

—El doctor Chen quisiera agregar que, por sus observaciones, parece muy poco probable que cualquier país sea capaz de reunir esos materiales durante muchos años, aunque quisieran. Así que estamos a salvo. A salvo de eso, en cualquier caso.

—Entiendo —dijo Budur, y saludó con la cabeza al anciano chino—. ¡Como sabéis, Idelba estaría muy contenta si oyera lo que decís! Estaba bastante preocupada, como sin duda sabéis. Pero también exigiría la creación de una especie de organización científica, tal vez de físicos atómicos. O un grupo científico más general, que tomara medidas para asegurarse de que la humanidad no se vea nunca amenazada por la posibilidad del uso bélico de lo que ella investigó. Después de lo que ha pasado el mundo con la guerra, no creo que pudiera soportar la introducción de una superbomba. Nos llevaría a todos a la locura.

—Exactamente —dijo Piali, y cuando las palabras de Budur fueron traducidas, el doctor Chen volvió a hablar.

Su traductor dijo:

—El estimado profesor dice que piensa que los comités científicos para aumentar..., o..., o para asesorar...

El doctor Chen intervino con un comentario.

—Guiar a los gobiernos del mundo, dice, diciéndoles lo que es posible, lo que es aconsejable... Dice que piensa que esto podría hacerse discretamente, en el... agotamiento de la posguerra. Dice que piensa que los gobiernos accederán a que existan tales comités, porque al principio no serán conscientes de lo que esto significa..., y para cuando se den cuenta de lo que significa, serán incapaces de..., de desmantelarlos. Y entonces los científicos podrían tener un papel más... más importante en los asuntos políticos. Eso es lo que dijo.

Los otros asentían con aire pensativo, algunos prudentes, otros preocupados; sin duda, muchos de los hombres allí presentes estaban pagados por sus respectivos gobiernos.

—Al menos podemos intentarlo —dijo Piali—. Sería una muy buena manera de recordar a Idelba. Y podría llegar a funcionar. Como mínimo, parece que podría ayudar.

Todos asintieron otra vez con la cabeza, y después de la traducción, el doctor Chen asintió también.

—Podría ser introducido simplemente como una cuestión científica, de coordinación de esfuerzos, sabéis, como parte de la creación de una ciencia mejor —se atrevió a decir Budur—. Al principio cosas sencillas que parecen totalmente inofensivas, como la uniformidad de los sistemas de pesos y medidas, racionalizados matemáticamente. O un calendario solar preciso controlado por el movimiento de la Tierra alrededor del sol. Ahora mismo, ni siquera estamos de acuerdo en la fecha. Todos venimos aquí en años diferentes, como sabéis, y ahora nuestros anfitriones han resucitado otro nuevo sistema. Ahora mismo debe haber múltiples cronologías en uso. Ni siquiera estamos de acuerdo en la duración del año. De hecho todavía estamos viviendo en historias diferentes, a pesar de que se trata de un mismo mundo, como nos ha enseñado la guerra. Vosotros los científicos deberíais tal vez reunir a vuestros matemáticos y astrónomos, y establecer un calendario científicamente preciso, y comenzar a utilizarlo para todos los trabajos científicos. Eso podría llevarnos a un sentido más amplio de comunidad mundial.

—¿Y cómo comenzaríamos? —preguntó alguien.

Budur se encogió de hombros; no había pensado en esa parte. ¿Qué diría Idelba?

—¿Qué os parece si comenzamos ahora mismo? Asignemos a este encuentro la fecha cero. Después de todo, es primavera. Comenzar el año con el equinoccio de primavera, tal vez, como ya lo hacen muchos, y luego sencillamente numerar los días de cada año, evitando las diferentes maneras de calcular meses y cosas por el estilo, las semanas de siete días, las semanas de diez días, todo eso. O cualquier otra cosa sencilla, algo que esté más allá de la cultura, algo que no pueda ser discutido por su origen físico. Día dos cincuenta y siete del Año Uno. Hacia adelante y hacia atrás a partir de esa fecha cero, trescientos sesenta y cinco días, agregando los días sueltos, lo que sea necesario para ser preciso con la naturaleza. Luego, cuando todo esto esté universalizado, o aceptado en todo el mundo, cuando llegue el momento en que los gobiernos comiencen a presionar a sus científicos para que trabajen solamente para una parte de la humanidad, pueden decir: lo siento, la ciencia no trabaja de esa manera. Formamos parte de un sistema que trabaja para todos los pueblos. Sólo trabajamos para que las cosas vayan bien.

