Authors: Agatha Christie
Tras la cena, con gran enojo por mi parte, Allerton y Judith se encaminaron juntos al jardín. Estuve durante un rato escuchando a Franklin y a Norton, que hablaban de enfermedades tropicales. Norton era un buen oyente. Lo de menos era que sobre el tema abordado no poseyera la erudición del doctor.
La señora Franklin y Boyd Carrington charlaban en el otro extremo de la mesa. Ella le estaba enseñando unas muestras de cortinas o cretonas.
Elizabeth Cole tenía un libro en las manos, que leía con toda atención. Tenía la impresión de que ante mí se sentía molesta, nerviosa. Esto arrancaba, bastante lógicamente, de las confidencias de la tarde. Lamentaba aquello. Esperaba que no se arrepintiera de haber tenido un arranque de sinceridad conmigo. Yo hubiera querido decirle que haría honor a la confianza que había depositado en mí y que sus palabras no trascenderían jamás. Pero no me había dado la menor oportunidad para que pudiera obrar así.
Al cabo de un rato, subí a la habitación a ver a Poirot.
Encontré al coronel Luttrell sentado en el círculo de luz proyectado por la única lámpara eléctrica que se hallaba encendida.
Estaba hablando y Poirot le escuchaba. Yo creo que el coronel hablaba más bien para sí, más que para su oyente.
—Lo recuerdo muy bien... Sí. Fue en un baile que se dio, con motivo de una cacería. Ella llevaba un vestido de tul, blanco... Flotaba a su alrededor... Era una chica preciosa... A mí me conquistó desde el primer momento. Y me dije: «Ésta es la chica que ha de ser mi mujer». No era para menos... Estaba muy bonita... No paraba de hablar... Siempre fue una persona de gran viveza, Dios la bendiga...
El coronel dejó oír una risita.
Me imaginé la escena. Me imaginé a Daisy Luttrell, en posesión de una faz juvenil y gordezuela, en posesión de una lengua que no paraba un instante, la misma lengua que con el paso de los años utilizaría para exteriorizar su mal genio.
Pero aquella mujer había sido el primer amor real del coronel. De eso estaba hablando él. De su Daisy...
Y de nuevo me sentía avergonzado al recordar las ideas que habían cruzado por mi cabeza unas cuantas horas antes.
Nada más irse el coronel Luttrell, expuse sin rodeos todo el asunto a Poirot.
Éste me escuchó atentamente, como siempre. No me fue posible deducir nada de la expresión de su rostro.
—Así que usted, Hastings, pensó que el disparo había sido deliberado...
—Sí. Y me siento avergonzado ahora por...
Poirot movió expresivamente una mano, desechando mis sentimientos de aquellos momentos.
—¿Eso lo pensó usted o le fue sugerida la idea por alguien?
—Allerton se expresó en es sentido —contesté, resentido—. Él pensaba así, desde luego.
—¿Y quién más?
—Boyd Carrington sugirió lo mismo.
—¡Oh! Boyd Carrington.
—Después de todo, es un hombre que ha vivido mucho en el mundo, que posee una gran experiencia.
—Cierto, cierto... No fue testigo del hecho, ¿verdad?
—No. Se había ido a dar un paseo. Deseaba hacer un poco de ejercicio antes de cambiarse de ropa para la cena.
—Ya.
Manifesté, nervioso:
—No vaya a creer que acepté ciegamente esa hipótesis. Yo, solamente...
Poirot me interrumpió.
—No tiene usted por qué sentir remordimientos al pensar en las sospechas que concibió, Hastings. A cualquiera podía ocurrírsele esa idea, dadas las circunstancias concurrentes en el caso. ¡Oh, sí! Era muy lógica.
Había algo en la actitud de Poirot que no acertaba a comprender. Notaba en él un poco de reserva. Sus ojos me estaban observando con una curiosa expresión.
Dije, vacilante:
—Quizá. Pero ahora, al ver cuanto quiere el coronel a su esposa...
Poirot asintió.
—Exactamente. He aquí el caso más frecuente. Pese a las riñas, a las mutuas incomprensiones, a las aparentes amarguras de la vida cotidiana, puede existir un afecto real, sincero, entre dos seres.
Me mostré de acuerdo. Y recordé la afectuosa mirada que sorprendí en los ojos de la señora Luttrell cuando su esposo se inclinó sobre el lecho en que yacía. Los gestos avinagrados, los ademanes de impaciencia, los arrebatos de mal genio, habían quedado atrás.
La vida matrimonial, pensé, cuando me dirigía al lecho, ofrecía facetas muy curiosas.
Todavía me preocupaba cierto detalle observado en las maneras de Poirot. Se había mantenido a la expectativa... Como si hubiera estado esperando que yo viera... ¿qué?
Me estaba acostando cuando llegué a verlo... Aquello se me puso ante los ojos.
