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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (85 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—A nadie.

—Está bien.

Palabras invisibles, llenas de energía y de poder: harenes subatómicos, cada uno de ellos latiendo al borde de una gran explosión. Budur suspiró cuando esta imagen acudió a su mente. No había manera de escapar a la latente violencia que había en el corazón de las cosas. Hasta las piedras eran letales.

9

Cada mañana, en la zawiyya, Budur se levantaba y ayudaba en la cocina y en la oficina; de hecho, había muchas cosas que eran iguales en su trabajo en la zawiyya y su trabajo en el laboratorio, y a pesar de que parecían bastante diferentes en los distintos decorados, aun así encontraba en ellos cierto tedio; las clases y los paseos por la gran ciudad se convirtieron en las ocasiones en que Budur elaboraba sus sueños e ideas.

Caminaba por el puerto y el río, sin esperar ya que apareciera alguien de Turi y la llevara de regreso a la casa de su padre. Todavía, una gran parte de la inmensa ciudad era desconocida para ella, pero se movía por determinados barrios y a veces subía a un tranvía y llegaba hasta el final de su recorrido únicamente para ver los barrios por donde pasaba. Los barrios cerca del mar y del río constituían su estudio particular, lo cual por supuesto le daba mucho en qué pensar. Los pálidos rayos del sol se astillaban atravesando las nubes que galopaban sobre las olas arrastradas por el viento que llegaba del mar; ella se sentaba en los cafés detrás de los muelles o los que estaban al lado de la playa, leyendo y escribiendo, y levantaba la mirada para ver la cresta blanca de las olas lanzándose contra el gran faro al final del malecón. También caminaba por la costa rocosa del norte y por las playas. Los azules pálidos y lavados en el cielo detrás de las nubes que caían, los azules heridos del mar, los blancos de las nubes y las olas rotas; le encantaban los colores de aquellas cosas, las amaba con todo su corazón. Aquí era libre de ser totalmente ella misma. Valía la pena toda la lluvia para que después el aire estuviera tan limpio.

En un barrio bastante abandonado y castigado por las tormentas, al final del recorrido de la línea seis del tranvía, había un pequeño templo budista; un día, Budur vio fuera de él a la señora y la hija hodenosauníes de la clase de Kirana. Ellas la vieron y se acercaron.

—Hola —dijo la madre—. ¡Has venido a visitarnos!

—En realidad sólo estaba paseando por aquí —dijo Budur, sorprendida—. Me gusta este barrio.

—Sí —dijo amablemente, como si no le creyera—. Lamento haber supuesto mal, pero somos conocidas de tu tía Idelba, y pensé que tal vez habías venido aquí enviada por ella. Pero no es así..., bueno..., ¿te gustaría entrar?

—Gracias.

Un poco desconcertada, Budur las siguió dentro del recinto, que tenía un jardín de arbustos y gravilla alrededor de una campana que había junto a un estanque. Monjas vestidas de rojo oscuro caminaban dentro yendo a alguna parte. Una se sentó para hablar con las mujeres hodenosauníes, cuyos nombres eran Hanea y Ganagweh, madre e hija. Todas hablaban en firánjico, con un fuerte acento de Nsara mezclado con algo más. Budur las oyó hablar acerca de unas reparaciones en el tejado. Luego la invitaron a que fuera con ellas hasta una sala donde había una gran radio; Hanea se sentó delante de un micrófono y tuvo una conversación en su lengua a través del océano.

Después de eso, se unieron a varias monjas en una sala de meditación y se sentaron a salmodiar durante un rato.

—¿Entonces sois budistas? —preguntó Budur a las mujeres hodenosauníes una vez terminada la sesión y de regreso en el jardín.

—Sí —dijo Hanea—. Es bastante común entre nuestra gente. Lo encontramos muy similar a nuestra antigua religión. Y pienso que también debe de haber sido cierto que nos gustó la forma en que nos vinculó con los japoneses del lado oeste de nuestro país, que son como nosotros en tantos otros aspectos. Necesitábamos su ayuda contra la gente de vuestro lado.

