The Coyote Under the Table/El Coyote Debajo de la Mesa (6 page)

BOOK: The Coyote Under the Table/El Coyote Debajo de la Mesa
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Pero el príncipe no pedía mucho, porque era un buen joven. Casi lo único que pedía era que su madre mandara hacer a su costurera un vestido nuevo cada día. Cada mañana el príncipe llevaba el vestido nuevo a la iglesia en un envoltorio. Prendía una vela ante la figura tallada en madera de Santa María y decía una oración. Dejaba el bulto delante de la estatua y más tarde la viejita que limpiaba la iglesia vestía a Santa María en su nuevo atuendo.

En el mismo pueblo vivía una señora muy pobre que tenía una sola hija. Al igual que la reina, la pobre era viuda. Y, como la reina, apreciaba mucho a su hija. Pero mientras el príncipe se vestía con fina ropa real, la niña pobre andaba en harapos.

Una mañana cuando el príncipe entraba a la iglesia, vio a la niña pobre hincada ante la estatua de Santa María. Por supuesto, no quería estorbarla y se quedó quieto, esperando a que terminara su oración. Pero no pudo evitar oír lo que decía:

—Santa María —rezaba la pobre—, cada vez que vengo, tú llevas un nuevo vestido hermoso, y yo en los harapos de siempre. Por favor, ¿me puedes mandar uno de tus vestidos algún día, para que pueda venir a la misa de domingo viéndome linda, como las otras muchachas?

Después de que se fue la muchacha, el príncipe prendió una vela y rezó. Dejó un vestido nuevo para la estatua, y luego corrió a casa. Le dijo a la reina: —Madre, haz que tu costurera haga el vestido más fino que pueda. Mándalo a la niña pobre que vive en el pueblo. Y manda hacer al orfebre unas zapatillas de oro para ella también.

Por supuesto que la reina se lo concedió, y los sirvientes entregaron los regalos a la pobre. La niña gritó a su madre: —¡Mira! Mi rogación se cumplió. —Y abrazó y besó a su madre.

Luego corrió a la casa de al lado para mostrar a las muchachas vecinas lo que había recibido. Lo que no sabía era que las vecinas eran muy codiciosas, y la vista del vestido hermoso y las zapatillas de oro les llenó de envidia. Echaron un encanto a las zapatillas, para que quienquiera que se las pusiera cayera en un sueño profundo, como si estuviera muerto.

El próximo domingo la pobre se puso el vestido nuevo para ir a la iglesia y agradecer a Santa María. Se disponía a ponerse una zapatilla de oro, pero luego pensó: “Estas zapatillas se me van a ensuciar en el camino a la iglesia. Las llevo y me las pongo cuando llegue ahí.”

Así que llevó las zapatillas a la iglesia. En un rincón, junto a la estatua de Santa María, se sentó y se puso una zapatilla. Bostezó y movió la cabeza, porque tenía mucho sueño. Se puso la otra zapatilla y se hundió en un sueño profundo. Dormía tan profundamente que ni respiraba.

El padre llegó a la iglesia y la encontró. —¡Es un milagro! — boqueó—. Una nueva estatua de la santa ha aparecido. Y es tan realista en todo detalle. Ninguna mano humana sería capaz de hacer esta obra.

El padre colocó la nueva estatua en un nicho junto a la antigua y anunció a los feligreses que habían sido bendecidos con un milagro.

Ahora cada mañana el príncipe prendía una vela delante de las dos estatuas y para cada una traía un nuevo vestido.

Poco después de esto, el príncipe decidió que ya era tiempo para casarse. Por supuesto, hizo lo que hacen todos los príncipes cuando quieren encontrar novia. Planificó tres tardeadas de baile en su casa e invitó a la gente de cerca y de lejos a venir.

Entre las muchachas que vinieron de lejos había dos que no tenían ropa fina para el baile. Pero vinieron de todos modos, esperando pedir prestados vestidos de gala. Tan pronto llegaron al pueblo fueron a la iglesia para rezar por buena suerte y vieron las dos estatuas ataviadas.

—¿Por qué no les quitamos los vestidos a estas estatuas? —dijo la una.

—Claro que sí —respondió la otra—. A las santas no les va a importar prestarnos sus vestidos. De todos modos, sus enaguas son más lindas que nuestros vestidos. Y devolveremos los vestidos para la mañana.

Así que esa tarde las muchachas fueron al baile en los vestidos de las estatuas de la iglesia. La pasaron de maravilla, aunque no parecían llamarle la atención al príncipe. Pero, a decir verdad, tampoco lo hacía ninguna otra muchacha en el baile.

A la tarde siguiente, las muchachas volvieron a la iglesia para tomar prestados los vestidos de las estatuas. Imagínate el gusto que les dio ver que las estatuas llevaban puestos vestidos nuevos.

Otra vez todo el mundo se divirtió mucho en el baile, pero el príncipe todavía no parecía dispuesto a enamorarse de ninguna joven.

