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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (47 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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La nube amarilla se disipó lentamente, esfumándose por el valle con el viento; parecía que se aferraba durante un buen rato en las hondonadas del suelo. Dos docenas de caballos estaban muertos, desparramados en un círculo de por lo menos doscientos pasos.

—Si allí hubiera un ejército —dijo Khalid—, Excelentísimo servidor del único y verdadero Dios, Supremo Kan, estarían tan muertos como esos caballos. Y vos podríais hacer disparar una veintena de cañones cargados con esos proyectiles, incluso cien. Y ningún ejército podrá conquistar Samarcanda. Jamás.

Nadir, aparentemente bastante sorprendido, dijo: —¿Qué sucedería si el viento virara y comenzara a soplar hacia donde estamos nosotros?

Khalid se encogió de hombros.

—Entonces nosotros también moriríamos. Lo importante es hacer proyectiles pequeños, que puedan ser disparados a mucha distancia y siempre en el sentido del viento, si es posible. El gas se dispersa, así que si el viento soplara ligeramente hacia donde estáis vosotros, no creo que eso tenga demasiada importancia.

El propio kan parecía asustado con la demostración, pero cada vez más satisfecho, como si hubiera presenciado una nueva clase de fuegos de artificio; con él era difícil estar seguro. Bahram sospechaba que a veces fingía no ser consciente de algunas cosas, de manera de poner un velo entre él y sus asesores.

Hizo una seña a Nadir con la cabeza y se puso al frente de la corte mientras se alejaban por el camino que llevaba a Bokhara.

—Tienes que entender —le recordó Khalid a Bahram en el camino de regreso al recinto—, hay hombres en ese grupo que está alrededor del kan que quieren hacer caer a Nadir. Para ellos no importa lo buena que pueda ser nuestra arma. Cuanto mejor sea el arma, tanto peor lo sentirán, de hecho. Así que no sólo se trata de que sean unos absolutos papanatas.

Esas cosas pasan

Al día siguiente, Nadir salió con su guardia completa; llevaba consigo a Esmerine y a sus hijos. Nadir asintió con la cabeza bruscamente ante el excesivo agradecimiento de Bahram y luego le dijo a Khalid:

—Los proyectiles venenosos podrían llegar a convertirse en algo necesario; quiero que fabriques todos los que puedas, por lo menos quinientos. El kan te recompensará como corresponde a su regreso y se compromete por adelantado a esa recompensa, liberando a tu familia.

—¿Se va?

—La peste ha llegado a Bokhara. El caravasar y el Joco, las mezquitas, las madrazas y el kanato: todo está cerrado. Los más importantes de la corte acompañarán al kan a su residencia de verano. Yo haré todos lo preparativos para él desde allí. Pensad en vosotros. Si podéis abandonar la ciudad y continuar con vuestro trabajo, el kan no lo prohibirá, pero espera que podáis quedaros aquí en el recinto y seguir adelante. Cuando la peste haya pasado podremos volver a reunirnos.

—¿Y los manchúes? —preguntó Khalid.

—Nos han llegado noticias de que ellos también han sido atacados. Tal como era de esperar. Es posible también que ellos la hayan traído. Hasta puede que hayan enviado a sus enfermos entre nosotros para transmitir la infección. Eso no se diferencia mucho de arrojar aire envenenado sobre el enemigo.

Khalid se ruborizó al oír semejante comentario pero no dijo nada. Nadir se fue, claramente para ocuparse de otros asuntos necesarios antes de huir de Samarcanda. Khalid cerró de golpe la puerta detrás de él y lo maldijo en voz baja. Bahram, extático por el inesperado regreso de Esmerine y los niños, los abrazó hasta que Esmerine gritó que los aplastaría. Lloraron de alegría; sólo más tarde, cuando estaban cerrando el recinto y aislándolo de la ciudad, algo que habían hecho con éxito diez años antes cuando una peste de moquillo había pasado por la ciudad, perdiendo solamente a uno de los sirvientes que se había escabullido a la ciudad para encontrarse con su novia y nunca había vuelto. Más tarde, Bahram vio que su hija Laila tenía las mejillas rojas, con un rubor agitado, y que yacía apáticamente sobre un cofre.

