Tiberio, historia de un resentimiento (14 page)

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Authors: Gregorio Marañón

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BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Cecina era uno de los que mandaban las tropas de Germánico cuando la sublevación de las legiones en Germania. Fue allí guía y freno del joven general impetuoso; y había sido por lo tanto, también, testigo presencial de las proezas extravagantes de Agripina. Y ahora, es más que probable que muerto ya Germánico, criticaba a la viuda, sin nombrarla, por orden del César; y quizá desahogaba a la vez antiguas humillaciones que hubo de recibir en los campamentos, de la imperativa princesa. Le respondió Valerio Mesalino, defendiendo con elocuencia a las mujeres —y en el fondo a Agripina— y lanzando a Tiberio la indirecta envenenada de que también Livia acompañaba a Augusto en sus viajes políticos y guerreros.

Y es que, en efecto, si alguna mujer se pareció a Agripina en Roma, fue Livia, la emperatriz. La discusión terminó aquí. Tiberio no quiso insistir, pero debió anotar la lección en el archivo de sus resentimientos. En esa sesión intervino también Druso II, el hijo de Tiberio, alabando a las mujeres con poca oportunidad, que las sonrisas maliciosas de los senadores debieron subrayar; pues ya por entonces se decía que Livila, su esposa, hacía lo posible por dar razón a los detractores de la virtud femenina. Puede interpretarse este discurso como una argucia de Tiberio para disimular el efecto del de Cecina, por cuya boca hablaba el propio emperador.

Poco a poco, la guerra entre Tiberio y Agripina fue tomando caracteres más graves. La enérgica viuda y sus hijos, sobre todo el primero y el preferido, Nerón I, se habían convertido en el símbolo de la gloria juliana, más aún que por derechos de la sangre, por la fuerza del sentimiento popular. Representaban el prestigio inolvidable de Druso I y de Germánico y, a la vez, el odio a Tiberio. En torno de ellos se hizo un verdadero partido que luchaba contra el César. Si durante algún tiempo la mutua pasión estuvo contenida, se debió probablemente a los esfuerzos con que Tiberio, en cuya alma ambivalente estaba siempre erecto el buen sentido de gobernante, trataba de evitar una lucha de consecuencias fatales para Roma. Además, quisiéralo o no, tenía que contar para su sucesión con los hijos de Agripina, toda vez que su hijo único, Druso II, había muerto el año 23 d.C. dejando un solo vástago: Tiberio Gemelo, que por su corta edad y su estulticia no podía asumir, por sí solo, la responsabilidad de la herencia cesárea. Por eso asoció a su nieto a los dos hijos mayores de Germánico, Nerón y Druso, presentándoselos a los senadores y conjurando a éstos en nombre de los dioses y de la patria a que los cuidasen y educasen
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Sin duda influyó también mucho en su ánimo, para esta inicial protección a la familia enemiga, el miedo que siempre tuvo a afrontar francamente la opinión pública, que era tan favorable al partido de Agripina. Y es posible, por último, que ésta estuviese en aquellos años protegida por Livia. Tácito nos dice que ambas mujeres no fueron nunca amigas: «mostraba Livia hacia Agripina —escribe— toda la actitud de una madrastra, y Agripina tampoco se sabía contener». Pero moralmente se parecían mucho las dos; se conocían bien y podían estimarse aunque no se quisiesen, como ocurre tantas veces en la vida. Sabemos también que a medida que los años avanzaban y se deshacía la alianza antigua entre Tiberio y Livia, las inclinaciones de ésta se orientaban insensiblemente hacia los enemigos de su hijo. Esta reacción psicológica es importante para completar la explicación de la benevolencia tardía de la emperatriz hacia Agripina. Yo me inclino a admitirla, porque es demasiado significativo el hecho de que la carta que más tarde escribió Tiberio acusando a Agripina y a su hijo y que fue como una sentencia para los dos, no llegó al Senado hasta inmediatamente después de morir Livia. Incluso se dijo en Roma, que estaba escrita desde mucho antes y que Livia, mientras vivió, logró retenerla.

