Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
Pero, sobre todo, en la vida civil de Tiberio abundan los testimonios de la timidez que se ocultaba bajo el cariz severo de su semblante. Hemos señalado ya muchas de estas debilidades, algunas de apariencia fútil, pero todas de gran significación en la marcha de los acontecimientos del Imperio. Recordaré de nuevo la ausencia del César y de sus familiares en los funerales de Germánico, que fue, sin duda, un acto de miedo. Y la condena de Pisón, notoriamente injusta, dictada por la abdicación temerosa del Príncipe ante el clamor popular.
Su más que probable timidez sexual ha sido suficientemente comentada. Pero, sobre todo, nos da idea de su voluntad vacilante la necesidad que tuvo siempre de apoyarse en el báculo de otra voluntad. Tiberio vivió siempre a la sombra de la energía imperiosa de otros. Primero, de la de su madre y de la semidivina de Augusto. Le hemos visto traído y llevado por los manejos y la protección de Livia en la larga lucha de las dos ramas imperiales. Como un objeto inerte oscilaba su presente y su futuro a merced de las dos fuerzas contrarias, la de Livia, que le impulsaba, y la de Augusto, que se le oponía. Cuando llegó a ser dueño del Imperio había traspuesto los 50 años, edad en que el espíritu, en plena sazón, puede dar todavía sus mejores frutos, pero en la que es difícil que se rehaga en moldes nuevos; y esto es lo que hubiera sido necesario a Tiberio. El largo aprendizaje de su juventud y madurez había sido excelente para su experiencia de burócrata, pero fatal para la educación de su voluntad.
Llegó a mandar en toda Roma, pero no pudo independizarse de su madre. La ambiciosa Livia, fortalecida por los años, fue siempre su emperatriz. Ya hemos visto que intentó reaccionar contra esta tutela, pero bajo su rebelión superficial se adivina que el yugo, forjado y apretado a través de tantos años, era más fuerte de lo que él creía. Para intentar su independencia tuvo que romper abiertamente con su madre, alejándose primero de Roma y cortando, después, toda relación con ella. En suma: huyó como los tímidos.
Al huir de una esclavitud, caía en otra peor. Como todos los tiranos débiles, tuvo la constante necesidad de ese ministro omnipotente que en castellano tiene el hermoso nombre de Valido. Sejano fue su Valido. Dión nos cuenta que en los últimos años de su imperio se decía que «Sejano era el emperador de Roma, y Tiberio, sólo el gobernador de Capri». Como todos los validos, Sejano intentó devorar a su señor: es una ley biológica justa; pero como les pasa a muchos, pereció víctima de una de las súbitas reacciones violentas de los débiles, a favor del apoyo de la opinión, que el príncipe sometido utiliza contra su ministro cuando éste exagera su tiranía y atrae, por ello, el rayo de la ira popular. Esta historia se ha repetido muchas veces.
Para desechar a Sejano, Tiberio tuvo otra ayuda, además de la del pueblo: la de Macrón, hombre eficaz y perverso, que sustituyó al valido en el mando de las cohortes y en el imperio, sobre la voluntad del César. Para darse idea de la indigencia de la voluntad de Tiberio, basta considerar esta sumisión absoluta a cabecillas secundarios, vacuos e intrigantes, como Sejano y Macrón; mientras, los hombres de talento político, como Nerva, tenían que matarse. Y hay, además, que comparar esta prepotencia de los favoritos sobre Tiberio, con el rango estricto, jamás excesivo, que tuvieron ministros de la talla de Mecenas y de Agripa, cerca de un príncipe de recia voluntad y de verdadero talento político como Augusto. Éste, no lo olvidemos, tuvo a su lado también, durante la mayor parte de su vida, y, lo que es peor, durante las noches de muchos años, a Livia; y, sin embargo, supo sortear el mismo peligro de la mujer imperiosa que aprisionó a Tiberio.