El traductor vertía todo esto al chino para el doctor Chen, quien observaba atentamente a Budur mientras hablaba. Cuando terminó, asintió con la cabeza y dijo algo.

—Dice que ésas son buenas ideas. Que lo intentemos y veamos qué sucede —dijo el intérprete.

Después de aquella noche, Budur siguió asistiendo a las sesiones, y tomando apuntes, pero estaba distrída por pensamientos acerca de las discusiones en privado que sabía se estaban llevando a cabo entre los físicos en el otro lado de la madraza: se estaban haciendo planes. Piali le contó todo al respecto. Sus apuntes comenzaron a convertirse en listas de cosas que se debían hacer. En la soleada Ispahán, una ciudad que era vieja pero totalmente nueva, como un jardín recién plantado en un mar de ruinas, era fácil olvidar el hambre que pasaban en Firanja, en China y en África, y de hecho en la mayor parte del mundo. Puesto sobre el papel, parecía que podían salvarlo todo.

Una mañana, sin embargo, pasó por la presentación de un cartel que le llamó la atención. Se llamaba: «Una aldea tibetana encontrada intacta». Parecía igual que cualquier otro cartel, pero había algo en éste que le llamaba mucho la atención. Como muchos carteles, el texto principal era en persa, con textos más pequeños traducidos al chino, támil, árabe y algonquino, las «cinco grandes» lenguas de la conferencia. La presentadora y autora del cartel era una mujer joven, grande y de rostro plano, que respondía nerviosamente las preguntas de un pequeño grupo, no más de media docena de personas, que se habían reunido para escuchar la presentación formal. Ella misma era tibetana, aparentemente, y estaba utilizando a uno de los traductores iraníes para contestar todas las preguntas que recibía. Budur no estaba segura de si ella hablaba en tibetano o en chino.

De cualquier manera, como ella le explicaba a alguien, una avalancha y un desprendimiento de rocas habían cubierto una aldea en las montañas del Tíbet; como consecuencia de ello, se había conservado todo lo que había en la aldea como si se tratara de un enorme refrigerador de roca, de modo que los cuerpos habían quedado congelados, y todo estaba en perfecto estado: los muebles, las ropas, la comida, hasta los últimos mensajes que los dos o tres aldeanos instruidos habían escrito, antes de que la falta de oxígeno los matara.

Las fotografías de la aldea excavada hicieron que Budur se sintiera muy extraña. Tenía cosquillas justo detrás de la nariz, o sobre el paladar, hasta que pensó que podría llegar a estornudar, o a tener náuseas, o a llorar. Había algo espantoso acerca de aquellos cadáveres, casi sin alterar a través de todos los siglos; sorprendidos por la muerte, pero obligados a esperarla.

Algunos hasta habían escrito mensajes de despedida. Miró las fotografías de los mensajes, escritos en el margen de un libro religioso; la letra era clara, y parecía sánscrito. La taducción árabe que había debajo de una de ellas tenía un sonido familiar:

Hemos sido enterrados por una gran avalancha, y no podemos salir. Kenpo aún lo está intentando, pero no va a funcionar. El aire se está poniendo malo. No tenemos mucho tiempo. En esta casa estamos Kenpo, Iwang, Sidpa, Zasep, Dagyab, Tenga y Baram. Puntsok se fue justo antes de que cayera la avalancha, no sabemos qué ha sido de él.«Toda existencia es como el reflejo de un espejo, sin sustancia, un fantasma de la mente. Tomaremos forma otra vez en otro lugar.» Alabado sea Buda el Misericordioso.

Las fotografías se parecían un poco a las que Budur había visto de ciertos desastres ocurridos durante la guerra, la muerte invadiendo sin dejar demasiada marca en la vida cotidiana, excepto en que todo había cambiado para siempre. Al mirarlas, Budur se sintió de repente mareada, y en el vestíbulo de la cámara de la conferencia pudo sentir casi el choque de la nieve y las rocas cayendo sobre su tejado, atrapándola. Y a toda su familia y amigos. Pero así era como había ocurrido. Así era como ocurría.

