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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (44 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Cuando la nube se dispersó, y Khalid se hubo recuperado un poco, comenzó a blasfemar.

—¿Qué sucedió? —preguntó Bahram, tosiendo todavía.

—Explotó un crisol de ácido. Estábamos probándolo.

—¿Para qué?

Khalid no respondió. Lentamente, la irritación de sus delicadas membranas comenzó a apaciguarse. La húmeda e inquieta multitud comenzó a regresar al recinto. Khalid puso a algunos de los hombres a limpiar el cobertizo, y Bahram entró con él en el estudio, donde se cambió la ropa y se aseó, luego escribió algunas anotaciones en su inmenso libro, seguramente acerca de la fracasada prueba.

Aunque al parecer no había sido un fiasco total, o al menos eso era lo que Bahram empezó a deducir del murmullo de Khalid.

—¿Qué estabas intentando hacer?

Khalid no contestó directamente.

—Estoy seguro de que existen distintas clases de aire —dijo en cambio—. Tal vez diferentes componentes, como sucede con los metales. Sólo que son todos invisibles a los ojos. Olemos las diferencias, a veces. Y algunos pueden matar, como en el fondo de los pozos. No es una ausencia de aire, en esos casos, sino una clase mala de aire, o una parte mala del aire. Sin duda, la más pesada. Y diferentes destilaciones, diferentes grados de calor... un fuego se puede apagar o avivar... De todas formas, pensé que la sal amoníaca y el salitre y el azufre mezclados, crearían un aire diferente. Y así fue, pero fue demasiado, y demasiado rápido. Como una explosión. Y evidentemente un veneno. —Tosió inquietantemente—. Es como la receta de los alquimistas chinos para el wan-jen-ti, que Iwang dice que significa «exterminador de multitudes». Pensé que podría mostrar a Nadir esa reacción y proponérsela como arma. Tal vez con ella se podría matar a todo un ejército.

Pensaron en eso silenciosamente.

—Bueno —dijo Bahram—. Podría ayudarle a asegurar su posición ante el kan.

Explicó lo que había acontecido en la tienda de Iwang.

—¿Entonces piensas que Nadir tiene problemas en la corte?

—Sí.

—¿Y crees que Iwang podría convertirse al islamismo?

—Me pareció que estaba haciendo muchas preguntas sobre el tema.

Khalid se rió, y luego tosió dolorosamente.

—Eso sí que sería extraño.

—A nadie le gusta que se rían de él.

—Por alguna razón, no creo que a Iwang le importe demasiado.

—¿Sabías que Iwang lleva el nombre de su ciudad natal?

—No. ¿En serio?

—Sí. Parece que dijo eso.

Khalid se encogió de hombros.

—Entonces no conocemos su verdadero nombre.

Khalid se encogió de hombros una vez más.

—Ninguno de nosotros conoce el verdadero nombre del otro.

Amor al tamaño del mundo

Las cosechas de otoño llegaron y pasaron, y el caravasar se vació durante el invierno, cuando se cerraron los pasos hacia el este. Los días de Bahram se enriquecieron con la presencia de Iwang en el morabito sufí, donde se sentaba muy atrás y escuchaba atentamente todo lo que decía el viejo maestro Ali, hablando muy de vez en cuando; cuando lo hacía, era sólo para formular las preguntas más sencillas, generalmente el significado de una u otra palabra. En la terminología sufí había muchas palabras árabes y persas, y a pesar de que el turco-sogdi de Iwang era bueno, el lenguaje religioso le resultaba bastante opaco. Finalmente, el maestro le dio a Iwang un diccionario de términos técnicos sufies, o un istilahat, de Ansari, titulado
Cien campos y lugares de descanso
, el cual tenía una introducción que terminaba con la frase «La verdadera escencia de los estados espirituales de los sufies es tal que las expresiones no son adecuadas para describirla: sin embargo, estas expresiones son comprendidas perfectamente por quienes han experimentado esos estados».

Bahram sentía que aquélla era la causa principal del problema de Iwang: no había experimentado los estados que allí se describían.

—Es muy probable —acordó Iwang cuando Bahram se lo dijo—. ¿Pero cómo se supone que tengo que llegar a esos estados?

—Con amor —diría Bahram—. Debes amar todo lo que es, especialmente a los demás. Ya verás; el amor lo mueve todo.

Iwang frunció los labios con desagrado.

—Con el amor viene el odio —dijo—. Son dos lados de un exceso de sentimiento. Más que amor, compasión; para mí ésa es la mejor manera. La compasión no tiene un lado malo.

—La indiferencia —sugirió Bahram.