La pusieron en una habitación con cama. El rostro de Esmerine estaba deformado por el miedo. Khalid dispuso que Laila se quedara allí encerrada y que se le diera alimento y bebida desde la puerta, con palos y bolsas de red y platos y cuencos que no fueran utilizados por nadie más. Pero Esmerine le dio un fuerte abrazo a la pequeña, por supuesto, antes de que se estableciera aquel régimen, y al día siguiente, en su habitación, Bahram vio que su mujer tenía las mejillas rojas y que gemía al despertarse y levantaba los brazos, y allí estaban las señales en las axilas, bubas duras y amarillas que sobresalían de la piel y (le pareció ver a él cuando ella bajaba los brazos) estaban facetadas como si fueran carbunclos o como si ella estuviera convirtiéndose en una joya desde adentro.

Después de eso la casa fue una casa enferma, y Bahram se pasó los días atendiendo a los demás, corriendo a todas horas del día y de la noche de acá para allá, con una fiebre distinta de la que tenían los enfermos, escuchando las encarecidas recomendaciones de Khalid de que nunca tocara ni se acercara al aliento de su aquejada familia. A veces Bahram lo intentaba, a veces no, abrazándolos como si pudiera aferrarlos así a este mundo. O volver a traerlos hasta él, cuando los niños murieron.

Luego comenzaron a morir también los adultos, y quedaron encerrados apartados de la ciudad más como una casa enferma que como una casa a salvo. Fedwa murió pero Esmerine resistió. Khalid y Bahram hacían turnos para cuidarla; Iwang los acompañaba en el recinto.

Una noche, Iwang y Khalid hicieron que Esmerine respirara en un vaso, y observaron la humedad a través de su pequeña lente, y no dijeron mucho. Bahram miró brevemente y entrevió la multitud de pequeños dragones, gárgolas, murciélagos y otras criaturas. No pudo volver a mirar, pero supo que todos estaban condenados.

Esmerine murió y Khalid dejó ver sus síntomas en ese mismo momento. Iwang no podía levantarse de su sillón en el taller de Khalid, pero estudiaba su propio aliento y su sangre y su bilis con la pequeña lente, intentando tomar nota con la mayor precisión posible del avance de la enfermedad en su cuerpo. Una noche, mientras estaba acostado jadeando, dijo en voz baja:

—Me alegro de no haberme convertido. Sé que tú no lo querías así. Y ahora sería un blasfemador, porque si hay un Dios quisiera reprocharle esto.

Bahram no dijo nada. Se trataba de un castigo, ¿pero por qué? ¿Qué habían hecho? ¿Serían acaso los proyectiles de gas una afrenta para Dios?

—Los hombres viven hasta los setenta —dijo Iwang—. Apenas tengo poco más de treinta años. ¿Qué haré con esos años?

Bahram no podía pensar.

—Tú dijiste que regresamos —dijo lentamente.

—Sí. Pero a mí me gustaba esta vida. Tenía planes para esta vida.

Se quedaba sobre el sofá pero no podía comer nada y tenía la piel muy caliente. Bahram no le dijo que Khalid ya había muerto, muy rápidamente, derribado por la pena o por la rabia que le provocaba la pérdida de Fedwa, de Esmerine y de los niños; como si hubiera muerto de apoplejía más que de peste. Bahram sólo se sentaba con el tibetano en el silencioso recinto.

En cierto momento Iwang habló:

—Me pregunto si Nadir sabía que estaban infectados, y los liberó para que la peste nos matara a nosotros.

—¿Pero por qué?

—Tal vez le tuviera miedo al exterminador de miríadas. O a alguna fracción de la corte. Tenía que preocuparse también por otras cosas aparte de nosotros. O tal vez fuera otra persona. O nadie.