Al ver acercarse la tercera tarde, el príncipe comenzó a preocuparse. Tal vez el plan no diera resultado. Así que antes de la hora del baile el príncipe fue a la iglesia para prender velas a las santas a las que estaba tan devoto. Cuando entró a la iglesia, vio a dos jóvenes a punto de quitarles los vestidos a las estatuas.

El príncipe se les acercó sin hacer ruido, para averiguar lo que hacían. Oyó decir a la una: —Estos vestidos son aun más hermosos que los últimos dos. Seguramente el príncipe se va a fijar en nosotras en estos vestidos.

—No sé —suspiró la otra—. Me pregunto si se va a enamorar de alguna muchacha.

Luego dijo la primera: —Yo sé que voy a hacer. Mira las zapatillas de oro que tiene esta estatua. Las voy a llevar esta noche. Eso sí le va a llamar la atención al príncipe.

La muchacha le quitó una zapatilla a la estatua.

—¡Mira! —gritó su amiga—. Santa María movió la pierna. Estará enfadada que le estás quitando las zapatillas.

La otra se rió y dijo a la estatua: —No te preocupes, Santa María. Te devuelvo las zapatillas para la mañana. —Le quitó la otra zapatilla.

La estatua bostezó y se estiró, restregándose los ojos: —¡Ay! — dijo—, qué sueño he llevado.

Las dos jóvenes se alarmaron y salieron corriendo de la iglesia, pero el príncipe reconoció a la muchacha pobre. Corrió de su escondite.

—Por favor, acompáñame al baile esta noche —le rogó.

Fueron juntos al baile y, por supuesto, dentro de poco tiempo se casaron. Pusieron las zapatillas de oro en la verdadera estatua de Santa María, y todavía hoy los dos van cada mañana a la iglesia para prender una vela delante de Santa María y llevarle un nuevo vestido hermoso.

 

C
AUGHT ON A
N
AIL

I
n a little farming village hidden in a mountain valley they tell a funny story about three young men who fell in love with the same girl. The girl wasn't really interested in any of the three, and the young men just about drove her crazy trying to win her attention.

Almost every night at least one of them would stand outside her window and sing love songs to her. Sometimes two of them, or even all three, would show up on the same evening. Then there would be a howling contest to see who could sound the loudest and most forlorn. In the daytime, they tried to impress her by racing past her house on fast horses. Whenever she walked on the street, one of the young men would hurry to catch up to her and have a conversation, or offer her a flower.

No matter how much the girl ignored those men or told them right out that she didn't like them, they wouldn't leave her alone. Finally she came up with a plan to teach them a lesson.

First she went to a carpenter in the village. “How much do you charge to make a coffin?” she asked the carpenter. When he told her the price, she said she would pay him twice that amount if he would make a coffin without telling anyone about it and haul the coffin to an empty house that stood at the edge of the village. Everyone claimed the house was haunted. They said strange lights were seen in that house.

It was all agreed on. And then the next time the girl walked through the town, one of the young men came up to her to start a conversation. She told him, “You know that old, empty house at the edge of the town? If you go there at eleven-thirty tonight, you'll see a coffin in the house. And there will be a candle burning at the head of the coffin. If you're brave enough to get into the coffin and cover your face like a dead man and lie there all night long, I might like to get to know you a little bit better.”

The young man was delighted that she had finally taken notice of him, and he swore he would do just as she told him.

Later that day the second of the young men tried to speak to her and she told him, “You know that empty house out at the edge of town? If you go there at fifteen minutes before midnight tonight, you'll see a coffin in that house. There will be a dead man lying in the coffin. If you're brave enough to pull a chair up next to the coffin and pray over the dead body all night long, I just might talk to you from time to time.”

The second young man was delighted too. He said he wasn't the least bit afraid to do as she asked.

Later, when she met up with the third young man, she told him, “You surely know that abandoned house at the edge of the town. If you go to the house right at midnight tonight, you'll see a dead man in a coffin. There will be another ghost in a chair beside the coffin saying prayers. If you are brave enough to dress up like the devil—with your face all blacked with charcoal and cow horns tied to your head—and dance around those dead men all night long, I would enjoy the pleasure of your company.”

Of course the third young man said he would do it.

A little before eleven-thirty that night, the girl went to the house. The coffin was there, just as the carpenter had promised. She lit a candle at the head of the coffin and then hid in a back room to see what would happen.

Sure enough, at eleven-thirty, the first young man arrived at the house. The girl saw him trembling as he climbed into the coffin. Then he pulled a cloth over his face and lay perfectly still.

Fifteen minutes later, the second young man arrived. He dragged an old chair over near the coffin and began to pray in a quivering voice. The rosary beads rattled in his fingers.

Suddenly, just at midnight, the young man in the chair looked up and saw the devil come dancing through the door. “Oh, my Lord,” he shouted. “It's the devil!”

The first young man jumped up out of the coffin. “You're not going to get me yet!” he hollered at the devil and went diving out a window.

When the young man in the devil suit saw what he thought was a dead man jump up out of his coffin and then dive out a window, he spun around and ran right back out the door.

Down the road they went, the dead man hollering at the top of his voice, “No! No!” and the devil right behind him at every step.

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