Las crisis más características de esta voluntad vacilante fueron sus dudas para aceptar el principado y, sobre todo, sus huidas, a Rodas en la juventud y a Capri en la vejez. Estos dos últimos episodios pertenecen al período nebuloso de sus anormalidades, y serán comentados más adelante. Respecto de sus titubeos para aceptar el poder, las referencias de los autores contemporáneos los presentan como una de las manifestaciones típicas de su hipocresía, pues afirman que mientras se resistía en el Senado actuaba con las tropas como si fuera ya emperador. Pero leyendo atentamente estas versiones, se tiene la impresión de que sus dudas eran sinceras, hijas de su indecisión; y que lo que trataba de ocultar con su lenguaje confuso y su actitud misteriosa era su propia debilidad.
Tuvo, también, mucha parte en su conducta su escepticismo. Lo estudiamos ahora por su conexión inmediata con la timidez. El hombre tímido tiene, en efecto, dos posibles actitudes defensivas. Cuando es pobre de espíritu, se defiende de su debilidad creyendo en todo, y vive, como un parásito, adherido a la fortaleza de otros hombres o a la de los grandes símbolos extrahumanos. Cuando el tímido es inteligente y altanero, su defensa suele consistir en no creer en nadie ni en nada. Este es el caso de los tímidos resentidos; y así era Tiberio.
No asoma en todo el curso de su vida un solo rasgo entusiasta hacia los demás hombres. Dicen que admiraba a Augusto, pero su admiración estaba minada por el resentimiento. Basta a demostrárnoslo el discurso que antes hemos citado, en el que rehusó la consagración a su nombre de un templo en España: su conciencia más profunda se transparenta en él, en efecto, cuando dice que aceptó una consagración anterior, porque Augusto había aceptado todas las que le ofrecieron; pero que cumplido este protocolo, él no seguía la conducta de su padrastro; porque la fama está en los hechos, que juzgará la Historia futura, y no en los templos y las lápidas erigidas por los contemporáneos. Pocas veces asoma con tanta nitidez en la superficie del alma la violencia del subconsciente. En ocasiones como ésta el rechazar un honor no es humildad, sino explícita soberbia, afán de superar a los que han aceptado antes todos los honores. Por esta misma razón no aceptó tampoco el título de Padre de la Patria, que tanto había envanecido a Augusto.
A estas tendencias nativas se fueron sumando, para incrementar su escepticismo, las lecciones que la vida le dio. En los capítulos precedentes hemos analizado los motivos que explican por qué Tiberio no podía creer en las virtudes del hogar, ni en las conyugales, ni apenas en las de los amigos. Hubiera necesitado para superar tantas demostraciones adversas una inmensa dosis de generosidad, que no tuvo jamás.
No creía, finalmente, en los dioses. Suetonio declara que fue, en absoluto, indiferente a los de su religión. Como muchos otros hombres inteligentes de su época, Tiberio presentía el fin de la grotesca teología pagana; y acaso él, más que nadie; por lo mismo que el destino histórico, que forma parte de nuestras almas, le había asignado el papel de testigo supremo, aunque inconsciente, de la aurora de la nueva fe.
Tiberio persiguió a todas las religiones oficiales. Hoy es difícil juzgar del sentido político de estas persecuciones
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pero es evidente el elemento de ateísmo resentido que había en su actitud.