—Nunca lo sabremos.

—No. Quizás hasta la mismísima corte haya desaparecido totalmente. Nadir, el kan, todos ellos.

—Eso espero —dijo la boca de Bahram.

Iwang asintió con la cabeza. Murió al amanecer, en silencio y luchando.

Bahram hizo que todos los supervivientes del recinto se cubrieran la cara con un trozo de tela y que llevaran los cuerpos hasta un taller que luego cerró con llave, detrás de los hoyos químicos. Estaba tan lejos de sí mismo que los movimientos de sus extremidades entumecidas le sorprendían, y hablaba como si fuera otro. Haz esto, haz aquello. Vamos a comer. Luego, mientras llevaba una gran olla a la cocina, notó una buba en la axila y se sentó como si se le hubieran roto los tendones de la parte posterior de las rodillas.

Entonces supo que había llegado su hora.

De regreso en el Bardo

Pues bien, como es de imaginar después de un final como el que sabemos, fue un pequeño jati muy desanimado el que se acurrucó esta vez en el suelo negro del Bardo. ¿Quién podría culparlos? ¿Por qué habrían de tener deseos de continuar? Era difícil imaginarse una recompensa, alguna clase de progreso, una justicia dhármica de cualquier tipo. Ni siquiera Bahram podía encontrarle el lado bueno a todo aquello; los demás tampoco lo intentaban. Mirando hacia atrás a través del valle de los siglos la interminable repetición de sus reencarnaciones, antes de que les obligaran a beber sus copas de olvido y todo se convirtiera en algo oscuro una vez más para ellos, no podían ver ningún tipo de evolución en tantos esfuerzos; si los dioses tenían un plan, o aunque sólo fuera una serie de procedimientos, si se suponía que el largo tren de las transmigraciones llevaba a alguna parte, si no era nada más que una repetición sin sentido, el tiempo en sí apenas una sucesión de caos, nadie podía decirlo. Y la historia de sus transmigraciones, más que ser una narración sin muerte, tal como las primeras experiencias de reencarnación quizá parecían sugerir, se había convertido en cambio en un verdadero osario. ¿Por qué seguir leyendo? ¿Por qué coger un libro de la pared distante, donde ha sido arrojado con indignación y dolor, y seguir leyendo? ¿Por qué someterse a semejante crueldad, a tan mal karma, a tan perversa conspiración?

La razón es sencilla: estas cosas pasaban. Pasaban incontables veces, exactamente así. Los océanos están salados por nuestras lágrimas. Nadie puede negar que estas cosas pasaban.

Y entonces no hay opción en el asunto. No pueden escapar a la rueda de nacimiento y muerte, ni en su experiencia ni en su posterior contemplación. Y su antólogo, el propio Viejo Tinta Roja, debe contar sus historias honestamente, debe vender la realidad; de lo contrario, las historias no significan nada. Y es crucial que las historias signifiquen algo.

Pues bien. No hay escapatoria de la realidad: se sentaron allí, una docena de almas tristes, acurrucadas unas contra otras en un rincón lejano del gran escenario de la sala del tribunal. Todo estaba oscuro y hacía frío. La perfecta luz blanca había durado esta vez sólo unos escasísimos segundos, un destello como si explotara el globo ocular; después de eso, aquí estaban de nuevo. Arriba en la tarima retozaban los perros y los demonios y los dioses negros, en una bruma neblinosa que lo envolvía todo, que humedecía todo sonido.

Bahram lo intentó, pero no se le ocurrió nada que pudiera decir. Todavía estaba aturdido por los acontecimientos de los últimos días de vida en el mundo; todavía estaba preparado para levantarse y salir y comenzar otro día, otra mañana igual a todas las demás. Enfrentar la amenaza de una invasión desde el este, de que se llevaran a su familia, si así tenía que ser. Enfrentar cualquier problema que resultara de vivir; problemas, crisis, por supuesto, la vida es así. Pero esto no. Esto ya no. Lágrimas de sal de muerte oportuna, lágrimas de alumbre de muerte inoportuna: la tristeza llenaba el aire como humo. ¡Me gustaba esa vida! ¡Yo tenía planes para esa vida!