—Entiendo.

Se detuvieron frente a un grupo de mujeres y hombres que estaban sentados en círculo sacando lascas a unos bloques de piedra arenisca para hacer unos ladrillos planos, según parecía, de forma perfecta y muy refinada. Hanea los señaló y explicó: —Son piedras de devoción, para la cima de Chomolungma. ¿Has oído hablar de este proyecto?

—No.

—Bueno, ya sabes, Chomolungma era la montaña más alta del mundo, hasta que fue bombardeada por la artillería musulmana durante la Guerra Larga. Así que ahora se ha comenzado un proyecto, muy lento por supuesto, para reemplazar la cumbre de la montaña. Se llevan hasta allí ladrillos como éstos, y luego hay escaladores que suben la montaña de Chomolungma. Cada escalador lleva un ladrillo y su tubo de oxígeno, y lo deja arriba para que los albañiles recuperen la cumbre.

Budur miraba fijamente los bloques de piedra, más pequeños que muchos de los cantos que decoraban el jardín. La invitaron a que cogiera uno, y así lo hizo; era casi tan pesado como tres o cuatro libros.

—¿Se necesitarán muchos?

—Muchos miles. Es un proyecto a muy largo plazo. —Hanea sonrió —. ¿Cien años, mil años? Depende de cuántos escaladores estén dispuestos a llevar una de estas placas hasta lo alto de la montaña. Los explosivos destrozaron una masa considerable de piedras. Pero es una buena idea, ¿verdad? Es el símbolo de una restauración más general del mundo.

En la cocina se estaba preparando una comida; e invitaron a Budur a que se quedara a comer con ellos, pero ella se disculpó, diciendo que necesitaba coger el tranvía de regreso.

—Por supuesto —dijo Hanea—. Dale nuestros recuerdos a tu tía. Esperamos ansiosamente reunirnos pronto con ella.

La mujer no explicó el porqué de ese interés, y Budur se quedó pensando en eso mientras iba hasta la parada de la playa y mientras el tranvía entraba en la ciudad, acurrucada en su pequeño refugio de cristal, protegida de las ráfagas del viento. Medio dormida, vio la imagen de una fila de gente que llevaba toda una biblioteca de libros de piedra hasta la cima del mundo.

10

—Ven conmigo a las Orcadas —le dijo un día Idelba—. Podrías ayudarme, además quiero enseñarte las ruinas que hay allí.

—¿A las Orcadas? ¿Dónde están?

Resultó ser que eran las más septentrionales de las islas celtas, al norte de Escocia. Buena parte de Gran Bretaña estaba ocupada por una población originaria de al-Andalus, el Magreb y África occidental; luego, durante la Guerra Larga los hodenosauníes habían construido una gran base naval en una bahía en la mayor de las islas, y aún estaban allí, en realidad vigilando a Firanja, pero también protegiendo con su presencia a algunos restos de la población original, celtas que habían sobrevivido a la afluencia tanto de francos como de firanjis, y por supuesto a la peste. Budur había leído algunos relatos acerca de estos supervivientes de la gran peste, altos, de piel pálida, cabellos rojos y ojos azules; cuando ella e Idelba se sentaron a una mesa que había junto a una ventana en la góndola del dirigible, observando las verdes colinas de Inglaterra que pasaban lentamente debajo de ellas, moteadas por la sombra de las nubes y cortadas en grandes cuadrados por cultivos, setos y muros de piedra gris, Budur se preguntó cómo sería estar frente a un verdadero celta; se preguntó si sería capaz de soportar aquella mirada fija, muda y acusadora, si acaso podría plantarse sin inmutarse al ver su piel y sus ojos albinos.

