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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (79 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Ella guió a Ahab cuesta arriba a través de los apartamentos que cubrían la ladera de la colina que daba a la ciudad, hasta la calle principal. El muro que rodeaba su casa era precioso, un tejido estampado de piedras vestidas de verde y gris. El portal de madera tenía encima un arco de piedras que parecía estar sostenido por la glicina; se podía quitar el sillar clave y aun así el arco se mantendría en su lugar. Ahmet, el portero, estaba en su asiento en el pequeño y acogedor cuarto de madera en el lado de adentro del pórtico, desde donde arengaba a todos los que querían pasar, con su bandeja de té lista para servir a los que tenían tiempo para entretenerse un poco.

Dentro de la casa, tía Idelba estaba hablando por teléfono, que estaba colocado sobre una mesa en el patio interior debajo del alero, donde cualquiera podía oírte cuando hablaba. Ésta era la manera que tenía Padre para evitar que se dijera algo fuera de lugar, pero la verdad era que tía Idelba generalmente estaba hablando de la naturaleza microscópica y de las matemáticas del interior del átomo, de manera que era imposible enterarse de qué estaba hablando. De cualquier modo, a Budur le gustaba escucharla, porque le recordaba a los cuentos de hadas que tía Idelba le había contado mucho tiempo antes, cuando Budur era más pequeña, o cuando hablaban de cocina con Madre —cocinar era una de sus pasiones—, y solía recitar de un tirón hechizos, recetas, procedimientos y herramientas, todos ellos misteriosos y sugestivos como lo eran aquellas conversaciones telefónicas, como si estuviera cocinando un mundo nuevo. Y a veces dejaba el teléfono con aspecto de preocupación y aceptaba distraídamente los abrazos de Budur y reconocía que eso precisamente era lo que ocurría: los ilmi, los científicos, estaban de hecho cocinando un mundo nuevo. O podrían hacerlo. Una vez colgó el teléfono ruborizada, y bailó un corto minué alrededor del patio, cantando sílabas sin sentido y el sonsonete que cantaban cuando lavaban las ropas: «Dios es grande, grande es Dios, lava nuestras ropas, lava nuestras almas».

Esta vez colgó y ni siquiera vio a Budur; se quedó mirando fijamente el trozo de cielo que podía verse desde el patio.

—¿Qué sucede, Idelba? ¿Te sientes
hem
?

Hem
era el término que utilizaban las mujeres para expresar una especie de leve depresión que no tenía una causa evidente.

Idelba negó con la cabeza.

—No, esto es un mushkil —vale decir, un problema específico.

—¿Qué sucede?

—Pues... en pocas palabras, los investigadores del laboratorio están obteniendo unos resultados bastante extraños. Eso es lo que sucede. Nadie puede decir qué significan.

Este laboratorio con el que Idelba hablaba por teléfono era actualmente su contacto más importante con el mundo exterior. Ella había sido profesora de matemáticas e investigadora en Nsara y, junto con su esposo, investigadora de la naturaleza microscópica. Pero la muerte prematura de su esposo había revelado algunas irregularidades en sus asuntos, e Idelba había quedado en la miseria; al final, el empleo que habían compartido había resultado que era sólo de él, de modo que se quedó sin trabajo, y sin un sitio donde vivir. O al menos eso era lo que había dicho Yasmina; Idelba misma nunca hablaba de aquello. Un día había aparecido con una sola maleta, llorando, para hablar con el padre de Budur, su medio hermano. Él había aceptado hospedarla durante un tiempo. Ésta, explicaba Padre más tarde, era una de las cosas para las que servían los harenes; protegían a las mujeres que no tenían donde ir.

—Tu madre y vosotras, muchachas, os quejáis del sistema, pero realmente, ¿hay otra alternativa? El sufrimiento de las mujeres que se quedan solas sería enorme.

Madre y la prima mayor de Budur, Yasmina, solían resoplar o gruñir con las mejillas encendidas cuando oían eso. Rema, Aisha y Fátima las miraban con curiosidad, tratando de entender qué deberían sentir ellas mismas por lo que después de todo para ellas era el orden natural de las cosas. Tía Idelba nunca decía nada al respecto, ni daba las gracias ni se quejaba. Sus viejos conocidos aún la llamaban por teléfono, especialmente un sobrino, que aparentemente tenía un problema en el que él pensaba que ella podría ayudarlo; llamaba bastante a menudo. Una vez, Idelba trató de explicar a Budur y a sus hermanas el porqué, con la ayuda de una pizarra y unas tizas.

—Los átomos tienen una cáscara alrededor, como esas esferas en el cielo de las pinturas antiguas, que rodean el corazón del átomo, que es pequeño pero pesado. En el núcleo del átomo hay juntas tres clases de partículas, algunas tienen yang, algunas tienen yin, algunas son neutras, en diferentes cantidades para cada sustancia, y están unidas unas a otras por una fuerza poderosa, muy poderosa, pero también muy local, en el sentido de que no es necesario alejarse demasiado del núcleo para que la fuerza se reduzca mucho.

—Como un harén —dijo Yasmina.