Todavía estaba bajo el hechizo del cartel, cuando Piali llegó apresuradamente.

—Me temo que tendremos que regresar a casa lo antes posible. El mando del ejército ha suspendido al gobierno e intenta tomar el poder en Nsara.

22

Volaron de regreso al día siguiente, Piali preocupado por la lentitud del viaje, con el deseo de que los aviones militares hubieran sido adaptados más generalmente para el uso de pasajeros civiles y preguntándose si serían arrestados al llegar, como intelectuales que visitaban una potencia extranjera en tiempos de emergencia nacional, o algo por el estilo.

Pero cuando llegaron al campo de aviación cercano a Nsara, no sólo no fueron arrestados sino que, de hecho, mirando por las ventanas del tranvía a medida que iba entrando en la ciudad, no podían decir que algo hubiera cambiado.

Pero cuando bajaron del tranvía y fueron caminando hasta el barrio de la madraza, pudieron apreciar alguna diferencia. Los muelles estaban más tranquilos. Los estibadores habían pasado el trabajo en los muelles para protestar por el golpe de estado. Ahora había soldados de guardia en las grúas y los pórticos, y grupos de hombres y mujeres en las esquinas de las calles que observaban a los soldados.

Piali y Budur entraron en las oficinas del edificio de física, y escucharon las últimas noticias de boca de los colegas de Piali. El comando del ejército había disuelto el consejo de Estado de Nsara y los panchayats barriales, y declarado la ley marcial. La estaban llamando sharia; algunos mulás estaban de acuerdo con esta medida, y eso aseguraba cierta legitimidad religiosa al nuevo régimen, aunque muy superficial; los mulás involucrados en esa política eran reaccionarios de línea dura que no estaban al tanto de todo lo que había estado pasando en Nsara desde la guerra, parte de la gente que planteaba «nosotros ganamos», o, como los había llamado siempre Hasán, la gente del «nosotros habríamos ganado si no hubiera sido por los armenios, los sijs, los judíos, los zott, y cualquier otro que no nos caiga bien», es decir la gente del «nosotros habríamos ganado si el resto del mundo no nos hubiera molido a palos». Para estar entre personas de igual parecer tendrían que haberse mudado a los emiratos alpinos o a Afganistán hacía ya mucho tiempo.

Así que nadie fue engañado por la fachada del golpe. Y puesto que las cosas últimamente se habían estado poniendo un poco mejor, el momento del golpe no fue particularmente bueno. No tenía sentido; aparentemente sólo había sucedido porque los oficiales habían estado viviendo con ingresos fijos durante el período de la hiperinflación, y pensaban que los demás estaban tan desesperados como ellos. Pero mucha, mucha gente estaba todavía harta del ejército, y apoyaban a sus panchayats barriales si no eran del consejo de Estado. Así que a Budur le parecía que las posibilidades para una resistencia exitosa eran buenas.

Kirana era mucho más pesimista. Se enteraron de que ella estaba en el hospital; Budur salió corriendo hacia allí apenas lo supo; se sentía herida y asustada. Era sólo para unas pruebas, le informó Kirana bruscamente, aunque no las identificaba; tenía algo que ver con la sangre o los pulmones, sacó Budur en conclusión. Sin embargo, desde la cama del hospital estaba llamando a todas las zawiyyas de la ciudad, organizando cosas.

—Ellos tienen las armas, así que pueden ganar, pero no lo van a tener tan fácil.

Muchos de los estudiantes de la madraza y del instituto ya estaban reunidos en grupos numerosos en la plaza central, en el camino del acantilado y en los muelles, y en los grandes patios de la mezquita, gritando, coreando, cantando, y a veces arrojando piedras. Kirana no estaba satisfecha con estas acciones y se pasaba hablando por teléfono su descanso para tratar de programar un mitin:

—Os esconderán otra vez detrás del velo, intentarán volver atrás el reloj hasta que todas seáis otra vez animales domésticos; tenéis que salir a las calles en gran número, esto es lo único que asusta a los líderes del golpe.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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