Tiberio, historia de un resentimiento (23 page)

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Authors: Gregorio Marañón

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BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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El gesto antipático

Tiberio perteneció a la categoría del antipático universal. Tácito nos dice que «carecía de modos afables, y que su aspecto repulsivo inspiraba horror»; pero la descripción más exacta de su antipatía la encontramos en Suetonio: «andaba, escribe, con la cabeza orgullosamente erecta y las facciones contraídas, casi siempre silencioso, no dirigiendo la palabra más que de raro en raro, incluso a los que le rodeaban habitualmente; y aun entonces, con extrema desgana y haciendo siempre una gesticulación desdeñosa con los dedos». Es este último detalle de gran realidad; el «digitorum gesticulatione», que dice Suetonio, debía molestar mucho a los demás, puesto que las crónicas lo consignan. Todos tenemos experiencia de la sorda irritación que producen los gestos reiterados, y entre ellos los de las manos, en las personas poco gratas. Séneca nos habla de los niños a quienes les hace llorar una palabra dura, los movimientos de los dedos y todos los demás gestos desconcertantes. Un tic reiterado, como el de Tiberio, puede hacerse más insoportable que los grandes gestos temerosos, como aquel que el mismo Séneca nos describe en Claudio: «un gesto de su mano flaca que sólo se hacía firme para iniciar el signo de decapitar».

Impopularidad de Tiberio

Suetonio añade que Augusto tuvo que disculpar más de una vez a su hijastro, ante el Senado y el pueblo, por «sus costumbres desagradables y llenas de altanería», achacándolas a defecto de su naturaleza —es decir, a antipatía— y no a deliberada intención de molestar. A esto mismo debe referirse Tácito cuando nos dice que al pedir Augusto el poder tribunicio por segunda vez para Tiberio, en el discurso de elogio a éste «deslizó algunas censuras, disfrazadas de apología, sobre su continente, su exterior y sus costumbres». Sin duda, era Augusto muy sensible a esta antipatía de su hijastro y yerno, porque él poseía, por el contrario, en grado sumo, el don de agradar, que fue el secreto de buena parte de sus triunfos. Quién sabe si la antipatía de Tiberio no le producía también una satisfacción recóndita, como entonces se dijo, al ver aumentadas sus virtudes por el contraste con los defectos, punto por punto inversos, de su hijastro.

La antipatía fue, más que los defectos y las crueldades, la causa de la tremenda impopularidad que todos los autores reconocen en Tiberio, incluso sus rehabilitadores actuales. La primera explosión de esta impopularidad ocurrió cuando Tiberio se retiró a Rodas (6 a.C.) El pueblo no comprendió bien el motivo de la retirada, ni el gesto de altanería con que lo realizó, ni menos aun su conducta en el voluntario destierro; e, irritado, reaccionó en contra suya. «Odio y desprecio», dice Suetonio que inspiraba, hasta el punto de que en Nimes derribaron sus estatuas y se pensó en asesinarle.

Sin embargo, después de esta ola adversa, gustó, al volver de Rodas y ser adoptado por Augusto (4 d.C.) quizá el único momento de popularidad de toda su vida. Ya hemos aludido a la página en que Veleio describe, con evidente y servil exageración, la alegría de los romanos en este trance; aun rebajando su ardor interesado, es evidente que esta vez dice la verdad. Pero la alegría del pueblo se fundaba en razones políticas y no en afecto específico hacia el Príncipe. La muerte de los Césares Caio y Lucio había dejado a Augusto sin sucesor, creando una grave situación al Imperio. Tiberio era entonces, por necesidad, una esperanza. Además, probablemente, el destierro, eterno creador de prestigios y lejía infalible para toda clase de manchas en los hombres públicos, había hecho olvidar un tanto la antipatía de aquel hombre, hasta entonces detestado.

Pero la popularidad circunstancial había desaparecido ya cuando el año 14 d.C. Augusto murió y su hijastro fue llamado a sucederle. Era éste, hasta entonces, mucho más conocido de las legiones que acampaban y peleaban en las fronteras, que del pueblo de Roma. Y fue, en efecto, en las legiones donde surgió la protesta; se sublevaron primero las de la Pannonia, y a poco las de Germania. Es cierto que había un descontento difuso en todas, por razones de maltrato y poco sueldo, y por una indisciplina latente engendrada en el ocio de la larga paz; todo ello ajeno a la personalidad del nuevo emperador. Estos motivos generales fueron los que, principalmente, suscitaron la rebelión de las legiones de Pannonia
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pero en Germania, el movimiento militar, mucho más fuerte, fue decididamente contra Tiberio.

Las legiones «no querían reconocer a un emperador que ellas no habían designado», dice Suetonio; y Tácito lo confirma, insistiendo en el desafecto personal de los soldados hacia Tiberio, al que ponían en parangón con la simpatía de Germánico, su sobrino, que era el candidato de la tropa para el trono: “Efectivamente, el espíritu popular y las maneras afables del joven César (Germánico) contrastaban profundamente con los modos y el lenguaje de Tiberio, siempre altanero y misterioso”. Fue, pues, una lucha entre la simpatía de Germánico y la antipatía de Tiberio. Y ya sabemos que sólo la lealtad de aquél evitó, tal vez, que el principado de Tiberio durase tan sólo unas semanas.