—Sí, bueno. Me temo que eso podría parecerse más a la gravedad.

Pero de todas formas, hay una repulsión qi entre todas las partículas, que contrarresta la fuerza poderosa, y ambas compiten, más o menos, junto con otras fuerzas. Ahora bien, ciertos metales muy pesados tienen tantas partículas que algunas de ellas se filtran, una por una, y las únicas partículas que se filtran dejan huellas características a distintas velocidades. Allí, en Nsara, han obtenido extraños resultados con un metal pesado en particular, un elemento más pesado que el oro, el más pesado encontrado hasta ahora, llamado alactino. Lo bombardean con partículas neutras, y los resultados son muy extraños, todos ellos, de una manera difícil de explicar. El pesado núcleo de este elemento parece ser inestable.

—¡Como Yasmina!

—Sí, bueno, es interesante que lo digas; aunque no es cierto, sugiere la manera en la que continuamos pensando en el modo de imaginar estas cosas que son demasiado pequeñas para que podamos verlas. —Hizo una pausa, mirando la pizarra y luego a sus atónitas alumnas. Un ataque de cierta emoción invadió sus facciones, luego desapareció—. Bueno. Sólo se trata de otro fenómeno que necesita ser explicado; dejémoslo ahí. Harán falta más investigaciones de laboratorio.

Después de eso, garabateó en silencio durante un rato. Números, letras, ideogramas chinos, ecuaciones, puntos, diagramas; parecía algo sacado de las ilustraciones de los libros del Alquimista de Samarcanda.

Después de un rato se calmó y se encogió de hombros.

—Tendré que hablar de esto con Piali.

—¿Pero él no está en Nsara? —preguntó Budur.

—Sí. —Budur se dio cuenta de que eso también formaba parte del mishkul—. Hablaremos por teléfono, por supuesto.

—Háblanos de Nsara —le pidió Budur por milésima vez.

Idelba se encogió de hombros; no estaba de humor para hablar de eso. De hecho, nunca lo estaba; necesitaba cierto tiempo para abrirse paso a través de la maraña de pesares y llegar hasta esa época. Su primer esposo se había divorciado de ella cuando le faltaba poco para la menopausia y aún no había tenido hijos; su segundo esposo había muerto joven; tenía muchos pesares por superar. Pero si Budur era paciente y se limitaba a seguirla por la terraza, entrando y saliendo de las habitaciones, por fin conseguía hacer el pasaje, ayudada tal vez por los cambios de habitación en habitación, coincidiendo con la noción de que cada lugar de la Tierra en el que hemos vivido es como una habitación en nuestra mente, con su cielo como techo, las colinas como paredes y los edificios como muebles, como si nuestra vida se hubiera movido de una habitación a la otra en una estructura más grande; las habitaciones antiguas aún existen y sin embargo también se han ido, o se han quedado vacías, de manera que en la realidad sólo es posible trasladarse a una habitación nueva o quedarse encerrado en la que estabas, como en una cárcel; sin embargo, en la mente...

Al principio, Idelba solía hablar del clima de allí, de las tormentas del Atlántico que llegaban con raudales de agua, viento, nubes, lluvia, niebla, aguanieve, bruma, a veces nieve, todo interrumpido por días soleados con sus tenues fragmentos de luz engalanando el paseo marítimo y la desembocadura del río, los muelles de la inmensa ciudad llenando el valle en ambas orillas aguas arriba hasta Anjou; todos los estados de Asia y de Firanja llegan desde el oeste hasta ésta, la más occidental de las ciudades, para encontrarse con la otra gran afluencia por mar, gente de todo el mundo, incluyendo a los apuestos hodenosauníes y a los temblorosos exiliados de Inca, con sus sarapes y sus joyas de oro que salpicaban las tardes grises y oscuras de invierno azotadas por las tormentas con pequeños trozos de brillo metálico. La combinación de todas estas cosas exóticas convertía a Nsara en un lugar fascinante, decía Idelba, al igual que las inoportunas embajadas de los chinos y de Travancore, imponiendo las condiciones del acuerdo de posguerra, allí presentes como monumentos a la derrota islámica en la guerra, largos bloques sin ventana en la parte trasera del barrio del puerto. Mientras describía aquello, los ojos de Idelba empezaban a brillar y su voz a animarse cada vez más; casi siempre, si no se interrumpía de golpe, terminaba exclamando ¡Nsara! ¡Nsara! ¡Ohhh, Nssssarrrrra! Y entonces a veces se sentaba allí donde estuviera y se cogía la cabeza con las manos, abrumada. Budur estaba segura de que Nsara era la ciudad más emocionante y maravillosa de la Tierra.

Por supuesto, los de Travancore habían fundado allí una escuela monasterio budista, tal como lo habían hecho en todos los pueblos y las ciudades de la Tierra, según parecía, con los departamentos y laboratorios más modernos, justo al lado de la antigua madraza y de la mezquita, que aún funcionaban como lo habían estado haciendo desde el año 900. Los monjes y los maestros budistas hacían que los clérigos de la madraza parecieran muy ignorantes y provincianos, decía Idelba, pero siempre tenían deferencia con las prácticas musulmanas, eran muy discretos y respetuosos, y con el tiempo cierto número de maestros y clérigos reformistas sufies habían terminado construyendo sus propios laboratorios y habían tomado clases en las escuelas monasterio para prepararse para trabajar en las cuestiones de la ley natural en sus propios establecimientos.