Agripina intenta casarse

Pero la tregua se rompió al fin, y estalló abiertamente la ira de Tiberio contra Agripina. Eran los años últimos, los del humor sombrío del César; y la valerosa mujer se sintió sucumbir. Ayudaba, además, al tirano, Sejano, su ministro, que aliado con Livila, la nuera, ya viuda, de Tiberio, capitaneaba oficialmente el bando contra Agripina, último reducto de la casta de los julios. Los incidentes de estos postreros episodios de la gran pugna, serán detallados después, cuando hagamos la historia de Sejano. Ahora terminaré la de Agripina.

Ésta, cansada de la lucha sin piedad, se alió con Asinio Gallo, el viudo de Vipsania, e intentó casarse con él (26 d.C.) cuando llevaba siete años de viudedad ejemplar. El suceso es, sin duda, cierto, pues Tácito nos dice que lo leyó en las Memorias de Agripina II. La viuda de Germánico, que parecía inconsolable, llamó un día a Tiberio so pretexto de que estaba —o se fingía— enferma y le pidió, a boca de jarro, permiso para el nuevo matrimonio. «Una mujer, le dijo, joven aún (tenía 39 años) y llena de virtud, no puede encontrar consuelo más que en el himeneo». Pero el astuto Tiberio se dio cuenta de la intención política del proyecto y negó a la viuda el consuelo que le solicitaba. Es natural, además, que le hiriese el que el pretendido esposo fuera el rival de siempre, el mismo Gallo implacable que le había arrebatado años atrás a su primera mujer.

Aniquilamiento de Agripina y de sus hijos

Sejano, dueño de la voluntad de Tiberio y, al mismo tiempo, instrumento de las venganzas de éste, apretó el cerco contra la intemperante viuda y al fin venció. Agripina fue enviada a la isla Pandataria, la misma que su madre había regado, años atrás, con sus lágrimas de desterrada. A su hijo Nerón I le confinaron a la isla de Ponza
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Los dos murieron poco tiempo después: Nerón el año 31 d.C. y Agripina el 33 d.C. Este mismo año moría también encarcelado en Roma el hermano de Nerón, Druso III, después de una agonía de tres años, hambriento hasta el punto de que en sus últimos días devoró la lana de sus colchones.

Sólo quedaba, flotando como un náufrago en este mar de sangre, Calígula, el que había de ser con el tiempo emperador. Probablemente no se ahogó también gracias a la ayuda de su abuela Antonia, como más tarde diremos.

De estos tres hijos varones de Germánico y Agripina, cuya suerte se jugó en estos días, Nerón I fue el preferido de su madre, por su condición prudente y modesta. Fue por eso su compañero en la lucha contra Sejano y el César. Lo que de él podemos colegir a través de los documentos, nos da la impresión de un hombre débil, de voluntad vacilante, pero no exento de ingenio y de elocuencia. Tiberio lo acusó, al condenarlo ante el Senado, «de amores infames y de olvido del pudor»; tal vez de homosexualidad; pero hay que oír con reserva la voz del resentido César, que, en el fondo, estaba celoso de la popularidad del joven príncipe. Era ésta, ya lo hemos dicho, inmensa. Cuando Nerón pronunció en el Senado un discurso en nombre de las ciudades de Asia, «todos los corazones sintieron una dulce emoción»; porque todos creían ver en el orador a su padre Germánico, al que recordaba por su aire noble y digno. Y, como siempre, la popularidad aumentó con la persecución. El día en que Nerón y Agripina fueron acusados ante el Senado, la multitud alborotada —la plebe y no los aristócratas como, con evidente error, dicen algunos— paseaba por las calles sus retratos entre delirantes aclamaciones de desagravio. Sin saberlo, los que les vitoreaban, les empujaban a la muerte.

