Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
Una prueba de su amor a los Césares —o de su habilidad; o de las dos cosas— es el hecho que ya hemos referido de que, cuando murió Germánico, el hijo predilecto y glorioso de Antonia, y Tiberio y Livia no se atrevieron a asistir al funeral, Antonia tampoco lo hizo, por solidaridad con ellos y para autorizar con su indiscutible dolor de madre los motivos de orden político que tuvieron aquéllos para su ausencia.
Esta conducta fue labrando poco a poco la autoridad de Antonia sobre Tiberio, cuyos frutos había de recoger más adelante. Ya hemos explicado la actuación de Antonia en los últimos años en la lucha de los claudios contra los julios. Salvó, con su energía y con su habilidad, que era mucha, la vida de Calígula y le hizo emperador, logrando así el triunfo de su casta cuando parecía irremisiblemente perdida.
Pero en este triunfo, en que culminó todo el esfuerzo paciente de su vida de virtud, estaba encerrada su máxima amargura. Antonia sabía mejor que nadie cómo era de indigno Calígula, el nuevo emperador salvado de la muerte y elevado al trono por ella. Y, sin embargo, su religión de la casta le obligó a defenderle. Calígula era un loco; desde su infancia epiléptico, no con accesos larvados como tantos otros de la familia Julia, sino con ataques típicos, «puer comitiali morbo vexa-tus», y con manifiestos delirios de crueldad y aberraciones sexuales. La impecable Antonia pasó por el horror de sorprender a su nieto predilecto en brazos de su propia hermana Drusila, cuando aun vivían en Roma bajo su cuidado; y luego tuvo que presenciar el matrimonio monstruoso de los dos hermanos, siendo ya Calígula emperador. Más tarde, ante un reproche de la anciana princesa a la que todo se lo debía, Calígula le contestó con aire de amenaza que no olvidase que todo el poder estaba en su mano y que podía fulminarlo contra quien quisiera. El imbécil César se negaba a recibirla a solas y únicamente lo hacía en presencia de Macrón, acaso por exigencias de éste, que quería evitar que Antonia repitiese con Calígula, contra él, la hábil labor de zapa que con Tiberio realizó contra Sejano. No bastaría a consolarla de pruebas tan terribles el ver al descendiente de la casta suya en el trono de Augusto.
Estaba, además, muy vieja y no pudo soportar tantas indignidades y afrentas. Murió horrorizada, con la terrible angustia de comprender que se había equivocado trágicamente. La casta no es nada ante el bien y el mal; pero lo supo demasiado tarde. Se dice que ayudó a su fin el veneno del propio Calígula. Y que éste, sin abandonar la mesa de un festín, vio arder a lo lejos, tranquilamente, el cadáver de esta mujer, la más bella y la más buena de Roma, a la que debía su imperio.
Así fue la única mujer amiga de Tiberio. ¿Amistad desinteresada —nos preguntamos ahora— nutrida de amor familiar y de respeto a la jerarquía? ¿O amistad calculada, puesta al servicio de la religión de su casta? Nadie podrá contestar a estas dudas. Pero sin querer pensamos otra vez en el distinto rumbo de la Historia si la mujer de Tiberio hubiera sido esta Antonia, fecunda y ejemplar, capaz de ahogar en su generosidad y en su rectitud el mar de los resentimientos del César.
Una parte del resentimiento de Tiberio se originó en la ingratitud de sus amigos. Los historiadores nos hablan sobre todo de la de Sejano, cuya historia hemos hecho ya. También nos hablan de Macrón, que heredó a Sejano en la confianza omnímoda del César y que a poco se alzaba contra él, unido por intrigas mal disimuladas con su propio heredero, Calígula. En esta lista de amigos infieles puede añadirse el judío Agripa, nieto de Herodes el Grande, que hoy nos parece un antecesor perfecto de los príncipes descarriados e inmorales que vemos pasar por las playas de moda y por los cabarets. Aventurero y jugador, estaba siempre lleno de deudas. Durante su estancia en Roma, se hizo muy amigo de Druso II, el hijo de Tiberio; les unió la gran fraternidad que crea la vida de licencia y borrachera en común. Al morir Druso II, Tiberio, siempre dispuesto a la extravagancia, ordenó que ninguno de los que habían sido amigos de su hijo, y entre ellos Agripa, se le volviera a presentar delante. El príncipe judío, entonces, se ausentó de Roma.