El año 19 d.C. expulsó de Italia a los que profesaban la religión de Isis, que, gracias al snobismo de los elegantes de Roma, empezaban a ser numerosos. La moda egipcia, en todos sus aspectos, hacía furor. A algunos de sus sacerdotes, acusados de diversos crímenes, los hizo crucificar junto al Tíber. Persiguió, también, a los druidas. Y expulsó, finalmente, a los judíos: cerca de 4.000 fueron trasladados a Cerdeña, con pretexto de reprimir el bandidaje de esta isla, pero, en realidad, con el secreto designio de que murieran víctimas de la insalubridad de su clima. Parece, sin embargo, seguro, que Tiberio sentía una simpatía secreta por los judíos, como lo prueba el juicio benévolo y las disculpas que dan de esta expulsión historiadores como José y Filón, este último paladín de la raza. Con esta simpatía se relaciona el supuesto interés —para algunos, el verdadero fervor— de Tiberio hacia la doctrina de Cristo; por lo menos la admiración de su alma, tan propensa a creer en los prodigios, cuando supo que el Rabí crucificado por Pilatos había desaparecido de su sepulcro, envuelto en nubes, hacia los cielos.
Creía, en efecto, Tiberio en los presagios y en los portentos. Los hombres, como los pueblos, sin fe, son los que están dispuestos a cada instante a comulgar con ruedas de molino. Pero era éste, además, rasgo de su tiempo. En su siglo, y hasta muchos después, apenas hubo mentes capaces de sobreponerse a la fe en los indicios presagiales que, con los sueños, son un resto del alma primitiva que subsiste aún en nuestra alma civilizada. Y entonces, aun con mayor tiranía que ahora; y no por la distancia en años que nos separa de la antigua edad, que es, en la inmensa trayectoria de los mundos, un instante brevísimo; sino por la eficacia que para la evolución de la razón humana han tenido las cosas ocurridas en el plazo de esos veinte siglos. Nada tiene de particular, por lo tanto, que Tiberio se aterrase del rayo, del que se preservaba con una corona de laurel, porque esta planta, según nos cuenta el gran naturalista de la época, Plinio, posee una notable aversión al fuego. Y no estaba solo en este terror, pues también lo padeció el gran Augusto, que prefería preservarse con una piel de foca; y, desde luego, el estúpido Calígula que, sin sentido ninguno de su dignidad, en cuanto oía el primer trueno se metía debajo de la cama.
Sin embargo, puede presumirse que Tiberio creía menos en el presagio que muchos de sus contemporáneos, incluso los más ilustres, como sus propios historiadores Tácito, Suetonio y Dión. Suetonio nos informa de que el emperador era «hombre de realidades», como se diría hoy; y así, cuando iba a empezar una batalla no gustaba de consultar a los augures, prefiriendo entregarse en su tienda a una madura reflexión y a un estudio detallado de cuantos datos le daban sus capitanes, a lo largo de la noche en vela. El único signo que le inspiraba confianza en días de guerra era el que su lámpara se apagase bruscamente; pero una de las veces en que se confió a este presagio estuvo a punto de ser asesinado, con lo que su espíritu descreído debió perder el último asidero de la fe en lo sobrenatural.
Su alma fría e inquisitiva le condujo a buscar un alivio del escepticismo en la astrología. No puede esta afición del César apuntarse, como quiere algún historiador moderno, en el haber de sus virtudes, considerándola como expresión de un supuesto espíritu científico. Aquella astrología tenía apenas un núcleo de rigor experimental, aunque no menor, es cierto, que casi toda la precaria ciencia natural de su tiempo; pero sobre ese núcleo se hipertrofiaban monstruosamente todos los prejuicios y todas las inocencias de la superstición de la mente antigua. Entonces y siempre, nunca es más peligrosa la superstición que cuando se barniza de ciencia.