Iwang asentió con la cabeza, pensando mejor las cosas. Pero Bahram se preguntaba si llegaría a tener alguna vez la actitud adecuada. La fuente del amor del propio Bahram, como la poderosa fuente de un pozo artesiano en las colinas, era lo que sentía por su esposa y por sus hijos, y luego por Alá, quien le había permitido tener el privilegio de vivir una vida entre almas tan hermosas; no solamente ellos tres, sino también Khalid y Fedwa y todos sus parientes y la comunidad del recinto, la mezquita, el morabito, Sher Dor; de hecho, toda Samarcanda y el mundo entero, cuando lo sentía. Iwang no tenía un punto de partida semejante, puesto que era soltero y no tenía hijos, hasta donde Bahram sabía; además, era un pagano. ¿Cómo iba a empezar a sentir un amor más generalizado y difuso, si no tenía el más específico?

—El corazón que es más grande que el intelecto no es aquél que late en el pecho.

Eso le diría Ali. Era una cuestión de abrir el corazón a Dios y de dejar que el amor aparezca primero desde allí. Iwang ya era bueno a la hora de calmarse, de prestarle atención al mundo en sus momentos de silencio, sentado afuera en el recinto algunos amaneceres después de haber pasado la noche en un sillón en el taller. Alguna que otra vez, Bahram se unía a él en esas ocasiones; incluso una vez se sintió inspirado por un cielo sin viento puramente dorado y recitó a Rumi:

¡Qué silenciosa se ha vuelto la casa del corazón!

El corazón como calor y hogar

ha rodeado al mundo.

Cuando Iwang por fin respondió, después de que el sol se alzara sobre las crestas orientales e inundara el valle con una luz de mantequilla, sólo dijo:

—Me pregunto si el mundo será tan grande como dijo Brahmagupta.

—Dijo que era una esfera, ¿verdad?

—Sí, por supuesto. Eso puede verse desde las estepas, cuando viene una caravana desde el horizonte y lo primero que se ven son las cabezas. Estamos sobre la superficie de una gran bola.

—El corazón de Dios.

La única respuesta fue un balanceo de la cabeza, lo cual significaba que Iwang no estaba de acuerdo pero no quería contradecirle. Bahram desistió, y le preguntó sobre la estimación hindú del tamaño de la tierra, que evidentemente era lo que ahora le interesaba a Iwang.

—Brahmagupta se dio cuenta cierto día de que el sol brillaba en línea recta dentro de un pozo en el Decán; al año siguiente lo preparó todo para estar a mil yogandas al norte de allí, y midió el ángulo de las sombras, y utilizó la geometría esférica para calcular el segmento de círculo que era ese arco de mil yogandas. Muy sencillo, muy interesante.

Bahram asintió con la cabeza; sin duda era verdad; pero sólo alguna vez ellos verían apenas una pequeña fracción de aquellas yogandas, y aquí, ahora, Iwang necesitaba iluminación espiritual. O, más bien, amor. Bahram lo invitó a comer con su familia, para que observara a Esmerine cuando servía la comida, e instruía a los niños en cuestión de modales. Los niños eran por sí solos un placer, sus ojos líquidos inmensos en los rostros cuando paraban en sus carreras de aquí para allá para escuchar impacientemente los sermones de Esmerine. Sus juegos por todo el recinto también eran un placer. Iwang asentía con la cabeza cuando oía todo aquello.

—Eres un hombre afortunado —le dijo a Bahram.

—Todos somos hombres afortunados —le respondió Bahram.

Iwang estuvo de acuerdo.

La diosa y la ley

Paralelamente a estos nuevos estudios religiosos, Iwang continuaba sus investigaciones y ensayos con Khalid. Dedicaban la porción más grande de estos esfuerzos a los proyectos para Nadir y el kan. Elaboraron un sistema de señales de largo alcance para el ejército que utilizaba espejos y pequeños telescopios; también fundieron cañones cada vez más y más grandes, con enormes carros para llevarlos con caballos o camellos de un campo de batalla a otro.

—Para esto necesitaremos caminos apropiados para carros, si es que queremos moverlos —señaló Iwang.

Incluso la mismísima Ruta de la Seda no era más que una pista para camellos en casi toda su extensión.

La última investigación privada que realizaran sobre las causas de las cosas involucraba un pequeño telescopio que aumentaba los objetos demasiado pequeños para ser vistos a simple vista. Los astrónomos de la madraza Ulug Bek habían diseñado el aparato, que sólo podía ser enfocado en una tajada de aire muy estrecha, de modo que los objetos translúcidos que se encontraban entre dos láminas de cristal aparecieran de la mejor manera posible, iluminados por la luz del sol que se reflejaba en un espejo desde abajo. Entonces aparecían nuevos pequeños mundos, allí, al alcance de la mano.

Los tres hombres se pasaban horas mirando gotas de agua estancada a través de aquel telescopio; esa agua resultó estar llena de criaturas extrañamente articuladas, todas nadando de un lado a otro. Observaban trozos de piedra, de madera y de hueso, todos ellos translúcidamente finos; y hasta su propia sangre, que estaba llena de bultos borrosos tan espantosos como los animales del agua estancada.

—El mundo se hace cada vez más y más pequeño —decía un maravillado Khalid—. Si pudiéramos poner la sangre de esas pequeñas criaturas dentro de la nuestra y ponerla bajo una lente incluso más poderosa que ésta, no tengo duda de que esa sangre contendría animálculos igual que la nuestra; lo mismo sucedería también con la de esos animales, y así sucesivamente hasta...