—Ellos nos dieron tiempo para que tragáramos y digiriéramos la amarga píldora de la derrota —decía Idelba de aquellos budistas—. Los chinos fueron inteligentes al mantenerse alejados y permitir que aquellas personas fueran sus emisarios. De esa manera nunca vemos en qué medida son despiadados los chinos en realidad. Nosotros creemos que la gente de Travancore es toda la historia.

Pero a Budur le parecía que los chinos no eran tan duros como podrían haberlo sido. Las reparaciones de guerra eran razonables, admitía Padre, y si no era posible pagarlas, las deudas eran condonadas o aplazadas. Y en Firanja, al menos, las escuelas monasterio y los hospitales budistas eran las únicas señales de que los vencedores de la guerra imponían su voluntad o casi; esa parte oscura, la sombra de los conquistadores, el opio, se estaba convirtiendo en algo cada vez más corriente en las ciudades firanji, y Padre aseguraba con enfado después de leer los periódicos que como todo llegaba de Afganistán y de Birmania, los envíos que llegaban a Firanja estaban casi con toda seguridad permitidos por los chinos. Incluso en Turi era posible ver a las pobres almas en los cafés del barrio de trabajadores río abajo, aturdidos por el humo de extraño olor; Idelba decía que en Nsara la droga ya se había extendido como en cualquier otra ciudad del mundo, a pesar de que era la ciudad mundial del islam, la única capital islámica que no había sido destruida por la guerra: Constantinopla, El Cairo, Moscú, Teherán, Zanzíbar, Damasco y Bagdad habían sido bombardeadas y todavía no habían sido completamente reconstruidas.

Pero Nsara había sobrevivido, y ahora era la ciudad de los sufíes, la ciudad de los científicos, la ciudad de Idelba; había llegado allí después de una infancia en Turi y en la granja familiar en los Alpes; allí había ido a la escuela, y las fórmulas matemáticas le habían hablado en voz alta desde las páginas de los libros; las entendía, ella hablaba aquel extraño idioma alquímico. Fueron hombres mayores quienes le explicaron las reglas de su gramática, y ella las siguió e hizo el trabajo, aprendió más, dejó su huella en las especulaciones teóricas acerca de la naturaleza de la materia microscópica cuando tenía apenas veinte años.

—Las mentes jóvenes suelen ser las más fuertes en matemáticas — decía más tarde, cuando había superado aquella etapa. En ese entonces, trabajando ya en los laboratorios de Nsara, ayudando al famoso Lisbi y a su equipo en el montaje de un acelerador cíclico. Después se había casado; se había divorciado; luego, aparentemente demasiado rápido y bastante misteriosamente, pensaba Budur, se había vuelto a casar, algo que en Turi resultaba casi insólito; había vuelto a trabajar con su segundo esposo, muy felizmente, hasta la inesperada muerte de él; y, otra vez misteriosamente, había regresado a Turi, donde se había retirado.

Budur le preguntó una vez:

—¿Llevabas velo entonces?

—A veces —contestó Idelba—. Dependía de la situación. El velo tiene una especie de poder, en determinadas situaciones. Toda esa clase de símbolos revela otras cosas; son frases que tienen un significado. La hijab puede decir a los extraños: «Soy islamita y me solidarizo con los míos, contra vosotros y contra todo el mundo». A los hombres islámicos puede decirles: «Jugaré este tonto juego, esta fantasía vuestra, pero sólo si a cambio de eso vosotros hacéis lo que yo os digo». Para algunos hombres este intercambio, esta capitulación del amor, es una especie de escape de la locura que implica ser un hombre. Así que el velo puede ser como ponerse la capa de una reina maga. —Pero al ver la expresión optimista de Budur agregó—: También puede ser como ponerse el collar de un esclavo, sin duda.

—¿Entonces a veces no lo usabas?

—Generalmente no. En el laboratorio hubiera sido una tontería. Llevaba una chilaba de laboratorio, igual que los hombres. Estábamos allí para estudiar los átomos, para estudiar la naturaleza. ¡Esa es la más grande de las devociones! Y sin género. Sencillamente, esa cuestión no tenía cabida allí. Así que a la gente con quien estás trabajando, la ves cara a cara, alma a alma. —Con los ojos brillantes, recitó un viejo poema—: «A cada instante llega una epifanía, y parte en dos la montaña».

De esa manera, Idelba había resuelto la cuestión del velo en su juventud; ahora se sentaba en el pequeño harén de clase media de su hermano, «protegida» por él de una manera que le daba frecuentes ataques de hem, que en realidad la convertían en una persona bastante voluble, como una Yasmina con cierta tendencia a la discreción más que a la charlatanería. Sola con Budur, colgando ropa recién lavada en la terraza, solía mirar las copas de los árboles que se asomaban entre los muros y suspirar.

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