Telón (16 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
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Envió a Boyd Carrington arriba con un paquete particularmente frágil y yo, galante, me hice cargo de otro por el estilo.

Hablaba con más rapidez y nerviosismo que de costumbre.

—Hace un calor espantoso, ¿verdad? Yo creo que va a estallar una tormenta. Tiene que cambiar el tiempo, forzosamente. Hace mucho que no llueve. Nos hallamos ante la peor sequía de los últimos años.

Se volvió hacia Elizabeth Cole, agregando:

—¿Qué han estado haciendo ustedes por aquí? ¿Dónde está John? Me dijo que le dolía la cabeza y que pensaba dar un paseo. Es raro que a él le duela la cabeza. Esto no suele ocurrirle... A mí me parece que anda preocupado con sus experimentos. Debe de estar tropezando con algunas dificultades. A mí me gustaría que fuese más explícito...

Hizo una pausa, dirigiéndose ahora a Norton:

—Está usted muy callado, señor Norton. ¿Le ocurre algo? Me da la impresión de hallarse... asustado. No habrá visto el fantasma de la señora Como-se-llamara, ¿eh?

Norton contestó:

—No, no he visto ningún fantasma, desde luego. Estaba... estaba pensando, simplemente.

En aquel instante, apareció Curtiss empujando la silla de ruedas de Poirot.

Se detuvo en el vestíbulo. Se disponía a llevar a su señor a la otra planta.

Poirot, repentinamente alerta, miró, uña tras otra, nuestras caras.

—¿Qué sucede? —preguntó con viveza—. ¿Pasa algo?

Nadie contestó de momento. Luego, Bárbara Franklin, con una risita falsa, manifestó:

—No, no, por supuesto. ¿Por qué ha de pasar algo? Quizá, quizá sea todo efecto de la tronada que esperamos oír ¡Oh! Estoy terriblemente fatigada. ¿Quiere usted subirme estas cosas, capitán Hastings? Muchísimas gracias.

La seguí escaleras arriba y por el ala este. Ocupaba la habitación que quedaba más al fondo.

La señora Franklin abrió la puerta. Yo me encontraba a su espalda cargado de paquetes.

Se detuvo bruscamente en la entrada. Junto a la ventana, Boyd Carrington se dejaba examinar la palma de la mano por la enfermera Craven.

Él levantó la vista, sonriendo, un tanto turbado.

—¡Hola! Me están diciendo la buenaventura. La enfermera sabe leer en las palmas de las manos.

—¿De veras? No lo sabía —contestó Bárbara Franklin, con aspereza—. Hágase cargo de estos paquetes, ¿quiere, enfermera? —A mí me dio la impresión de que estaba enfadada con aquella mujer—. Prepáreme un ponche. Estoy muy cansada. Quiero también una botella de agua caliente. Me acostaré lo antes posible.

—Muy bien, señora Franklin.

La enfermera Craven comenzó a moverse de un lado para otro, con su habitual eficiencia de siempre.

—Por favor, Bill... Me siento extenuada.

Boyd Carrington se mostró muy solícito.

—Esto ha sido mucho para ti, Babs, ¿no? Lo siento. ¡Qué estúpido he sido, querida! No debiera haberte permitido hacer tantos esfuerzos.

La señora Franklin esbozó su angélica sonrisa de mártir, que ya conocíamos.

Los dos hombres salimos de la habitación, dejando en ésta a Bárbara Franklin y la enfermera.

Boyd Carrington declaró, en tono contrito:

—He sido un necio. Bárbara se hallaba tan animada que no me acordé que es una mujer muy delicada. ¡Ojalá que este pequeño exceso de hoy no traiga consecuencias!

Repuse, mecánicamente:

—¡Oh! Me imagino que tras toda una noche de descanso se encontrará perfectamente.

Al llegar a la escalera, nos separamos. Decidí encaminarme al ala opuesta, donde se hallaba mi habitación y la de Poirot. Mi amigo estaría esperándome. Por primera vez, me sentí intimidado ante la idea de verle. Tenía demasiadas cosas en que pensar...

Avancé lentamente por el pasillo.

Oí unas voces en la habitación de Allerton. Me detuve inconscientemente unos momentos frente a la puerta. De repente, ésta se abrió, saliendo del cuarto mi hija Judith.

Se quedó como paralizada al verme. Cogiéndola por un brazo, la hice entrar en mi habitación. Me sentía indignado.

—¿Qué es lo que te propones visitando la habitación de ese individuo?

Ella me miró fijamente. No estaba enfadada, ahora. La notaba completamente fría. Guardó silencio durante unos segundos.

La así por un brazo, sacudiéndola.

—No toleraré esto, pese a todo. Tú no te das cuenta de lo que estás haciendo.

Judith me contestó en voz baja, incisiva:

—Yo diría que tienes una mente muy sucia...

—Es posible. Esto es un reproche que utilizan mucho los miembros de tu generación al enfrentarse con los de la mía. Nosotros, al menos, nos regíamos por ciertas normas. Que quede esto bien claro, Judith: te prohíbo que vuelvas a tener relación de un tipo u otro con ese hombre.