Pero, por supuesto, no fue así. Aterrizaron para descubrir que las islas Orcadas eran más bien ondulantes colinas cubiertas de hierba, con muy pocos árboles a la vista, excepto algunos agrupados alrededor de blanqueadas granjas con chimeneas en los extremos, un diseño ubicuo y aparentemente antiguo, puesto que estaba reproducido exactamente en ruinas grises en campos cercanos a las versiones actuales. Y los habitantes de las Orcadas no eran los consanguíneos imbéciles, medio brujos, pecosos y con esparaván que Budur había esperado ver a partir de los relatos de los esclavos blancos del sultán otomano, sino fornidos pescadores cubiertos de ropas impermeables, con el rostro rubicundo y cabellos de paja en algunos casos, con cabellos negros o castaños en otros, que se gritaban unos a otros como los pescadores de cualquier aldea de la costa de Nsara. Eran muy poco cohibidos en su trato con los firanjis, como si ellos fueran los normales y los firanjis los exóticos; lo cual, por supuesto, era cierto aquí. Estaba claro que, para ellos, las Orcadas eran todo el mundo.

Y cuando Budur e Idelba atravesaron el campo en una carreta motorizada para ver las ruinas de la isla, comenzaron a ver el porqué; el mundo había estado viniendo a las Orcadas durante tres mil años o más. Tenían razones para sentir que estaban en el centro de todas las cosas, en la encrucijada. Todas las culturas que habían vivido allí alguna vez, y quizás habría habido diez de ellas a lo largo de los siglos, habían construido utilizando la piedra arenisca estratificada de la isla, que había sido agrietada por las olas hasta formar placas de un tamaño manejable y vigas y anchos ladrillos planos, perfectos para construir muros sin necesidad de argamasa alguna, que eran aún más resistentes si se afianzaban con mortero. Los habitantes más antiguos también habían utilizado esas piedras para construir la estructura de sus camas y los estantes de sus cocinas, de manera que aquí, en una pequeña parcela de hierba que daba al mar occidental, era posible mirar el interior de unas casas de piedra de las que habían quitado de la arena que las llenaba y ver cómo había vivido la gente hacía más de cinco mil años, según se decía, incluidos sus herramientas y sus muebles tal como los habían dejado. Las habitaciones parecían a Budur iguales a las que ellas tenían en la zawiyya. Nada esencial había cambiado en tanto tiempo.

Idelba sacudía la cabeza al escuchar la cantidad de siglos que atribuían a aquellos hogares y los métodos de datación que utilizaban, y pensaba en voz alta acerca de ciertas geocronologías que ella tenía en mente y que podían ser profundizadas. Pero después de un rato se quedó tan en silencio como el resto, y miró atentamente los hermosos interiores de las antiguas casas. Esas cosas nuestras que perduran.

De regreso en la única ciudad de la isla, Kirkwall, caminaron atravesando calles empedradas hasta llegar a otro templo budista situado detrás de la antigua catedral de los lugareños, muy pequeña en compación con los grandes esqueletos que quedaban atrás en la tierra firme, pero techada y completa. El templo que había detrás era muy modesto; eran cuatro construcciones estrechas que rodeaban un jardín de rocas, en un estilo que para Budur era chino.

Aquí Idelba fue recibida por Hanea y Ganagweh. Budur se sorprendió al verlas, y ellas rieron al ver la expresión que se dibujó en su rostro.

—Te dijimos que volveríamos a verte pronto, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Budur—. ¿Pero aquí?

—Ésta es la comunidad hodenosauní más grande de Firanja —dijo Hanea—. En realidad, cuando nosotras llegamos a Nsara, habíamos salido de aquí. Y regresamos aquí bastante a menudo.

Después de que les enseñaran todo el complejo y se sentaran en una habitación junto al jardín para tomar el té, Idelba y Hanea se retiraron, dejando detrás a una Budur perpleja en compañía de Ganagweh.

—Madre me dijo que necesitarían hablar un par horas —le dijo Ganagweh—. ¿Sabes de qué están hablando?

—No —dijo Budur—. ¿Y tú?

