Authors: Agatha Christie
La verdad es que mientras permanecía sentado allí, esperando la llegada de Allerton, ¡me quedé dormido! En realidad, esto no era de extrañar. Había dormido muy mal la noche anterior. Había estado como flotando a lo largo de todo el día. Andaba preocupado. Trataba de decidir qué era lo que convenía hacer en mi caso. Me sentía enervado por tantas tensiones. Y a todo eso no era ajeno el tiempo, con su amenaza de tormenta. También contribuyó a aquello el feroz esfuerzo de concentración que realizaba.
El caso es que me quedé dormido en mi sillón y que cuando abrí los ojos oí el familiar gorjeo de los pájaros de todas las mañanas. El sol estaba ya bastante alto. Yo me hallaba entumecido, a consecuencia de la incómoda postura durante tantas horas, completamente vestido. Tenía muy mal sabor de boca y la cabeza parecía ir a partírseme en dos.
Me sentía disgustado profundamente. Apenas podía dar crédito a aquello. Finalmente, experimenté un gran alivio, en cuanto dediqué al asunto unos minutos de reflexión.
Había estado forzando mucho las cosas; me había equivocado. Lo veía todo con perfecta claridad. Me había mostrado demasiado melodramático; había perdido todo sentido de las proporciones. En realidad, había estado pensando en asesinar a otro ser humano.
En este momento, mi mirada se detuvo en el vaso de whisky que tenía delante de mí. Sentí un estremecimiento. Me levanté, descorrí las cortinas de la ventana y arrojé el contenido del vaso al jardín. ¡Debía de haber estado loco la noche anterior!
Me afeité. Después de bañarme, me vestí. Sintiéndome ya mucho mejor, me encaminé a la habitación de Poirot. Siempre se levantaba temprano. Tomé asiento y le expliqué lo que me había pasado en las últimas horas.
Experimenté un gran alivio al proceder así,
Él movió la cabeza, comprensivo.
—¡Con qué locuras tiene uno que enfrentarse! Me alegro de que haya venido a confesarme sus pecados. Sin embargo, ¿por qué no procedió de este modo anoche, explicándome con todo detalle lo que se le había ocurrido?
Un poco avergonzado, repuse:
—Supongo que temía que usted no me dejara seguir adelante.
—Desde luego que le habría parado los pies, no le quepa la menor duda. ¿Cómo iba a consentir yo que muriera usted en la horca, por habernos librado de un granuja como el comandante Allerton?
—La policía no hubiera llegado a detenerme —contesté—. Adopté todas las precauciones necesarias.
—Ésa es una idea muy corriente en los asesinos. ¡Se había identificado bien con ellos! Permítame que le diga, sin embargo,
mon ami
, que no fue usted tan inteligente como se figura.
—Tomé mis medidas. Por ejemplo: en el frasquito no quedaron impresas mis huellas dactilares.
—Exactamente. Y también borró las huellas dactilares de Allerton. ¿Qué hubiera pasado al ser encontrado su cadáver? Hecha la autopsia, el médico emite su dictamen: la muerte ha sido producida por una dosis excesiva de somnífero. La víctima pudo ingerirla accidentalmente. O intencionadamente.
Tiens
! Sus huellas digitales no están en la botellita. ¿Por qué? Él no iba a borrarlas tratándose de una cosa accidental o de un suicidio. Por fin, se estudian las restantes tabletas y entonces se descubre que casi la mitad de ellas han sido reemplazadas por aspirinas.
—Bueno... Todo el mundo, prácticamente, tiene tabletas de aspirina —murmuré.
—Sí, pero no todo el mundo tiene una hija que se ve perseguida por Allerton, con propósitos censurables o intenciones deshonestas, como se diría en uno de aquellos melodramas de fin de siglo. A todo esto, usted riñó con su hija al abordar el asunto el día anterior. Dos personas, Boyd Carrington y Norton, se hallan en condiciones de jurar que el hombre le ha inspirado un fuerte odio.
»No, Hastings. La cosa no habría salido muy bien. La policía hubiera reparado enseguida en usted. Su estado especial de ánimo, sus mismos remordimientos, habrían dejado ver a un inspector de policía regularmente hábil que usted era culpable. También es posible que alguien le viera mientras operaba con las tabletas.
—No puede ser. No había nadie por los alrededores.
—Hay una terraza frente a la ventana. Alguien pudo estar curioseando desde allí. También podemos pensar que alguien miró por el ojo de la cerradura.