Ella continuó mirándome fijamente. Luego, repuso:

—Ya. De eso se trataba, ¿no?

—¿Niegas que estás enamorada de él?

—No.

—Pero... tú no sabes quién es él. No puedes saberlo...

Repetí la historia que me habían contado sobre Allerton.

—Ya ves qué clase de sujeto es —señalé, cuando hube terminado de hablar.

Judith no estaba impresionada, ni mucho menos. Sus labios se curvaron en una mueca de desdén.

—Puedo asegurarte que nunca pensé que fuera un santo.

—¿No significa nada para ti lo que acabo de referirte? Tú no puedes llegar a ese estado de depravación, ¿eh?

—Eres muy dueño de poner los nombres que se te antojen a las cosas.

—Judith: tú no puedes...

No acerté a concretar en palabras lo que pensaba. Ella liberó bruscamente su brazo de mi mano.

—Escucha esto, padre: yo haré lo que se me antoje más conveniente. No tienes por qué estar riñéndome a cada paso. Con mi vida puedo hacer lo que quiera, ya que es mía.

Judith salió de mi habitación disparada.

Me temblaban las rodillas.

Me dejé caer en un sillón. Todo resultaba ser peor de lo que yo me imaginaba. Judith estaba enamorada.

¿A quién recurrir en tales circunstancias? Su madre, la única persona a la cual ella hubiera escuchado, había muerto. Todo dependía de mí.

Nunca había sufrido yo tanto como en aquellos momentos...

4

Fui reanimándome. Me lavé, me afeité. Seguidamente, me cambié de ropa. Bajé al comedor. Creo que me comporté de una manera absolutamente normal. Nadie pareció advertir que me sucedía algo fuera de lo corriente.

En una o dos ocasiones, vi que Judith me observaba, curiosa. Pensé que debía de haberla sorprendido mi actitud, el control de mí mismo, de que hacía gala.

Había adoptado una decisión. Y a medida que pasaban los minutos la sentía más y más arraigada en mí.

Sólo necesitaba tener un poco de valor. Y actuar con la máxima cautela.

Después de la cena, salimos al jardín, formulando comentarios sobre el estado del tiempo. Todos creíamos que llovería, que se desencadenaría una fuerte tormenta.

Por el rabillo del ojo, vi que Judith se perdía tras una de las esquinas de la casa. A los pocos minutos, Allerton se dirigió al mismo sitio.

Me separé de Boyd Carrington con un pretexto cualquiera, encaminándome a aquel punto.

Norton intentó retenerme. Me sugirió que diéramos un paseo hasta los macizos de las rosas. Me desentendí de él.

Los vi enseguida. Allerton se había inclinado sobre Judith, abrazándola, besándola seguidamente.

Se separaron rápidamente. Di un paso adelante.

Norton, que no se había apartado del todo de mí, quiso impedir que continuara avanzando.

—¡Cuidado, Hastings! Usted no puede...

Le interrumpí bruscamente:

—¿Cómo que no puedo? Va usted a verlo...

—No conseguirá nada, amigo mío. Es lógico que esto le disguste, pero no puede hacer nada.

Guardé silencio. Él estaba convencido de que aquello tenía que quedar así, pero yo tenía más elementos de juicio.

Norton continuó diciendo:

—Es inútil, Hastings. Tiene usted que admitir la derrota. ¡Acéptela de una vez, hombre!

No quise contradecirle. Esperé, dejándole hablar. Luego, me encaminé al mismo lugar.

Los dos habían desaparecido ahora. Sin embargo, yo me figuraba dónde estaban. A poca distancia de allí, entre unos árboles, había un cenador.

Me dirigí hacia este punto. Creo que Norton, entonces, todavía me acompañaba, pero no estoy seguro de tal detalle.

Al acercarme más allá oí unas voces y me detuve. Estaba hablando Allerton:

—Bueno, querida, eso está acordado ya. No formules más reparos. Mañana, tú te vas a la ciudad. Yo diré aquí que voy a Ipswich, para un par de días, con objeto de ver a un amigo. Tú telegrafías desde Londres diciendo que no te es posible regresar. ¿Quién va a saber lo de nuestra cena en mi piso? Puedo prometerte que no te arrepentirás...

Sentí que Norton tiraba de mí. De repente, completamente calmado, me volví. Me dieron ganas de echarme a reír al ver su rostro, ansioso, preocupado. Le permití que me llevara a la casa. Fingí ceder porque en aquellos instantes sabía exactamente qué era lo que iba a hacer...

Le dije, serenamente:

—No se preocupe, amigo. Esto no conduce a nada... Me doy cuenta perfectamente ahora. No podemos inmiscuirnos en las vidas de los hijos. Esto se ha acabado.

Él se sintió absurdamente aliviado, por lo que vi.

Poco después, le anuncié que iba a acostarme, pese a que aún era temprano. Alegué que me dolía un poco la cabeza.

Norton no tenía ni la más leve idea acerca de mis propósitos.

5

Me detuve unos momentos en el pasillo. Reinaba un absoluto silencio. No había nadie por allí. A Norton, que tenía su habitación por aquella parte, lo había dejado abajo; Elizabeth Cole estaba jugando al bridge; Curtiss (lo sabía bien) estaría en la otra planta, cenando. Allí podía moverme a mis anchas.