Su voz fue bajando lentamente, el sobrecogimiento le dio una expresión de perturbación. Bahram nunca lo había visto tan feliz.

—Probablemente haya un posible tamaño más pequeño de todas las cosas —dijo Iwang pragmáticamente—. Eso era lo que postulaban los antiguos griegos. Las partículas elementales, desde donde se construye todo lo demás. Sin duda más pequeñas de lo que nunca podamos ver.

Khalid frunció el ceño.

—Esto es sólo un comienzo. Seguramente se fabricarán lentes más poderosas. Y entonces quién sabe lo que podrá verse. Tal vez, con el tiempo, nos permitan entender la composición de los metales y trabajar las transmutaciones.

—Tal vez —reconoció Iwang. Miró por el ojo de la lente, susurrando para sí mismo—. Desde luego, los pequeños cristales del granito se ven con claridad.

Khalid asintió con la cabeza y escribió una nota en un cuaderno. Regresó al cristal y luego dibujó en una de las páginas las formas que veía.

—La más pequeña y la más grande —dijo.

—Estas lentes son un gran regalo de Dios —dijo Bahram—. Para recordarnos que todo es un sólo mundo. Una sustancia penetrada en todas partes por la estructura, aunque sigue siendo una, de lo grande a lo pequeño.

Khalid asintió con la cabeza.

—Por consiguiente, puede que las estrellas estén después de todo sobre nosotros. Tal vez las estrellas también sean animales, como estas criaturas; si sólo pudiéramos verlas mejor.

Iwang movió la cabeza mostrando incredulidad.

—Todo uno, sí. Cada vez parece más evidente. Pero, seguramente, no todo es animal. Tal vez las estrellas sean algo que se parece más a la roca que a estas minúsculas criaturas.

—Las estrellas son fuego.

—Rocas, fuego; pero no animales.

—Pero todo uno —insistió Bahram.

Y los dos viejos asintieron con la cabeza; Khalid enfáticamente, Iwang con desgana, y con un susurro grave en la garganta.

Después de aquel día, a Bahram le pareció que Iwang estaba siempre susurrando. Llegaba al recinto y se unía a Khalid en sus demostraciones, e iba con Bahram al morabito y escuchaba las conferencias de Ali, y cada vez que Bahram lo visitaba en su taller estaba jugando con números o haciendo sonar un ábaco chino para un lado y para otro, siempre distraído, siempre susurrando. Los viernes acudía a la mezquita y se quedaba de pie junto a la puerta, escuchando la oración y las lecturas, de cara a La Meca y parpadeando ante el sol, pero nunca arrodillado o postrado o rezando; siempre susurrando.

Bahram no creía que Iwang tuviera que convertirse. Incluso aunque fuera al Tíbet durante un tiempo y luego regresara, para Bahram estaba claro que su amigo era un musulmán. Y entonces no estaría bien.

De hecho, a medida que pasaron las semanas, comenzó a parecer más extraño y ajeno; incluso hasta más escéptico; llevaba a cabo pequeñas pruebas para él solo, que eran como sacrificios con la luz, el magnetismo, el vacío o la gravedad. Un alquimista, precisamente, pero con una tradición oriental más extraña que la de cualquier sufí, como si no sólo estuviera volviendo al budismo sino yendo más allá de él, de regreso a la vieja religión del Tíbet, Bon, como la llamaba Iwang.

Aquel invierno se sentaba en su taller con Bahram, ante el fuego abierto del brasero, las manos extendidas para mantener calientes los dedos que sobresalían de las puntas de los guantes como pequeños bebés, fumando hachís con una pipa de largo tubo y pasándola a Bahram de vez en cuando, hasta que los dos hombres quedaban allí sentados observando el baile de los carbones sobre un fondo de ardiente color naranja. Una noche, en medio de una tormenta de nieve, Iwang salió en busca de más madera para avivar el fuego, y Bahram sintió un movimiento y se dio vuelta para encontrar a una vieja mujer china sentada junto al fuego; llevaba un vestido rojo y el cabello recogido formando un nudo sobre la cabeza. Bahram se sobresaltó; la anciana giró la cabeza y lo miró, y él vio que sus ojos negros estaban llenos de estrellas. En ese momento se cayó del taburete, y a ciegas se puso de pie para ya no encontrarla más allí. Cuando Iwang regresó a la habitación y Bahram se la describió, Iwang se encogió de hombros y sonrió misteriosamente:

—Hay muchas ancianas en esta zona de la ciudad. Aquí vive la gente pobre, entre ellos viudas, que tienen que dormir en el suelo del taller de su difunto marido, con el permiso del nuevo dueño, y hacer lo que puedan para mantener al hambre del otro lado de la puerta.

—Pero el vestido rojo, su rostro, ¡sus ojos! —En realidad todo eso me hace pensar en la diosa del hornillo.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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