Read Tiempos de Arroz y Sal Online

Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (22 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En Fez, Bistami se alojó en el refugio sufí después él e Ibn Ezra viajaron en camello hacia el norte, a Ceuta, y pagaron para que los cruzaran en barco hasta Málaga. Aquí los barcos eran más redondos que los del golfo Pérsico, con rodas altas y pronunciadas, velas más pequeñas y el timón en el codaste. La travesía por el estrecho en el extremo oeste del Mediterráneo fue dura, pero podían ver al-Andalus desde que partieron de Ceuta; la fuerte corriente hacia el Mediterráneo más el vendaval que soplaba del oeste, les hacía saltar sobre las olas a gran velocidad.

La costa de al-Andalus resultó estar llena de acantilados; había una península sobre la que se elevaba un enorme promontorio rocoso. Más allá, la costa formaba una curva hacia el norte; cogieron las brisas costeras con las pequeñas velas y navegaron hacia Málaga. En el interior se podía ver una distante cordillera de montañas blancas. Bistami, excitado por la travesía marítima, recordó el paisaje de las montañas Zagros en Ispahán, y de repente sintió que su corazón añoraba un hogar que ya casi había olvidado. Pero aquí y ahora, cabalgando las olas de un mar borrascoso hacia una nueva vida, estaba a punto de poner los pies sobre una tierra nueva.

Al-Andalus era un jardín por donde se lo mirase, verdes árboles cubrían las laderas de las sierras, hacia el norte montañas nevadas, y en las llanuras de la costa grandes extensiones de cultivos de cereal y enormes agrupaciones de árboles redondos y verdes donde se podían coger naranjas de delicioso sabor. El cielo amanecía azul todos los días, y a medida que el sol iba atravesando el cielo, sus rayos eran cada vez más cálidos, pero a la sombra estaba fresco.

Málaga era una magnífica y pequeña ciudad, con un precario fuerte de piedras y una antigua y gran mezquita que ocupaba el centro de la ciudad. Amplias calles bañadas por la sombra de los árboles irradiaban hacia fuera desde la mezquita, la cual estaba siendo restaurada, hasta las colinas; desde sus pendientes era posible ver el azul Mediterráneo y, más allá, las secas y descarnadas montañas magrebíes que se perdían hacia el sur. ¡Al-Andalus!

Bistami e Ibn Ezra encontraron un pequeño refugio similar a los morabitos persas en una especie de aldea en las afueras de la ciudad, entre campos y naranjales. Los sufíes cultivaban naranjos y vides. Bistami salía por las mañanas para ayudarles en el trabajo. Pasaban gran parte del tiempo en el trigal que se extendía hacia el oeste hasta el horizonte.

—Podamos los árboles para que la fruta esté lejos del suelo —les dijo a Bistami y a Ibn Ezra un trabajador morabito llamado Zeya una mañana—, como podéis ver. He estado probando distintas podas, para ver qué hace la fruta, pero si se los deja solos, los árboles desarrollan una forma como la de un olivo y si mantienes las ramas de abajo alejadas del suelo, entonces la fruta no puede recoger la podredumbre del suelo. Son bastante propensos a coger enfermedades, debo decir. La fruta se llena de moho verde o negro, las hojas se ponen débiles o blancas o marrones. La corteza se llena de hongos anaranjados o blancos. Las mariquitas ayudan, y fumigarlos con el humo denso de las hierbas, que es lo que hacemos, salva a los árboles durante las heladas.

—¿Tanto frío hace aquí?

—A veces, cuando acaba el invierno. Esto no es el paraíso, sabes.

—Creía que lo era.

Desde la casa llegó la llamada del almuecín, y entonces sacaron sus alfombrillas de oración y se arrodillaron de cara al sureste, una dirección a la que Bistami todavía no se había acostumbrado. Después Zeya los condujo hasta una cocina de piedra donde ardía un fuego y les preparó una taza de café.

—No parece una tierra nueva —señaló Bistami, bebiendo a sorbos dichosamente.