Había estado trabajando con Poirot durante muchos años. Estaba al tanto, pues, de las precauciones a adoptar.

Allerton no se vería con Judith en Londres al día siguiente.

Allerton no iría a ningún sitio veinticuatro horas más tarde...

Todo aquello era de una sencillez impresionante.

Entré en mi habitación, cogiendo mi frasquito de las aspirinas. Seguidamente pasé a la de Allerton, penetrando en el cuarto de baño. En uno de los estantes de vidrio se hallaban las tabletas somníferas. Consideré que con ocho habría bastantes. La dosis normal era una, o dos, a lo sumo. Con ocho, por consiguiente, lograría sin lugar a dudas el efecto apetecido. Leí el rótulo del medicamento: «Es peligroso aumentar la dosis prescrita.»

Sonreí.

Interpuse entre el frasquito y mi mano un pañuelo de seda en el momento de destapar aquél. No podía dejar huellas dactilares.

Examiné las tabletas. Sí. Eran casi del mismo tamaño que las aspirinas. Introduje ocho aspirinas en la botellita, que llené con las tabletas somníferas, dejando fuera ocho. El frasquito tenía ahora el mismo aspecto que al principio. Allerton no advertiría nada anómalo.

Volví a mi habitación. Tenía en ella una botella de whisky, igual que los demás, en Styles, en sus cuartos respectivos. Cogí dos vasos y un sifón. Allerton era de los que nunca decían que no a la hora de echar un trago. Cuando subiera haría los debidos honores al último, seguramente, de la jornada.

Probé las tabletas en un poco de alcohol. Se disolvieron con bastante rapidez. Probé la mezcla. Tenía un sabor levemente amargo, pero apenas se notaba. Ya había concebido mi plan... Yo estaría preparándome un whisky cuando Allerton subiera. Le acercaría el vaso que tuviera en las manos, cogiendo el otro para mí. Todo aparecería muy natural.

Probablemente, no estaba al corriente de mis sentimientos... Desde luego, podía ser que Judith se lo hubiera explicado todo. Consideré esta cuestión durante unos momentos, decidiendo que pisaba terreno firme. Judith jamás contaba nada a nadie.

Él creería que ignoraba sus planes.

Ya sólo me quedaba esperar. Pasaría una hora, o dos, antes de que Allerton se retirara a su habitación. El hombre era un trasnochador.

Aguardé, pacientemente...

Alguien llamó a la puerta, haciéndome experimentar un sobresalto. Era Curtiss. Poirot estaba preguntando por mí.

¡Poirot! No me había acordado de él en toda la noche. Debía de haber estado preguntándose qué había sido de mí. Me sentí avergonzado. Había estado manteniéndome lejos de él. Y ahora pretendía ocultarle qué había sucedido y estaba a punto de suceder, al mismo tiempo, algo imprevisto.

Eché a andar detrás de Curtiss. —¡Eh, bien! —exclamó Poirot—. De manera que me ha abandonado usted por completo, ¿hein?

Simulé un bostezo y sonreí sin ganas. —Lo siento muchísimo, amigo mío —respondí—. Si quiere que le diga la verdad, le notificaré que he sufrido tal dolor de cabeza que apenas podía ver. Supongo que es efecto del tiempo... Éste me había puesto ya con anterioridad de mal talante. Ni siquiera me acordé de acercarme por aquí para desearle que descansara antes de retirarme a mi habitación. Poirot se mostró inmediatamente muy solícito conmigo. Siempre reaccionaba así en tales casos. Me ofreció algunos remedios. Me riñó. Me dijo que hubiera debido evitar las corrientes de aire. (¡Y aquél había sido el día más caluroso del verano!) Me negué a tomar una aspirina, alegando que ya había ingerido una. En cambio, me fue imposible rechazar una taza de chocolate, un chocolate dulzón, que secretamente me repugnaba.

—El chocolate es un excelente alimento para los nervios —me explicó Poirot.

Apuré la taza para evitar discusiones, y después, resonando en mis oídos todavía las palabras afectuosas de mi amigo, le deseé que pasara una buena noche.

Regresé a mi habitación, procurando hacer un poco de ruido al cerrar la puerta. Luego la entreabrí cautelosamente. Oiría perfectamente los pasos de Allerton cuando llegara. Pero todavía tendrían que pasar algunos minutos.

Esperé. Pensé en mi difunta esposa. Llegué a decirme, en voz baja: «Voy a salvar a nuestra hija, ¿Me comprendes, querida?»

Ella me había confiado a Judith. Yo no pensaba defraudarla.

En el silencio de la noche, sentí de repente como si Cinders se hallara a mi lado. Tuve la impresión de que se hallaba conmigo, dentro del cuarto, sí. Y continué aguardando, sombrío, animado por las peores intenciones...

Capítulo XIII
1

Muchas veces nuestras acciones más trascendentales se ven afectadas por materialidades que son como sombras que atenúan la mayor o menor estimación que podamos sentir por nosotros mismos.

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