La rectitud sin cordialidad

Restablecida la disciplina, Tiberio ejerció su poder absoluto durante más de veinte años, sin otra alteración interior que la conspiración de Druso Escribonio. Gobernó bien, pero pudiéramos decir que sin gracia. Más arriba hemos dicho que daba a los necesitados el dinero sin amor, como suelen darlo los filántropos, y por eso no se lo agradecían. De igual modo, daba al pueblo una excelente administración y una recia disciplina, pero sin un solo gesto cordial; y por eso, no fue nunca amado. No es, como dicen algunos de sus panegiristas, que su rectitud irritase a las gentes. La rectitud del gobernante puede ser molesta, pero no impide el amor de sus súbditos. Un gobernante blando puede, en cambio, ser odiado de los suyos. Lo que pasa es que el acto de mandar, blanda o duramente, debe acompañarse siempre de algo que haga perdonar el privilegio del poder; porque éste, aun el más legítimo, es siempre un privilegio; y está, por ello, a un paso de hacerse odioso a los demás. Tiberio era incapaz de comprenderlo así.

Contribuyó, también, a su falta de éxito popular el sentido privilegista de su política. Su concepción de ésta era “una solemne adhesión a la política de las clases altas y del Senado. El nuevo Príncipe actuaba, en verdad, como años atrás había actuado Sila; y hay motivos para suponer que esto debió figurar entre las causas no menores de la impopularidad del Príncipe”. Así escribe certeramente un historiador actual, nada sospechoso de enemistad sistemática a Tiberio.

Pero el progreso de su impopularidad, hasta su muerte, más que a las causas políticas, estaba ligado a las características directamente humanas del César. Hoy tenemos la impresión de que la fachada de la vida de Tiberio, lo que de él se veía, desde la plaza pública, eran sus eternos pleitos de familia, erizados de intrigas, de tragedias y de muertes. Sus excelencias burocráticas quedaban en el segundo plano. Y en todos aquellos pleitos pasionales, la opinión se orientaba, invariablemente, hacia la facción de los julios, frente a la del emperador: primero, estuvo con Germánico contra Tiberio, cuando la sublevación de las legiones, y cuando el joven general fue relevado de su mando y enviado a Oriente; después, con Agripina viuda y sus hijos contra Pisón, el supuesto asesino de Germánico, y contra Tiberio, sospechado de instigador del crimen; luego, con la indomable viuda y su hijo Nerón contra Sejano, que los perseguía en nombre del César; y así siempre. Por eso, el pueblo consideró el advenimiento de Calígula, último vástago de la familia adorada, como un triunfo y una liberación; con el poco acierto, en verdad, que caracteriza a los movimientos populares. Y el error obedece siempre a lo mismo: a que las masas se mueven por la emoción, por el gesto; es decir, por la simpatía o antipatía, y jamás por la reflexión. Éste es el pecado original, irremediable, de la democracia absoluta, no dirigida; que, cuando acierta, es por la misma razón que hace salir premiado, en la lotería, el número que elegimos en un momento de corazonada.

De la impopularidad al odio

Los continuos procesos, condenas y suplicios que llenan la última parte del remado, multiplicaron hasta el paroxismo los motivos de la impopularidad de Tiberio, y la trocaron en odio. Algunos escritores modernos, sobre todo el concienzudo Marsh, han tratado de justificar al César en muchas de estas persecuciones. Mas las defensas de los abogados —y Marsh habla, no como historiador, sino como abogado— pueden modificar el juicio de los eruditos, pero jamás quitarán la razón a las sanciones históricas. Y debe ser así. Si fue Tiberio responsable de una sola de las cabezas caídas, de una sola de las muertes injustas, esta única infamia basta para que Tiberio sea un emperador cruel y responsable de todas las crueldades de su reinado. Otra cosa sería como querer absolver del adulterio a la fama de una mujer, probando que sus amantes no fueron tantos como se suponía. Un historiador respetable exhibe, como prueba de las exageraciones de Suetonio al describir el terror tiberiano, la frase de éste de que «los verdugos violaban a las vírgenes antes de ahorcarlas»; injusticia notoria, comenta, porque esta infamia sólo se cometió una vez, con la hija de Sejano. Pero, claro es que basta esta sola vez para abominar de quien la ordenó.

El ambiente de delaciones y de calumnias que angustiaba a Roma era, al final del reinado, una hoguera de odio hacia Tiberio, que sólo se aliviaba con la esperanza de verle desaparecer. Los pueblos aterrados y descontentos lo esperan todo de esa palabra mágica y peligrosa que se llama cambiar. La muchedumbre no piensa nunca que pueda perder en el cambio. Los días de mayor regocijo de las multitudes que registra la Historia son los que han seguido a los cambios de los príncipes y de los regímenes, sin que jamás el alborozo se turbe por el recuerdo de las infinitas decepciones que en la Historia humana han seguido a esa ilusión.