—Fue tierra musulmana durante muchos siglos. Los omeyas gobernaron aquí desde el siglo II hasta que los cristianos tomaron la región y la peste los mató.

—Gente del Libro —murmuró Bistami.

—Sí, pero corrupta. Crueles tiranos para los hombres libres y los esclavos. Y siempre peleando entre ellos. En aquel entonces esto era un caos.

—Como en Arabia antes del Profeta.

—Sí, exactamente igual, aunque los cristianos tenían la idea de un solo Dios. En ese sentido eran extraños, contradictorios. Incluso trataron de dividir al mismísimo Dios en tres. Entonces imperó el islam. Pero luego, algunos siglos más tarde, la vida aquí era tan fácil que hasta los musulmanes se volvieron corruptos. Los omeyas fueron derrotados, y ninguna dinastía fuerte los reemplazó. Los estados taifa eran más de treinta, y luchaban constantemente. Luego los almorávides invadieron desde África, en el siglo V, y en el VI los almohades vinieron de Marruecos y sacaron a los almorávides, e hicieron de Sevilla su capital. Mientras tanto, los cristianos continuaban luchando en el norte, en Cataluña y al otro lado de las montañas en Navarra y Firanja; pero regresaron y tomaron nuevamente gran parte de al-Andalus. Pero nunca la parte más austral, el reino nazarí, incluyendo Málaga y Granada. Estas tierras siguieron siendo islámicas hasta el final.

—Sin embargo, ellos también murieron —dijo Bistami.

—Sí. Todos murieron.

—Eso no lo entiendo. Dicen que Alá castigó a los infieles por haber perseguido al islam, pero si eso fuera cierto, ¿por qué mataría también a los musulmanes que estaban aquí?

Ibn Ezra negó con la cabeza con decisión.

—Alá no mató a los cristianos. La gente está equivocada con respecto a eso.

—Pero incluso si no lo hizo —dijo Bistami—, permitió que sucediera. No los protegió. Con todo, Alá es todopoderoso. Eso no lo entiendo.

Ibn Ezra se encogió de hombros.

—Mira, esa es otra manifestación del problema de la muerte y el mal en el mundo. Este mundo no es el Paraíso, y Alá, cuando nos creó, nos dio libre discernimiento. Este mundo es nuestro para que demostremos que somos devotos o corruptos. Esto está muy claro, porque Alá, antes que ser poderoso, e incluso más, es bueno. No puede crear el mal. Sin embargo el mal existe en el mundo. Está más que claro que eso lo creamos nosotros mismos. Por lo tanto nuestro destino no pudo haber sido fijado o predeterminado por Alá. Tenemos que crearlo nosotros mismos. Y a veces creamos el mal, como consecuencia del miedo, o de la codicia, o de la pereza. Ésa es nuestra culpa.

—Pero la peste... —dijo Zeya.

—Eso no es cosa nuestra ni de Alá. Mira, todas las cosas con vida se comen unas a otras, y generalmente la más pequeña se come a la más grande. La dinastía termina y los pequeños guerreros se la comen. Ese hongo, por ejemplo, se está comiendo la naranja caída. El hongo es como un campo de un millón de pequeñas setas. Puedo enseñártelo con una lente de aumento que tengo aquí. Y mira la naranja; es una naranja de sangre, ves, rojo oscuro por dentro. Vosotros las habéis cultivado para que sean así, ¿verdad?

Zeya asintió con la cabeza.

—El resultado es un híbrido, como las mulas. Entonces con las plantas puedes hacerlo otra vez, y una vez más, hasta que cultivas una naranja nueva. De esa forma nos creó Alá. Padre y madre mezclan su linaje en el descendiente. Me imagino que todas las características están mezcladas, aunque sólo algunas se manifiestan. Algunas pasan ocultas hasta la próxima generación. De cualquier manera, digamos que un moho como éste, en el pan, o incluso viviendo en el agua, se mezcló con otro moho, y creó una nueva criatura que era veneno. Ésta se propagó, y al ser más fuerte que sus padres, los suplantó. Y entonces la gente murió. Tal vez se dejó llevar por el viento como el polen en primavera, tal vez vivió dentro de la gente a la que envenenó durante semanas antes de matarla, y pasaba a través de su aliento o del tacto. Y entonces se convirtió en un veneno tan poderoso que al final terminó con toda su comida; así es, luego él mismo murió, por falta de sustento.