Pero volvió a poco, a favor de la amistad que tenía con Antonia, amistad que la fiel dama trasmitía a Agripa por ser hijo de una íntima amiga suya, Berenice: la del nombre lleno de evocaciones. Y esta amistad llegó al extremo de que habiéndose enojado de nuevo Tiberio contra Agripa —y ahora no por razones sentimentales, sino porque le debía dinero— Antonia se lo prestó para que pagase sus deudas y continuase en el favor imperial. Y lo logró hasta el punto de que Tiberio confió a Agripa el cuidado de Nerón I, su nieto adoptivo. Pero Agripa abandonaba a su pupilo, a poco, y se unía a Calígula, sin duda por afinidad moral; y con él intentó conspirar contra Tiberio, o, por lo menos, hablaron mal de él. El susceptible César consideró esta actitud de Agripa como una ofensa y una decepción y encadenó al judío, hasta que, muerto Tiberio, Calígula le hizo recobrar la libertad y le ayudó a reinar en Judea, aunque por breve tiempo. El hecho culminante de su fugaz reinado es la persecución contra los cristianos. Fue él quien mandó degollar a Santiago, el hijo de Zebedeo; y no mató a Pedro por la milagrosa evasión de éste de la prisión donde yacía.
La infidelidad de los que tenía cerca, siguió a Tiberio, como su sombra, durante toda su vida. Pero antes de compadecer a Tiberio por sus malos amigos, habría que estudiar por qué fueron éstos así. Cuando a un hombre le traicionan cuantos le rodean, más lógico que vituperar a los traidores, es buscar la causa de que todos coincidan en traicionarle. Casi siempre está la culpa en el traicionado. Así ocurría en Tiberio, hombre sin generosidad y por lo tanto incitador permanente de la felonía en los otros. La traición nace siempre a la sombra de la falta de amor.
No obstante, Tiberio tuvo amigos; tuvo por lo menos dos, excelentes: Lucilo Longo y Coceio Nerva. Dos son, acaso, muchos para un emperador. Porque lo que da a la amistad categoría excelsa es el desinterés; y es casi imposible que el que se acerca al poderoso no lleve, escondida en su amor, una aspiración interesada. Más raro aun es que el príncipe no la sospeche, aunque no exista, cuando el amigo se le acerca; y esta suspicacia pone una sombra inevitable sobre los afectos más puros. He aquí una de las contribuciones más penosas que lleva consigo el goce de mandar.
Lo que sabemos del carácter de Tiberio nos permite presumir que esas suspicacias debieron ser en él muy constantes y agudas; y no sin razón, porque pocos hombres públicos han sufrido los reiterados desengaños que hirieron a su alma. De sus dos amigos, uno se convirtió a última hora, quizá sin quererlo, en su más duro acusador. El otro murió fiel a su amistad y Tiberio le pagó con uno de los gestos más cordiales de su vida.
Este último, el amigo fiel hasta la muerte, fue Lucilo Longo. «Era, dice Tácito, el compañero de su buena y de su mala fortuna»: y esto basta para juzgar de los quilates de su afecto. Cuando Tiberio se retiró a Rodas, L. Longo era senador, y abandonando todos sus quehaceres, fue el único entre los demás senadores que le siguió al voluntario destierro. La amistad que los unía siguió invariable hasta el año 23 d.C. año nefasto en el que Tiberio sufrió la pérdida de su hijo Druso y la de uno de sus nietos. Pocos días después que éste, moría también Lucilo Longo.