—No. Quiero decir, supongo que tiene algo que ver con los esfuerzos de tu tía para crear relaciones diplomáticas más sólidas entre nuestros países. Pero eso es algo obvio.

—Sí —dijo Budur, improvisando—. Sé que está interesada en eso.

Pero el encuentro con vosotras en la clase de Kirana Fawwaz...

—Sí. Y después la manera en que apareciste en el monasterio. Parece que nuestros caminos están destinados a cruzarse. —Sonreía de una manera que Budur no logró interpretar—. Vamos a dar un paseo; ellas querrán hablar un buen rato. Hay mucho que hablar, después de todo.

Budur percibía muchas novedades, pero no dijo nada, y estuvo el resto del día paseando por Kirkwall con Ganagweh, una muchacha muy animada, alta, rápida, segura de sí misma; una muchacha a quien las calles estrechas y los fornidos hombres de las Orcadas no le daban miedo. De hecho, al final de la línea del tranvía caminaron por una playa desierta junto a la gran bahía que una vez había sido una base naval con mucho movimiento; Ganagweh se detuvo frente a unas rocas y se desnudó y corrió gritando hasta meterse en el agua, unos segundos después salió de golpe y gritando otra vez en un frenesí de aguas espumosas, la brillante oscuridad de su piel relucía al sol mientras se escurría el agua con los dedos, salpicando deliberadamente a Budur y animándola a que se zambullera también.

—¡Es muy bueno! ¡No está muy fría; te despertará!

Sencillamente, era el tipo de cosas que Yasmina siempre había insistido en hacer, pero Budur había rechazado con timidez; le resultaba difícil mirar el hermoso animal, húmedo y vital, que estaba desnudo frente a ella bajo los rayos del sol. Cuando se acercó al agua para tocarla, se alegró de haberlo hecho; estaba muy fría. De pronto, sintió como si hubiera despertado, consciente del fresco viento salino y de los cabellos húmedos y negros de Ganagweh chorreando como si fuera un perro, salpicándola. Ganagweh se rió de ella y se vistió la piel mojada. En el camino de regreso, pasaron junto a un grupo de muchachos de piel pálida que las observaron con curiosidad.

—Regresemos y veamos qué tal están las señoras —dijo Ganagweh —. Es gracioso ver a esas abuelas coger el destino del mundo con sus propias manos, ¿verdad?

—Sí —dijo Budur, preguntándose qué estaría sucediendo en el mundo.

11

En el viaje de regreso a Nsara, Budur le preguntó a Idelba acerca de aquella conversación, pero Idelba negó con la cabeza. No quería hablar del tema; estaba ocupada escribiendo en su cuaderno.

—Más tarde —dijo.

De regreso en Nsara, Budur trabajó y estudió. Siguiendo los consejos de Kirana leía sobre el sureste de Asia, y entendió cómo la cultura hindú, la budista y la islámica se habían mezclado allí para crear un nuevo y dinámico retoño, que había sobrevivido a la guerra y ahora estaba utilizando las grandes riquezas botánicas y minerales de Birmania y la península malaya, Sumatra, Java, Borneo y Mindanao para crear un grupo de pueblos unidos contra el poder centrípeto de China, liberándose de la influencia china. Se habían extendido hasta Aozhou, la gran isla continente que estaba más al sur, e incluso, a través del océano, hasta Inca, y en la otra dirección hasta Madagascar y el sur de África: era una especie de cultura mundial austral emergente, con las inmensas ciudades de Pyinkayaing, Jakarta y Kwinana en la costa occidental de Aozhou encabezando la lista, comerciando con Travancore, y construyendo frenéticamente, erigiendo ciudades con muchos rascacielos de acero de más de cien plantas. La guerra había dañado pero no había llegado a destruir estas ciudades, y ahora los gobiernos del mundo se reunían en Pyinkayaing siempre que intentaban elaborar una administración de posguerra más duradera y justa.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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