Tempestades de acero (39 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Nos relatamos con brevedad nuestras aventuras y nos ofrecimos mutuamente cantimploras y tabletas de chocolate. Luego, «a petición general», seguimos avanzando. Amenazadas, al parecer, por el flanco, las ametralladoras enemigas habían desaparecido. Es posible que hubiéramos ganado hasta aquel momento tres o cuatro kilómetros de terreno. La hondonada estaba ahora abarrotada de atacantes; hasta donde alcanzaba la vista por la parte de atrás, se aproximaban en líneas de tiradores, en hileras y en columnas de a cuatro. Ibamos demasiado apretujados, por desgracia; de la cantidad de los que morían no tuvimos, afortunadamente, una idea clara durante el asalto.

Sin encontrar resistencia alcanzamos la altura en que desembocaba la hondonada. A nuestra derecha saltaron fuera de una trinchera unas figuras humanas vestidas con uniformes de color caqui. Seguimos el ejemplo de Breyer, quien, sin quitarse la pipa de la boca, se detenía un momento, para poder apuntar bien al enemigo, y luego proseguía la marcha.

Aquella altura estaba fortificada con una serie de abrigos distribuidos de manera irregular. Nadie los defendía; probablemente en su interior no habían notado que nos habíamos acercado. Nubes de vapor que salían de algunos de ellos indicaban que habían sido limpiados por hombres nuestros que ya habían pasado por allí; los ocupantes de otros salían con el rostro pálido y los brazos en alto. Los obligábamos a que nos entregasen las cantimploras y los cigarrillos y luego les indicábamos el camino hacia nuestra retaguardia; a gran velocidad escapaban en esa dirección. Un inglés joven se me había rendido ya cuando, de pronto, dio media vuelta y desapareció otra vez en su abrigo. Como, a pesar de mis requerimientos de que saliese, siguió escondido allí dentro, pusimos fin a sus titubeos mediante unas cuantas granadas de mano y seguimos andando. Un estrecho sendero se perdía más allá de la altura; un poste indicaba que llevaba a Vraucourt. Mientras los demás se detenían en los abrigos, yo y Heins traspasamos la cresta de la loma.

Más allá del barranco quedaban las ruinas de la aldea de Vraucourt. Delante de ella relampagueaban los disparos de una batería enemiga; sus sirvientes, al ver que nos acercábamos y al encontrarse sometidos al fuego de la primera oleada de asalto, huyeron hacia la aldea. A la desbandada escapó también la guarnición de una serie de abrigos construidos en un camino en hondonada. A uno de aquellos hombres lo derribé de un tiro en el preciso instante en que de un salto salía de la entrada del primero de los abrigos.

Fui avanzando por aquel camino en hondonada; me acompañaban dos hombres de mi compañía que entretanto se me habían presentado. A la derecha había una posición defendida, desde la que nos llegaba un intenso tiroteo. Nos replegamos al primer abrigo; por encima de él empezaron pronto a cruzarse los proyectiles de ambos bandos. Todo daba a entender que aquel abrigo había servido de alojamiento a los enlaces y ciclistas de la batería. Delante del abrigo estaba tendido mi inglés, un muchacho jovencísimo, al que mi bala le había atravesado el cráneo de lado a lado. Yacía allí con un semblante relajado. Me forcé a mí mismo a contemplarlo, a mirarlo a los ojos. Ya no se trataba de «o tú o yo». Más tarde he vuelto a pensar en él a menudo; con el paso de los años lo he hecho cada vez con mayor frecuencia. El Estado, que nos exime de la responsabilidad, no puede librarnos de la aflicción; éste es un asunto que hemos de dirimir nosotros mismos. La aflicción penetra hasta las profundidades de nuestros sueños.

No nos dejamos turbar por el fuego, cada vez más intenso, sino que nos instalamos dentro del abrigo e hicimos una limpia de los víveres que allí habían quedado abandonados: nuestro estómago nos recordaba que aún no habíamos comido nada desde que comenzó el ataque. Allí encontramos jamón, pan blanco, mermelada e incluso un cántaro lleno de licor de jenjibre. Una vez recobradas las fuerzas me senté en una caja de bombones vacía y estuve leyendo algunas revistas inglesas; todas venían llenas de diatribas contra «
the Huns
».

Poco a poco empezamos a aburrirnos y regresamos a saltos hasta el comienzo del camino en hondonada; se había congregado allí una gran muchedumbre de soldados. Desde aquel lugar divisamos un batallón de la 164.ª División, que se encontraba ya a la izquierda de Vraucourt. Decidimos tomar al asalto la aldea y volvimos a avanzar deprisa por el camino en hondonada. Poco antes de que llegásemos a las afueras del pueblo quedamos detenidos por proyectiles de nuestra propia artillería, que cabezonamente seguía disparando sobre el mismo punto. Una granada de grueso calibre explotó en medio del camino y destrozó a cuatro de nuestros hombres. Los demás se replegaron a la carrera.