Druso III, el segundo hermano, era de carácter muy apasionado. La preferencia de Agripina por Nerón le impulsó, por celos, a aliarse con Sejano contra su madre y hermano. Pero al fin Tiberio y Sejano le eliminaron también, encerrándole en los sótanos del palacio imperial, a instigación, según se dijo, de su propia mujer, Emilia Lépida
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que más tarde había de morir acusada de adulterio con un esclavo. Allí murió, de hambre, después de tres años de encierro.

En cuanto a Calígula, su vida de emperador es suficientemente conocida para excusarnos la descripción de aquella alma ignominiosa, de la que dijo Séneca que «la naturaleza parecía haberla creado para demostrar lo que pueden los vicios más repugnantes en el rango social más excelso».

La culpa de Agripina

No puede disculparse a Tiberio de la cruel persecución a Agripina y Nerón. Eran éstos, sin duda, adversos al César; pero no está demostrado que su culpa fuera lo suficientemente grande para justificar tan atroz castigo. No hay prueba alguna que nos induzca a creer con certidumbre que tramaban una conspiración y un regicidio, como dicen los que quieren atenuar la barbarie del César. En nada indiscutible puede fundarse esta sospecha. Tácito dice categóricamente: «que no era cuestión de revueltas ni de conjuras»; y que sólo se acusaba a Agripina por su carácter rebelde y a Nerón por supuestos amores impúdicos. Otra vez escribe que se trataba «más de palabras imprudentes de Nerón que de pensamientos culpables». No hay nada más que esto; pero hay, sí, sobre todo, la popularidad de las dos víctimas, que Tiberio no podía sufrir.

Algunos han pretendido que fue Sejano y no el emperador el responsable de la persecución; pero no pueden explicarnos por qué al morir aquél no perdonó Tiberio a Agripina y a sus hijos, como esperaba el pueblo de Roma; antes bien, aumentó la severidad de la condena. Él, y no su favorito, fue el verdugo: cuando murieron Agripina y Druso III hacía dos años que la cabeza de Sejano había rodado por el suelo. Más adelante volveremos a comentar la real intervención del ministro de Tiberio en esta tragedia.

Muerte de Agripina

Murió Agripina sin rendirse, fuerte en su fortaleza de marimacho, que supera a la del puro varón; tal, en suma, como había vivido. Al ser conducida a su destierro se resistió con tal violencia, que perdió un ojo en la lucha con el centurión que la vigilaba. Un historiador inglés dice, para disculpar al centurión, que éste probablemente habría sido maltratado antes por la indomable princesa: como si los hombres pudieran, ante las mujeres, reaccionar como los boxeadores. Agripina, perdidas sus últimas esperanzas, se dejó morir de hambre; y aun esto le fue difícil, pues por orden de Tiberio la alimentaban a la fuerza. Al fin su obstinación venció y se extinguió miserablemente su vida.

El César, fiel a su costumbre de prolongar su rencor después de la tumba, insinuó que el suicidio de Agripina se debió al dolor de la noticia de que su amante Asinio Gallo había fallecido por entonces. Así arrojaba la última paletada de deshonor, a la vez sobre el marido de Vipsania y sobre la enemiga de su casta. Mandó, además, que el día del nacimiento de Agripina se contase entre los nefastos, y dejó que el Senado envilecido, consagrase una ofrenda de oro a Júpiter para conmemorar su clemencia por no haberla hecho estrangular.

Pero su refinamiento llega casi a lo sublime cuando, apenas muerta Agripina, hizo matar a Plancina, la viuda de Pisón; y no antes porque como sabía que Agripina la odiaba más que él, no quiso darle el gusto de verla morir.

CAPÍTULO X - LOS HIJOS DE TIBERIO
Druso II, el deportista

El destino implacable de Tiberio, no sólo puso su corazón a prueba de constantes decepciones en el amor de sus padres y de sus mujeres, sino también en el de sus hijos. Del adoptivo, Germánico, y de la mujer de éste, Agripina, hemos hablado ya. Ahora vamos a ocuparnos del hijo de su sangre, Druso II, y de su mujer, Livila. Su historia y la de Sejano, al que dedicaremos el capítulo próximo, es necesaria para terminar la de esta inmensa tragedia de castas.