Era el fiel muerto hombre de alcurnia modesta: acaso por esto resistió a la corrupción que inficionaba a la mayoría de los cortesanos. A pesar de ello, Tiberio quiso hacer una manifestación ostentosa de su amor y de su gratitud al difunto. A expensas del tesoro se celebraron funerales solemnes. Y en el Foro de Augusto se alzó una estatua para honrar la memoria del amigo ejemplar que, a cambio de su amistad, nunca pidió nada.
Nerva era también «amigo inseparable del príncipe», senador, profundamente docto en las leyes divinas y humanas y poseedor, por añadidura, de una fortuna próspera. Su nieto, senador y gran jurista también, fue Marco Coceio Nerva, el emperador elegido al morir asesinado Domiciano; y según los bustos que de él se conservan, como el del Museo del Louvre, tenía un cráneo y un rostro llenos de inteligencia: podemos imaginarnos que heredada de la de su abuelo, el amigo de Tiberio.
Fue nuestro Nerva asiduo colaborador del César en la administración de justicia y en las grandes reformas que bajo su reinado se hicieron en las obras públicas. Sin duda uno de sus ministros mejores, si no el mejor
[55]
.
Pero, aparte de los trabajos de gobierno, el César gustaba de la amistad y de la sabiduría de Nerva. Le acompañaba siempre y fue uno de los pocos que le siguieron en su viaje a la Campania, y en su largo retiro de Capri.
Pero allí, en Capri, un día, este prudente leguleyo decidió morir (33 d.C.) Es éste otro de los sucesos mal explicados del principado de Tiberio. Tácito dice que al saber el emperador el propósito de su amigo «corrió a su lado, le agobió a preguntas, recurrió a la súplica y le hizo ver la responsabilidad que recaería sobre su conciencia de César y la injuria que significaría para su fama el que su amigo íntimo abandonase la vida voluntariamente sin una razón superior». Pero Nerva, sordo a todas estas razones, se dejó morir de hambre.
Aun está y estará para siempre en el misterio la verdadera causa de esta muerte singular. Tácito nos cuenta que los confidentes de Nerva decían «que viendo más de cerca que nadie los males de la República, la cólera y el miedo le habían obligado a buscar un fin honorable, antes que fueran violados su gloria y su reposo». Dión asegura que se mató «por no querer soportar sus relaciones con Tiberio» y porque éste desoía sus consejos financieros.
Es cierto que Nerva no compartía las ideas de Tiberio sobre algunos puntos de la administración y de la política. Estas diferencias, y, además, el espectáculo terrible de lo que pasaba en Roma y de la tempestad que turbaba el alma de su príncipe pudieron inducir al gran ministro a suicidarse. Según Dión, esta divergencia se refería principalmente al proyecto de Tiberio de restaurar la ley sobre los contratos dictada por Julio César, que el actual estado de la Hacienda hacía necesario poner de nuevo en vigor. Fundándose en este dato, un autor contemporáneo
[56]
trata de insinuar que la causa del dramático fin de Nerva no fue el arranque de dignidad que dice Tácito —que, según el escritor moderno, «huele a retórica»— sino el miedo del gran legista a ser incluido en la persecución que, en virtud de dicha ley, se iba a desencadenar contra los usureros; porque Nerva tal vez lo fuera también.
Nos demuestra este juicio cómo la pasión puede turbar a los historiadores la serenidad del juicio; hasta el punto, como en este caso, de no vacilar en mancillar la fama de uno de los más insignes romanos de aquella época, ante el afán inútil de vindicar la memoria de un príncipe, gobernador excelente, pero hombre de mediocre calidad moral.