Bistami miraba fijamente los gajos de naranja roja como la sangre aún en sus manos, y se sintió un poco mareado. Los gajos de carne roja parecían trozos de muerte.

Zeya se rió de él.

—Vamos, ¡come! ¡No podemos vivir como si fuéramos ángeles! Todo eso pasó hace más de cien años, y la gente ha ido regresando y hoy sirve aquí sin ningún problema durante mucho tiempo. Ahora estamos tan a salvo de la peste como cualquier otro país. He vivido aquí toda mi vida. Así que come tu naranja.

Así lo hizo Bistami, meditando en todo aquello.

—Así que todo fue un accidente.

—Sí —dijo Ibn Ezra—. Eso creo.

—Pero Alá no debería haberlo permitido.

—Todas los seres vivientes son libres en este mundo. Además, quizá no fuera totalmente accidental. El Corán nos enseña a vivir limpiamente; quizá los cristianos ignoraran las leyes y se arriesgaran. Comían carne de cerdo, tenían perros en la casa, bebían vino...

—Nosotros no creemos que el vino fuera el problema —dijo Zeya riendo otra vez.

Ibn Ezra sonrió.

—Pero si vivían en medio de sus aguas residuales, sus curtidurías y sus mataderos, comían carne de cerdo, tocaban a los perros y se mataban unos a otros como los bárbaros del este, y se torturaban unos a otros, y se aprovechaban de los muchachos, y dejaban los cadáveres de sus enemigos colgando de las puertas (y es seguro que hacían todas estas cosas), entonces tal vez crearan su propia peste, ¿entiendes lo que digo? Crearon las condiciones que los mataron.

—¿Pero eran acaso tan distintos de todos los demás? —preguntó Bistami, pensando en las multitudes y en la suciedad de El Cairo o de Agra.

Ibn Ezra se encogió de hombros.

—Eran crueles.

—¿Más crueles que Temur el Cojo?

—No lo sé.

—¿Conquistaban ciudades y atavesaban con su espada a todo el que se le cruzaba?

—No lo sé.

—Los mongoles hicieron eso y luego se convirtieron en musulmanes. Temur era musulmán.

—Entonces cambiaron sus costumbres. No lo sé. Pero los cristianos eran torturadores. Tal vez importaba, tal vez no. Todos los seres vivientes son libres. De todas maneras, ahora ya no están y nosotros estamos aquí.

—Y bastante saludables —dijo Zeya—. Por supuesto, a veces un niño coge una fiebre y muere. Y todos morimos en un momento u otro. Pero aquí la vida es placentera, mientras dura.

Cuando terminaron la recogida de las naranjas y de las uvas, los días comenzaron a hacerse cada vez más cortos. Bistami no había sentido ese frescor en el aire desde sus años en Ispahán. Sin embargo en aquella misma estación, durante las noches más frías, los naranjos florecían, cerca del día más corto del año: pequeñas florecillas blancas llenaban las copas de los árboles verdes y redondos, y despedían un aroma que evocaba su sabor aunque era más intenso, y muy dulce, casi empalagoso.

Atravesando aquel aire fragante llegó una caballería, a la cabeza de una larga caravana de camellos y mulas; luego, por la tarde, llegaron los esclavos de a pie.