De haber muerto la señora Luttrell, nos habríamos hallado frente a un caso semejante a los otros. El coronel Luttrell, aparentemente, habría matado a su esposa. Aquello habría sido considerado un accidente. Pero nadie hubiera estado seguro de tal cosa; nadie habría podido afirmar si había existido una intención deliberada. Habrían faltado pruebas para hablar de un asesinato; pero las hubiera habido en cantidad suficiente para que se recelara, para que se sospechara el crimen.
Eso significaba... significaba...
¿Qué significaba?
Significaba, de querer buscar sentido al suceso, que no había sido el coronel Luttrell quien disparara sobre su mujer, sino X.
Y eso era claramente imposible. Yo lo había visto todo. Había sido el coronel Luttrell quien disparara. Nadie más que él había disparado.
A menos que... Pero, seguramente, eso era imposible. No. Quizá no fuera imposible... Simplemente: muy improbable. Posible, sí... Suponiendo que otra persona hubiese estado esperando un momento determinado, disparando sobre la señora Luttrell al mismo tiempo que el coronel oprimía el gatillo de su arma, tras apuntar (a un conejo)... En estas condiciones, sólo un disparo se habría oído. Un ligero desfase habría dado lugar a una especie de eco. (Ahora que pensaba en ello, creía recordar que había percibido un eco del disparo.)
Sin embargo... No, no podía ser. Esto resultaba absurdo. Existían procedimientos para identificar un proyectil. Las marcas existentes en éste tenían que coincidir con el rayado del cañón respectivo.
Pero recordé que la policía apelaba a estos extremos para conocer qué arma había disparado la bala. No habría indagaciones en aquel caso. El coronel Luttrell estaría tan convencido como los demás de haber hecho el disparo fatal. Este hecho sería admitido por todo el mundo, aceptado sin discusión. No habría «test» de ninguna clase. La única duda radicaría en esto: ¿habría sido hecho el disparo accidentalmente o con una intención criminal?... ¿Ésta era una cuestión que nunca podría ser resuelta?
Por consiguiente, el caso era como los otros: el del trabajador Riggs, quien no recordaba nada, pero que se suponía autor de un doble asesinato; el de Maggie Cole, quien perdió la cabeza, confesándose autora de un crimen que no había cometido.
Sí. Este caso podía alinearse con los demás. Descubrí entonces el significado de la actitud de Poirot. Había estado esperando a que yo me diera cuenta de ese hecho.
Abordé el tema con Poirot a la mañana siguiente. Su rostro se iluminó, moviendo la cabeza con un gesto que denotaba su aprecio.
—¡Magnífico, Hastings! Me había estado preguntando si llegaría a advertir la similitud. No quería forzarle en sus razonamientos, ¿me comprende?
—Así pues, estoy en lo cierto. ¿Nos hallamos ante otro caso X?
—Indudablemente.
—Pero, ¿por qué, Poirot? ¿Cuál es el motivo?
Poirot denegó con la cabeza.
—¿No lo sabe? ¿No tiene ninguna idea sobre el particular?
Él contestó, distanciando las palabras:
—Me ronda por la cabeza una idea, sí.
—¿Se ha dado cuenta de la conexión existente entre los diferentes casos?
—Creo que sí.
—Entonces...
Apenas podía contener mi impaciencia.
—No, Hastings.
—Tengo que estar informado.
—Es mucho mejor que no lo esté.
—¿Por qué?
—Debe usted creerme.
—Es usted incorregible —repliqué—. Se ve castigado por la artritis, sentado en una silla de ruedas, sin poder valerse por sí mismo. Y aún quiere arreglárselas solo.
—Nada de eso. No pretendo arreglármelas solo. Usted, Hastings, es la prolongación de mi persona. Es usted mis ojos y mis oídos. Lo único que pasa es que me niego a facilitarle una información que puede resultar peligrosa.
—¿Para mí?
—Para el criminal.
—¿No quiere que sospeche que ha dado con su rastro? Sí. Esto debe de ser. O quizá piensa que yo no sé cuidar de mí mismo.
—Sólo deseo que tenga presente una cosa, Hastings: el hombre que ha matado una vez no vacilará en matar de nuevo... Y repetirá su acción, si es preciso.
—De todos modos —repuse, muy serio—, esta vez no ha habido un nuevo crimen. Una bala ha fallado.
—En efecto. Fue una suerte... Una gran suerte. Como ya le dije, estas cosas son difíciles de prever.
Poirot suspiró. Su expresión era la de un hombre hondamente preocupado.
Me retiré. Entristecido, comprendía que Poirot no se hallaba en condiciones ya de realizar un esfuerzo sostenido. Su cerebro tenía la viveza de siempre. Pero me encontraba ante un hombre enfermo y cansado.
Poirot me había advertido que no debía intentar averiguar la personalidad de X. Íntimamente, yo estimaba haber llegado ya a eso. En Styles había una persona que juzgaba maligna, concretamente. Mediante una sencilla pregunta, sin embargo, yo podía asegurarme de una cosa. La prueba sería negativa, pero tendría cierto valor, no obstante.
Abordé a Judith después del desayuno.
—¿Dónde estuviste ayer por la tarde? Recordarás que te acompañaba el comandante Allerton...