Khalid se sentó allí como siempre se sentaba Khalid, como si estuviera recluido en su estudio pensando en algún problema. Aquella imagen le dio a Bahram una profunda punzada de pesar y de pena. Toda esa vida se había ido. Se ha ido, se ha ido, se ha ido por completo al más allá... El pasado se ha ido. Aunque puedas recordarlo, se ha ido. E incluso en el momento en que estaba sucediendo, Bahram sabía cuánto había amado aquello, había vivido en un estado de nostalgia por el presente, cada uno de sus días.

Ahora se había ido.

El resto del jati se sentó o se tumbó sobre el barato suelo de madera alrededor de Khalid. Hasta Sayyed Abdul parecía estar muy turbado, no solamente apenado por sí mismo, sino muy turbado por todos ellos, triste por haber dejado aquel turbulento pero, ¡oh!, tan interesante mundo.

Pasó un rato; un momento, un año, un siglo, el propio kalpa, ¿quién podía saberlo en un lugar tan terrible?

Bahram respiró profundamente, se esforzó, se incorporó.

—Estamos progresando —anunció firmemente.

Khalid resopló.

—Somos como ratones para los gatos. —Señaló con un gesto el escenario, donde los grotescos seguían revelándose—. Son unos idiotas insignificantes, eso es lo que creo. Nos matan por deporte. Ellos no mueren y no entienden.

—Olvídalos —le aconsejó Iwang—. Tendremos que hacer esto solos.

—Dios juzga y nos envía ahí fuera otra vez —dijo Bahram—. El hombre propone, Dios dispone.

Khalid negó con la cabeza.

—Míralos. Son un puñado de niños viciosos que están jugando. Nadie los guía, no hay un dios de dioses.

Bahram lo miró, sorprendido.

—¿No ves acaso al que envuelve a todos los demás, dentro del cual descansamos? ¿Alá, o Brahma, o como quieras llamarle, el único verdadero Dios de Dioses?

—No. No veo ningún indicio de su existencia.

—¡No estás mirando! ¡Nunca has mirado todavía! Cuando mires, lo verás. Cuando lo veas, todo cambiará para ti. Entonces todo estará bien.

Khalid frunció el ceño.

—No nos insultes con esas necias tonterías. Buen Señor, Alá, si estáis ahí, ¿por qué me habéis castigado con este niño tonto? —Pateó a Bahram —. ¡Aquí todo es más fácil sin ti! ¡Tú y tu maldito «todo estará bien»! ¡No está bien! ¡Todo es un maldito lío! ¡Y tú no haces más que empeorar las cosas con tus tonterías! ¿No has visto lo que nos acaba de suceder, a tu esposa y a tus hijos, a mi hija y a mis nietos? ¡No está bien! ¡Empieza por ahí, si quieres! ¡Es posible que estemos aquí en medio de una alucinación, pero ésa no es excusa para delirar!

Bahram se sintió herido por esto último.

—Tú eres el que te rindes ante las cosas —protestó—. Siempre igual. Ahí está tu cinismo; ni siquiera lo intentas. No tienes el coraje de seguir adelante.

—¿Qué demonios dices? Nunca me he rendido. Sólo se trata de que no estoy dispuesto a enfrentar nada farfullando mentiras. No, tú eres el que nunca lo intenta. Siempre esperando que yo o Iwang hagamos las cosas más difíciles. ¡Hazlo tú por una vez! ¡Deja de farfullar sobre el amor e inténtalo tú una vez, maldita sea! Inténtalo tú solo, y observa qué difícil es mantener alegre un rostro cuando te enfrentas cara a cara con la verdad de la situación.

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