Más tarde me enteré de que nuestra artillería tenía orden de seguir disparando lo más lejos que pudiera. Esta norma incomprensible nos arrebató de las manos los frutos de la victoria. Rechinando los dientes nos vimos obligados a detenernos delante de aquel muro de fuego.

Con objeto de buscar un paso libre nos desplazamos hacia la derecha, donde el jefe de una compañía del 76.º Regimiento hanseático estaba a punto de iniciar el asalto de la posición de Vraucourt. Lanzando un ¡hurra! nos unimos a ellos para participar en la acción. Sin embargo, apenas habíamos penetrado en la posición enemiga, nuestra propia artillería volvió a expulsarnos de allí con sus disparos. Tres veces nos lanzamos al asalto y tres veces tuvimos que replegarnos. Lanzando maldiciones nos instalamos en algunos embudos que allí había; en ellos nos resultó extraordinariamente molesto el incendio, provocado por las granadas, de un prado, incendio que causó la muerte de numerosos heridos. Los tiros de los fusiles ingleses nos mataron también a algunos hombres; entre ellos al cabo Grützmacher, de mi compañía.

Lentamente fue llegando el crepúsculo. En algunos puntos volvía a recrudecerse con violencia el fuego de fusil, que luego se extinguía poco a poco. Los extenuados combatientes buscaron un lugar donde pasar la noche. Para agrupar a las compañías dispersas los oficiales gritaban su nombre hasta quedarse roncos.

Durante la última hora se habían reunido a mi alrededor doce hombres de la Séptima Compañía. Como empezaba a hacer frío, los conduje otra vez al pequeño abrigo delante del cual yacía mi inglés y los envié a buscar mantas y capotes de los muertos. Una vez que hube instalado a todos, me dejé arrastrar por mi curiosidad, que me empujaba hacia la hondonada de la artillería que quedaba delante de nosotros. Se trataba de un capricho personal y por ello llevé conmigo al fusilero Haller, un hombre al que le atraían las aventuras. Con los fusiles preparados para hacer fuego en cualquier momento avanzamos hacia la hondonada, sobre la cual seguía golpeando con ímpetu nuestra artillería. Lo primero que hicimos fue inspeccionar un abrigo que, según las apariencias, había sido abandonado poco antes por oficiales de la artillería inglesa. En una mesa había un gramófono de dimensiones gigantescas; Haller lo puso inmediatamente en marcha. La alegre melodía que salió ronroneando del cilindro produjo en nosotros una impresión fantasmagórica. Tiré al suelo aquella caja, que todavía allí dejó oír unos cuantos sonidos estridentes; luego enmudeció. El abrigo estaba pertrechado con todas las comodidades. Ni siquiera faltaba una pequeña chimenea; encima de su repisa había pipas y tabaco, y delante se encontraban, colocados en círculo, unos sillones.
Merry old Englandl!
Como es natural, no sentimos escrúpulos de ninguna clase, sino que tomamos cuanto nos vino en gana. Para mí recogí un morral de víveres, ropa interior, una pequeña botella de whisky, un guardamapas y algunas fruslerías de Roger y Gallet, sin duda tiernos recuerdos de un permiso disfrutado por los ingleses en París. Era evidente que los inquilinos de aquel abrigo habían puesto pies en polvorosa a toda prisa.

Una habitación contigua albergaba la cocina; con un sentimiento de respeto admiramos sus provisiones. Había allí una caja llena de huevos frescos; enseguida nos bebimos un buen número, pues casi no recordábamos ya ni su nombre. En los estantes arrimados a las paredes se apilaban latas llenas de carne, botes de exquisita mermelada concentrada, botellas de extracto de café, tomates, cebollas; en suma, todo lo que pudiera desear un degustador de los buenos guisos.

La imagen de aquella cocina me vino muchas veces a la memoria en fechas posteriores, cuando pasamos en las trincheras semanas enteras durante las cuales lo único que nos repartían era una exigua ración de pan, un sopicaldo y un poco de floja mermelada.

Tras haber echado aquella ojeada a la envidiable situación económica de nuestro adversario salimos del abrigo e inspeccionamos la hondonada; en ella encontramos abandonados dos cañones enteramente nuevos. Grandes montones de vainas relucientes, recién disparadas, delataban que aquellas bocas de fuego habían tenido una intervención muy destacada durante el ataque. Tomé un pedazo de greda y escribí en los cañones el número de mi compañía. Pero comprobé que los destacamentos que llegaron después respetaron poco los derechos del vencedor; cada nueva unidad que por allí pasaba borraba el número escrito por la precedente y lo sustituía por el suyo. El último número que quedó fue el de una compañía de zapadores.

Regresamos luego junto a los demás, pues nuestra propia artillería seguía lanzando hierro alrededor de nuestras orejas. Nuestra primera línea, formada entretanto por las unidades que nos seguían de cerca, quedaba a doscientos metros a nuestra espalda. Aposté dos centinelas delante del abrigo y ordené al otro que no se desprendiese del fusil. Una vez que hube dispuesto los turnos del relevo, comido algo y anotado en breves palabras las vivencias de la jornada, me quedé dormido.