Cuando uno persigue un objetivo suele olvidar determinados detalles relacionados más o menos directamente con el mismo. Experimenté un fuerte sobresalto al ver que Judith me miraba con unos ojos centelleantes.
—La verdad, padre, no sé hasta qué punto puede ser eso de tu incumbencia.
No supe qué decir, correspondiendo a su mirada iracunda con otra de profunda perplejidad.
—Sólo te he hecho una pregunta.
—Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué has de estar haciéndome preguntas continuamente? ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde iba? Quién me acompañaba ¡Esto es realmente intolerable!
Lo chocante de aquella situación es que no me importaba entonces dónde había estado Judith. Mi interés se concentraba exclusivamente en Allerton.
Intenté tranquilizarla.
—Bueno, Judith, ¿y por qué no he de poder yo hacerte una simple pregunta?
—No sé a qué viene tu curiosidad.
—Verás, verás... Me he estado preguntando por qué razón... ¡ejem!... ninguno de los dos, al parecer, sabía lo que había ocurrido.
—¿Te refieres al accidente? Yo había estado en el pueblo con objeto de comprar unos sellos.
—¿No te acompañaba Allerton en aquellos momentos?
Judith se mostró exasperada.
—No, no me acompañaba —contestó mi hija, furiosa—. La verdad es que nos vimos en las inmediaciones de la casa, dos minutos antes, más o menos, de que nos vieras tú. Espero que te consideres satisfecho. Pero quisiera decirte que si a mí se me antoja andar todo el día de un sitio para otro en compañía del comandante Allerton, esto es cosa mía. He cumplido los veintiún años, me gano ya la vida y soy libre... Invierto por tanto mi tiempo en lo que considero más conveniente.
—Tienes toda la razón del mundo —contesté, deseoso de que se aplacara.
—Me alegro de que lo comprendas —Judith parecía haberse ablandado. Haciendo un pequeño esfuerzo, sonrió—. ¡Oh, querido! ¿Por qué te empeñas en representar el papel de padre de otra época? No sabes hasta qué punto me saca de mis casillas. Déjate de tonterías que no conducen a nada.
—Esto no volverá a ocurrir, Judith —le prometí.
Franklin se deslizó a nuestro lado en este momento.
—Hola, Judith. Vámonos para el laboratorio. Hoy llevamos cierto retraso.
Su actitud se me antojó demasiado seca, nada cordial. Me sentí enojado. Yo sabía que Franklin era el jefe de mi hija, que tenía derecho a retenerla durante unas horas al día, ya que por eso recibía un sueldo de él. También podía darle órdenes. Sin embargo, no podía comprender por qué no se conducía cortésmente. Sus modales no eran un dechado de perfección con nadie, pero aquel hombre habría de hacer un esfuerzo para convivir con los demás. Ante Judith, yo lo veía dictatorial, extremoso. Jamás la miraba a los ojos cuando le hablaba. A Judith esto no parecía afectarle lo más mínimo. A mí, sí. Se me pasó por la cabeza la idea de que tan descorteses maneras contrastaban con las finas atenciones de Allerton. Indudablemente, John Franklin era diez veces mejor que Allerton como persona. Pero aquellos dos hombres no podían ser comparados desde él punto de vista del atractivo que suscitaban.
Observé a Franklin mientras avanzaba hacia el laboratorio. Me fijé en sus poco elegante andares, en su figura desgarbada, en la huesuda faz, en sus rojos cabellos, en sus pecas... Era un individuo feo, sin gracia. Se trataba de un buen cerebro. Ahora bien, las mujeres no suelen enamorarse de los buenos cerebros. Tienen que ir acompañados de otras cosas. Reflexioné, reparando en que Judith, por las circunstancias especiales de su trabajo, jamás estaba en contacto con otros hombres. No se le ofrecía la oportunidad de proceder a una comparación fructífera, aleccionadora. En comparación con el rudo Franklin, los encantos personales de Allerton —los que pudiera tener a los ojos de una mujer— resaltaban por efecto del contraste. Mi pobre hija no disponía de una ocasión para apreciarle en su verdadero valor.
¿Y si aquel hombre había llegado a enamorar en serio a mi hija? La irritabilidad que acababa de sorprender en Judith constituía un detalle inquietante. Allerton era una mala persona. Yo lo sabía. Probablemente, era algo más. ¿Y si Allerton era X... ?
No resultaba nada disparatada la temida hipótesis. En el momento del disparo no se encontraba con Judith.
Pero, ¿cuál era el móvil de aquellos crímenes, al parecer carentes de objetivos? Estaba seguro de que en Allerton no había nada del clásico demente. Era un individuo cuerdo, totalmente cuerdo, si bien carente de toda conciencia.
Y Judith, mi Judith, estaba viendo a aquel hombre ahora con demasiada frecuencia.
Hasta aquellos momentos, aunque había estado preocupado con mi hija, mis rastreos sobre la posible identidad de X y las circunstancia de que podía ser cometido un crimen en cualquier instante, relegaron diversos problemas de carácter personal a un segundo plano en mi mente.