Era el sultán de Carmona, un lugar cerca de Sevilla, según dijo alguien, un tal Mawji Darya, y su séquito. El sultán era el hijo menor del nuevo califa, y había tenido un desacuerdo con sus hermanos mayores en Sevilla y en al-Majriti, y por lo tanto se había ido con sus criados con la intención de viajar hacia el norte más allá de los Pirineos y fundar una nueva ciudad. Su padre y sus hermanos mayores gobernaban en Córdoba, Sevilla y Toledo, y él planeaba llevar a su grupo fuera de al-Andalus, subiendo por la costa mediterránea por la vieja carretera que llevaba a Valencia, luego dirigirse hacia el interior hasta Zaragoza, porque allí había un puente, decía él, sobre el rio Ebro.

Al principio de aquella «hégira del corazón», como la llamaba el sultán, una docena o más de nobles con ideas similares y su gente se habían unido a él. Y quedó claro, a medida que la abigarrada multitud se amontonaba en el patio del morabito, que junto con las jóvenes familias de nobles sevillanas, los criados, los amigos, y los dependientes, se les habían sumado también muchos otros provenientes de las aldeas y las granjas que de repente habían surgido en el paisaje que se extendía entre Sevilla y Málaga. Derviches sufíes, comerciantes armenios, turcos, judíos, zott, bereberes, todos estaban representados; era como una caravana de comercio, o cierta peregrinación de ensueño en la que toda la gente equivocada iba camino a La Meca, toda la gente que nunca sería peregrina. Aquí había un par de enanos montados en ponis, detrás de ellos un grupo de viejos criminales a los que faltaba una mano o las dos, luego algunos músicos, después dos hombres vestidos como mujeres; en esta caravana había sitio para todos.

El sultán extendió la mano.

—Nos llaman «La caravana de los tontos», como «El barco de los tontos». Navegaremos por campos y montañas hacia una tierra de gracia y seremos tontos para Dios. Dios nos guiará.

Entre ellos apareció la sultana, montada sobre un caballo. Desmontó haciendo caso omiso del inmenso sirviente que estaba allí para ayudarla a bajar, y se unió al sultán mientras era saludado por Zeya y los otros miembros del morabito.

—Mi esposa, la sultana Katima, oriunda de Majriti.

La mujer castellana estaba con la cabeza descubierta, era baja de estatura y de brazos muy delgados, su falda de equitación terminaba en un ribete dorado que oscilaba sobre la tierra, sus largos y negros cabellos estirados hacia atrás formaban una curva brillante que partía desde la frente, y estaban sostenidos por una sarta de perlas. Su rostro también era delgado y sus ojos de un azul pálido, esto daba un toque extraño a su mirada. Sonrió a Bistami cuando los presentaron; más tarde, sonrió a la granja, a las norias y a los naranjos. Se divertía con pequeñas cosas que sólo ella veía. Los hombres del lugar comenzaron a hacer lo que podían por complacer al sultán y quedarse a su lado, para poder quedarse en presencia de ella. El propio Bistami lo hizo también. Ella lo miró y dijo algo intrascendente, su voz era como un oboe turco, nasal y grave, y cuando él la oyó se acordó de lo que la visión de Akbar le había dicho durante la inmersión en la luz: a quien tú buscas está en otro lugar.

Ibn Ezra hizo una pequeña reverencia cuando los presentaron.

—Soy un peregrino sufí, sultana, y humilde estudiante del mundo. Tengo intención de peregrinar, pero me gusta mucho la idea de vuestra hégira; me gustaría ver Firanja con mis propios ojos. Estudio las ruinas antiguas.

—¿Las de los cristianos? —preguntó la sultana, mirándolo fijamente.

—Sí, pero también las de los romanos, los que llegaron antes que los cristianos, en la época anterior al Profeta. Tal vez pueda hacer mi peregrinación al revés de como se hizo antes.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Suckerpunch by David Hernandez
Nail - A Short Story by Kell Inkston
Dusted by Holly Jacobs
Killing Britney by Sean Olin
Strength in Numbers by Hawk, Reagan
The Bridge by Rachel Lou
What She Wanted by Storm, Author, K Elliott
Timeless Witch by C. L. Scholey