Druso había nacido hacia el año 11 a.C. Sabemos poco de él; y este mismo tinte gris con que pasa por el gran escenario de Roma, nos indica que su personalidad era tan vulgar que no alcanzó a darle brillo ni siquiera su calidad cesárea. La descripción que hacen de él algunos escritores modernos es artificiosa. Tal vez de las más perspicaces es la de Baring— Gould, que nos le pinta como un simpático atleta de Oxford; es decir, no muy inteligente ni muy culto, cumplidor de su deber; gran bebedor, desordenado en sus diversiones, y tan capaz de arrancarle la oreja de un puñetazo a cualquiera en un momento de riña, como de abrazarle jovialmente pocos minutos después. Con certeza sabemos que su carácter era muy violento y dado a las prácticas de relajación. Heredó de su padre el amor al vino y se emborrachaba con frecuencia. Cuenta Dión que una vez que fue con sus soldados a apagar un incendio fingió que se enfadaba con los pobres vecinos porque pedían agua desesperadamente. Debía, pues, ser un tanto humorista, herencia también de su padre.

A éste le entretenían las bromas y aventuras de su vástago: Tácito dice que Druso era el único que de cuando en cuando alegraba al sombrío emperador. Sin embargo, le regañaba mucho, ya por motivos fútiles, como el de que no le gustaban las coles ni las demás excelencias vegetarianas de su mesa, ya por razones más graves, como su crueldad, que le llevaba a gozar excesivamente de los sangrientos espectáculos de los gladiadores. Hay que advertir que, entre otras buenas cualidades, Tiberio tuvo una casi única entre los emperadores romanos: la de repugnarle estas fiestas e intentar en varias ocasiones disminuirlas; con lo que no hay que decir que aumentó —y esta vez para gloria suya— su impopularidad. La ferocidad de Druso llegó a alarmar a las gentes, y se hizo tan popular que a las espadas muy agudas las llamaban con su mismo nombre:

Cuando Druso enfermó —y era para morir— su padre, que le veía tan fuerte, no tuvo alarma alguna; creyó que se trataba de un accidente más de los muchos que le causaba su intemperancia: hasta ese punto era disipada su conducta. Ya el año 16 d.C. le había enviado a Illiria para aprender el arte de la guerra; pero sobre todo para alejarle «de su pasión excesiva por los placeres cortesanos», que era incorregible.

A pesar de esto fue, según dicen, un buen general: aunque todos los príncipes de entonces lo eran, pues actuaban asesorados por los militares más excelsos del imperio; y porque tenían cronistas de cámara, cuya obligación era ensalzarlos.

En circunstancias difíciles, como en el proceso de Pisón, demostró un tacto que no correspondía a su juventud, herencia, sin duda, de la excelencia diplomática de su padre, al que amó mucho. Tácito pudo decir de él que fue un hijo irreprochable.

Matrimonio de Druso y Livila

No sabemos con exactitud la fecha del matrimonio de Druso II, pero fue seguramente antes del año 14 d.C. en que ocurrió la muerte de Augusto, ya que el enlace lo proyectó el propio emperador, con el designio de unir en una rama las dos rivales de los claudios y de los julios. La esposa, Livila, viuda ya de Caio César, era prima del nuevo esposo por ser hija de Druso I, hermano de Tiberio y de Antonia II; hermana, por lo tanto, de Germánico. Tuvo el matrimonio tres hijos: Julia III, que casó con el desgraciado Nerón I, cuya triste historia hemos referido ya; y dos gemelos que conoce la historia con los nombres de Tiberio Gemelo y Germánico Gemelo; este último murió a poco de nacer, y Tiberio Gemelo unos años después, asesinado por Calígula.

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