Las intenciones del ilustre suicida nadie las puede saber hoy. Lo que no puede negarse es que Nerva murió porque quiso, violentando los ruegos del César y sus órdenes; y este gesto de heroica rebeldía es como un símbolo de protesta y de venganza en aquellas horas en que tantos otros hombres perecían contra su voluntad y contra toda justicia sólo porque Tiberio lo quería así.
El capítulo de los amigos de Tiberio tiene también otro pasaje claro. Uno de los más nobles momentos de la vida del emperador es su comportamiento con otro de estos amigos, Mesalino Cota, al que más arriba hemos citado ya. Era Cota un hombre mordaz que en varias ocasiones había arriesgado su libertad por decir chistes a propósito de los más altos personajes de Roma, especialmente de Calígula y del mismo Tiberio; en suma, era uno de esos humoristas reconocidos por el ambiente y al fin esclavos de su humorismo, que existen en todas las sociedades y en todas las épocas; y que por último se ven obligados a sacrificarlo todo a la reputación de su humor. El año 32 d.C. en medio de la lluvia de delaciones que aterraba a Roma, apareció una contra M. Cota, acusado por una de sus mordacidades habituales, que se consideraba inclusa en la ley de lesa majestad. Viéndose perdido, acudió directamente al emperador. Y éste envió una defensa escrita al Senado que se ha hecho célebre por la profunda desesperación que rezuma. Es aquella que comienza así: «¡Qué os diré, padres conscriptos! ¡Cómo os escribiré! O mejor dicho, ¿qué es lo que en estos momentos no os debo escribir? ¡Si yo mismo soy capaz de saberlo, que los dioses y las diosas me maten más cruelmente aun de lo que yo me siento morir cada día!» Sin duda Tiberio escribía esto en una de esas horas que hasta los hombres más duros atraviesan, en que la amargura ablanda y anega de humanidad el corazón. Después de esta imprecación, el César recordaba su amistad con Cota y pedía a los jueces que no se considerasen como delitos palabras sin trascendencia, escapadas en la jovialidad de un banquete. Cota fue absuelto y sus denunciadores castigados.
Algunos comentadores modernos anotan, con razón, la incomprensible dureza con que Tácito y Suetonio comentan esta carta, nobilísima, que realmente honra a Tiberio. Pero era tal la impopularidad de éste, que hasta sus momentos de elevación se ocultaban a la vista de sus contemporáneos, envueltos en la bruma de la doblez y el resentimiento.
Es tiempo de hablar directamente de Tiberio. Hemos ido dibujando su figura desde fuera, desde el plano de los hombres y las mujeres y las pasiones que le rodeaban. Debemos ahora completar y cotejar este perfil con el que da el estudio directo de su personalidad.
Físicamente, tenemos bastantes datos para juzgar al César. Los contemporáneos coinciden en que era un hombre de figura excelente. Veleio dice que desde su niñez era notable por su talla y por su belleza; y los bustos que se conservan de esta edad, si son exactos, lo confirman así.
La descripción más completa, ya en su madurez, es la de Suetonio: le pinta como un hombre alto, ancho de tórax, de piel muy blanca, de rasgos nobles y de grandes ojos. La implantación posterior del cabello la tenía muy baja, rasgo al parecer de toda la familia de los claudios, que, en efecto, nos es útil para la identificación de sus individuos en los bustos de la antigüedad. No creo que tiene fundamento la afirmación de Henting de que el cabello se implantase en su frente en forma redondeada y baja, según el tipo que los antropólogos llaman «en gorra de piel», y que los médicos solemos encontrar en los individuos infantiles y eunucoides o en los degenerados. Ni siquiera en los retratos juveniles se aprecia esta disposición; antes bien, desde muy pronto se dibujan ya las entradas de la calvicie de las sienes, normal en el varón casi desde la adolescencia. Además, sabemos que Tiberio se hizo prematuramente calvo y los individuos con el cabello implantado «en gorra de piel» son muy refractarios a la calvicie.