Desde su retirada a Rodas, cuando tenía 36 años, se dio Tiberio a la ciencia de los caldeos. Su maestro fue el célebre astrólogo Trasilo, al que llevó luego consigo a Capri y con el cual le unió una amistad estrecha después de haberle hecho pasar, porque hasta con lo sobrenatural extremaba su cautela, por una prueba rigurosa de su buena fe. Nos cuenta Tácito que Tiberio consultaba con sus astrólogos, en Capri, en la más alta de las doce villas que había hecho construir en la isla, cada una dedicada a un dios
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Trasilo era como el jefe de ellos, que eran muchos: Juvenal nos habla, en efecto, del César en la isla risueña «rodeado de una tropa de caldeos». El astrólogo de turno —dice la leyenda— subía cada tarde hasta la morada del emperador por un sendero al borde del abismo, para conversar con él y explicarle los presagios; y al descender, si Tiberio había sospechado un fraude en el horóscopo, el robusto esclavo que acompañaba al caldeo infeliz le precipitaba al mar. La primera vez que le llegó a Trasilo su turno, le preguntó Tiberio por su porvenir; consultó aquél a los astros y, palideciendo, advirtió valerosamente a su señor que le amenazaba un gran peligro. El César, confortado con su lealtad, le besó, y desde aquel instante fueron amigos.
No debe pasar Trasilo por estas páginas sin un comentario de simpatía; porque fue, en los días terribles de la persecución y de las delaciones, ese hombre providencial que surge siempre en trances parecidos, donde menos se espera, y que dedica su prestigio con el tirano y su astucia, para hacer el bien a los demás. Se dice que Tiberio no quería morir sin ver ejecutadas todas sus sentencias; y el buen astrólogo le engañó haciéndole creer que aun le quedaba larga vida; así salvó a muchos infelices, que apenas muerto el César fueron puestos en libertad. Tal vez es ésta una leyenda más; pero quiere decir que, en esta ocasión como en tantas otras, nunca es más sagrada la ciencia que cuando voluntariamente pone su prestigio al servicio de la mentira para hacer el bien.
¿Qué buscaba Tiberio en el lenguaje sin sentido de los astros? Tal vez sentía, como quieren sus defensores, un ansia de razonar sobre el misterio de la vida, que sirviera de soporte a la sequedad de su alma. Acaso también, en la inmensa decepción de su fe en los dioses, buscaba con angustia otra verdad superior que, sin saberlo, estaba ya muy cerca. Por eso, quizá, pasaba tantas horas con los ojos clavados en la ruta infinita de las estrellas. Mas el verdadero blanco de su afán no estaba entre los astros, sino tan escondido en los repliegues de su alma, que ni él mismo lo sospechó jamás.
El éxito o el fracaso de los hombres depende, mucho más que de las cualidades o los defectos valorables, de la sutil pero decisiva razón de su simpatía o de su antipatía. Tiberio fue fundamentalmente antipático, y los historiadores, salvo algunas excepciones, no suelen estimar este rasgo de la psicología del César.
Sobre la antipatía y la simpatía se ha escrito mucho, y se ha convenido en que su esencia y sus motivos son muy difíciles de explicar. Pero es evidente que hay dos grandes grupos de ambos sentimientos; o, mejor dicho, del sentimiento de la «patía», que tiene, como la electricidad, dos polos; o, si se quiere, cara y cruz. En el primer grupo se trata de un sentimiento exclusivamente subjetivo: un hombre o una mujer, por razones profundas de afinidad o de oposición en nuestro instinto frente a su personalidad, nos es simpático o antipático; quizá sólo a nosotros y a nadie más. En el segundo grupo se trata de un sentimiento objetivo: un hombre o una mujer, por condiciones fijas de su personalidad, es simpático o antipático; no solamente a ciertos de nosotros, sino, prácticamente, a todos los mortales que le conocen. Si buscamos las razones de estas simpatías o antipatías universales que trascienden de los seres humanos del segundo grupo, encontraremos unas veces, unas; y otras veces, otras diferentes; pero con absoluta constancia comprobaremos la presencia de generosidad en el simpático, y en el antipático la ausencia de esta virtud. La medida de la generosidad de cada alma es la medida de su capacidad de simpatía. Y esto nos explica también la relación de la antipatía con el resentimiento, puesto que la raíz de éste estriba, asimismo, en la falta de generosidad. La acritud del resentido se infiltra poco a poco en los estratos de su alma y aumenta la antipatía, inicial; por eso, el ciclo de la antipatía del resentido no tiene fin.