El año 33 d.C. Tiberio, en una carta al Senado, se quejaba «del odio que suscitaba su persona, por servir bien a la República». El vaho del rencor popular había, pues, llegado hasta él; y debió ser una de las razones de su retirada a Capri. Pero la distancia que le separaba de Roma, con el mar por medio y los acantilados de la isla, era, sin embargo, pequeña para huir de la ola de rencor que le seguía. Sejano tuvo que establecer una guardia especial para que nadie se acercase al fugitivo emperador; y una censura inexorable para aislarle de cartas y denuncias, sobre todo de los anónimos, que le hacían sufrir mucho. Así nos lo dice Suetonio: «su alma inquieta se ulceraba» con los libelos que a veces encontraba en su sitial del Senado; y Tácito nos cuenta que en una ocasión «estaba agriado por unos versos anónimos que corrían sobre él». A pesar de los cuidados de su favorito, es seguro que la flecha sutil del anónimo, que encuentra siempre un resquicio para alcanzar su blanco, llegaría hasta la soledad de Capri.

El terror enfermizo que le sobrecogió en sus últimos años nos prueba que no logró aislarse del odio de la gente. Es, sin duda, una calumnia el que, en su isla solitaria, se encerrase en una gruta a hacer extravagancias obscenas con ninfas y efebos reclutados a latigazos por sus esclavos. Pero sí es, sin duda, cierto, como nos cuenta su máximo historiador, que, «agobiado por el odio popular y debilitado por los años», Tiberio comprendió que con la fuerza sola, sin un hálito favorable de la opinión, no se sostienen los poderes.

La opinión, a pesar de la fuerza, le había ya derribado antes de morir. Los mejor intencionados de sus paladines no tienen argumentos que oponer a aquella bárbara y significativa explosión de alegría con que acogió Roma la noticia de su muerte. Era tan grande el general regocijo, que las gentes no querían creer que «el león», como le llamó el judío Agripa Herodes, había dejado para siempre de rugir. El pueblo no pensaba ya, tal vez no pensó nunca, si gobernó con rectitud o con malicia; sino sólo en el inmenso poder negativo de su antipatía. Por eso enronquecía por las calles lanzando aquel grito que llega hasta nosotros con un trágico sonsonete de populacho ebrio, que hemos oído también con letra diferente, pero con la misma música; y que por eso estamos seguros de que es cierto: «¡Tiberio, al Tíber! ¡Tiberio, al Tíber!»

CAPÍTULO XIX - RESENTIMIENTO Y DELACIÓN
La ambivalencia de Tiberio

En los capítulos anteriores hemos destacado la doble personalidad de Tiberio: en el anverso, su rectitud de administrador, su amor al orden, sus virtudes de capitán; en el reverso, las pasiones sombrías de su alma. Si queremos juzgarle con un lenguaje moderno podríamos decir que fue un técnico excelente con un alma perversa; combinación, por cierto, nada rara.

Su glorificación por los autores recientes es típica expresión de la ética contemporánea, que ante el hombre útil olvida lo demás.

Esta doble personalidad de Tiberio nos interesa porque explica muy bien la ambivalencia de su alma; su respeto, como ciudadano y como hijo, a Augusto y a Livia; y su odio hacia ellos, hacia los que habían edificado la virtud y la gloria del hogar imperial sobre el dolor del de su padre; la compasión hacia Julia, la mujer legal, cuando la desterraron; y su rencor implacable por el ridículo de que le cubrió; las alternativas de protección y de persecución a Germánico y a Agripina y a sus hijos; sus gestos de amistad y de mortal hostilidad hacia Sejano, amigo y enemigo a la vez; y así, siempre igual. A cada instante vemos escapar por entre los resquicios de su perfecta armadura oficial, el vaho de su rencor, dando a su vida el aspecto equívoco que los contemporáneos interpretaban como hipocresía y que los cronistas posteriores no aciertan a encajar en el esquema del carácter de una pieza.

El ciclo del resentimiento

A lo largo de la vida de Tiberio se ve claramente cómo a medida que su resentimiento fermentaba, el turbio reverso pasional de su personalidad iba, poco a poco, superando al claro anverso de su vida política. Por eso, los antiguos le vieron como a un hombre desconcertante, que cambiaba sin cesar: recordemos otra vez las palabras de Plinio, que le llama príncipe austero y sociable, que con los años se tornó severo y cruel. Algunos señalan una fecha fija a su cambio del bien al mal, relacionándola con la muerte de su hijo Druso, o con la de Germánico, o la de Livia
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Fueron, en efecto, estas desgracias impulsos bruscos en el ciclo de su pasión. Pero más que ellas aun, le precipitó hacia el delirio final la traición de Sejano y el descubrimiento del pretendido asesinato de su hijo.

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