A la una de la madrugada nos despertaron unos gritos de ¡hurra! y un fuego muy vivo que se oía por nuestra derecha. Agarramos los fusiles, nos precipitamos fuera del abrigo y nos apostamos dentro de un gran embudo abierto por una granada. De la parte de delante llegaban algunos soldados alemanes que se habían extraviado. Desde nuestra propia línea abrieron fuego contra ellos; dos quedaron muertos por el camino. Aleccionados por este incidente, aguardamos a que se calmase la primera excitación que detrás de nosotros reinaba; luego nos dimos a conocer a gritos y regresamos a nuestra propia línea. Allí estaba sentado el jefe de la Segunda Compañía, el alférez Kosik, que no podía pronunciar palabra por causa de un resfriado y que además estaba herido en un brazo; tenía consigo aproximadamente sesenta hombres del 73.º Regimiento. Como tuvo que volver a la retaguardia, al puesto de socorro, me hice cargo del mando de sus fuerzas, entre las que había tres oficiales. Además quedaban aún, de nuestro regimiento, los dos destacamentos mandados por Gipkens y por Vorbeck, que estaban compuestos asimismo de hombres conjuntados al azar.

Junto con algunos suboficiales de la Segunda Compañía pasé el resto de la noche dentro de un pequeño agujero cavado en el suelo; allí nos helamos de frío. Por la mañana desayuné de las provisiones capturadas a los ingleses y envié enlaces a la aldea de Quéant para que de la cocina allí instalada trajesen café y comida. Nuestra artillería reinició su maldito tiroteo y nos colocó, a modo de saludo matutino, una certera granada en un embudo que albergaba a cuatro hombres de la compañía de ametralladoras. Con las primeras luces del día llegó el sargento Kumpart, que reforzó nuestro grupo con algunos hombres.

Apenas habíamos expulsado un poco de nuestros miembros el frío de la noche, dando patadas en el suelo, cuando recibimos orden de corrernos hacia la derecha y tomar al asalto, con los restos del 76.º Regimiento, la posición de Vraucourt, conquistada ya en parte por nosotros. Envueltos en la espesa niebla matinal nos dirigimos hacia el punto de concentración, una altura situada al sur de Ecoust; en ella había por el suelo numerosos muertos de la víspera. Como pasa casi siempre que las órdenes de ataque están redactadas de un modo confuso, hubo discusiones entre los jefes de las unidades de asalto; les puso término la ráfaga disparada por una ametralladora enemiga, que pasó silbando alrededor de nuestras piernas. Todo el mundo se metió de un salto en el embudo más próximo, excepto el sargento Kumpart, que quedó tendido gimiendo. Acompañado de un enfermero, me precipité hacia él para vendarlo. Había sido herido de gravedad en la rodilla por un balazo. Con una pinza de brazos curvos extrajimos de su herida varios trozos de hueso. Murió unos días más tarde. Este caso me afectó de modo especial, pues, tres años antes, Kumpart había sido instructor mío en Recouvrence.

En una conversación con el capitán von Ledebur, quien había tomado el mando de nuestras heterogéneas unidades, le expuse que resultaba absurdo lanzar un asalto frontal contra la posición de Vraucourt, ya que una parte de ella se encontraba en nuestras manos y desde allí la podíamos conquistar envolviéndola por la izquierda; así se evitarían muchas bajas. Decidimos ahorrar a los hombres el asalto frontal; los acontecimientos nos dieron la razón.

Por el momento nos instalamos dentro de los embudos que había en la altura. Poco a poco fue saliendo el sol. Aparecieron entonces aviones ingleses, que ametrallaron los agujeros en que nos encontrábamos; pronto fueron expulsados, sin embargo, por nuestros aviones. Por la parte de abajo pasaba, arrastrada por caballos, una batería nuestra; para los viejos guerreros de las trincheras era aquélla una imagen insólita. Aquella batería quedó pronto destruida por los disparos. Sólo uno de los caballos pudo desengancharse y empezó a galopar por el terreno; el macilento animal se deslizaba cual un fantasma sobre la vasta y solitaria llanura, cubierta por las cambiantes nubecillas de los tiros. No hacía mucho tiempo que habían desaparecido los aviones enemigos cuando nos llegaron los primeros disparos. Primero cayeron algunos
shrapnels
, luego granadas de pequeño y de grueso calibre. Estábamos allí expuestos, a la vista de todos, como en un escaparate. Algunos espíritus miedosos provocaron un fuego aún más intenso, pues en vez de dejar que cayese sobre ellos aquella bendición, permaneciendo agachados en los embudos, perdieron la cabeza y se pusieron a correr de un lado para otro. En situaciones de este género es preciso ser fatalista. Practiqué esta norma y me dediqué a comerme el sabroso contenido de un envase de mermelada de grosella que había tomado como botín a los ingleses. También me puse un par de calcetines de lana escocesa encontrados en el abrigo. El sol iba elevándose entretanto en el cielo.

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