—Está usted obsesionado con los ojos de las cerraduras, Poirot. Contrariamente a lo que piensa, la gente no se pasa la vida escudriñando en el interior de las habitaciones a través de aquéllas.
Poirot manifestó con los párpados entreabiertos que yo había sido siempre una persona demasiado confiada.
—Le diré, de paso, que en esta casa suceden cosas muy chocantes con las llaves de las cerraduras, precisamente. Yo prefiero que mi puerta esté cerrada con llave por dentro en todo momento, incluso cuando Curtiss se encuentra en la habitación contigua. Poco después de haber llegado yo aquí, mi llave desapareció misteriosamente. No hubo manera de encontrarla. Tuve que encargar que me hicieran otra.
—Bueno —dije con un profundo suspiro de alivio, conturbado aún por mis preocupaciones—, el caso es que eso no fue adelante. Es terrible... ¡Hay que ver hasta qué extremo puede llegar uno cuando se ve atormentado mentalmente! —Bajé la voz—. Poirot: ¿usted no cree en la posibilidad de que a causa... a causa del crimen que fue cometido aquí hace tiempo pueda existir algo de carácter infeccioso en el aire?
—¿Un virus del crimen, quiere usted decir? Bien. Es una interesante sugerencia.
—Todas las casas tienen su atmósfera peculiar —manifesté, pensativo—. Esta casa tiene una mala historia.
Poirot asintió.
—Sí. Ha habido aquí gente (varias personas) que deseó la muerte de alguien... Esto es cierto.
—«Yo creo que es una cosa que pesa sobre todos de alguna manera. Pero ahora, Poirot, lo que yo quisiera es que me dijera qué he de hacer con respecto a esto, a lo de Judith y Allerton. Hay que parar esa relación como sea. ¿Qué es lo mejor que puedo hacer, a su juicio?
—No haga nada —contestó Poirot, sin vacilar.
—Pero...
—Créame: siempre causará menos daño que interviniendo.
—Si yo abordara a Allerton...
—¿Qué puede usted decirle? ¿Qué puede hacerle? Judith tiene veintiún años. Es libre para decidir por sí misma...
—No obstante, yo debiera ser capaz de...
Poirot me interrumpió.
—No, Hastings. No se crea usted en posesión de la inteligencia, energía y astucia necesarias para imponer sus opiniones a esa pareja. Allerton está acostumbrado a habérselas con padres impotentes y enfadados. Probablemente, considera esto un buen pasatiempo. Judith no es de las jóvenes que se sienten intimidadas fácilmente- Yo le aconsejaría una conducta totalmente distinta de la que había pensado adoptar. En su lugar, yo confiaría en la chica.
Le miré fijamente.
—Judith —explicó Hércules Poirot— es una joven que posee excelentes condiciones... Yo la admiro mucho.
Repliqué, con voz nada firme:
—Yo también la admiro. Pero tengo miedo de que le suceda algo desagradable.
Poirot hizo un gesto afirmativo con gran energía.
—Yo también temo por ella. Pero no en la forma que usted... Tengo mucho miedo. Soy casi un inválido, a todo esto. Y los días van pasando. Nos enfrentamos con un peligro, Hastings, un peligro cada vez más inminente.
Yo sabía tan bien como Poirot que el peligro se acercaba... Tenía más razones para estar al tanto del mismo que él, a causa de lo que había oído la noche anterior.
Repasé una de las frases de Poirot cuando bajé a desayunar: «En su lugar, yo confiaría en la chica.»
Me había proporcionado un consuelo muy grande. Y, casi inmediatamente, quedó justificada. Judith, evidentemente, había cambiado de idea con respecto a su viaje a Londres aquel día.
Después del desayuno se fue al laboratorio, con Franklin, directamente, como de costumbre. Todo indicaba que los dos iban a tener un día de mucho trabajo allí.
Me sentí inundado de felicidad. ¡Qué locura, qué desesperación, la de la noche anterior! Yo había dado por descontado que Judith acababa de ceder ante las propuestas sospechosas de Allerton. Reflexioné... En fin de cuentas, ésta era la verdad, ella no había dado claramente su consentimiento. Judith era demasiado inteligente, demasiado buena, para caer en aquella trampa. Se había negado a acudir a la cita.
Allerton había desayunado muy temprano, saliendo luego para Ipswich. En consecuencia, se atenía al plan elaborado, debiendo suponer que Judith se trasladaría en su momento a Londres, como los dos habían hablado.
Pensé que se iba a llevar un chasco...
Boyd Carrington se me acercó, señalando que me veía muy animoso, muy optimista, aquella mañana.
—Pues sí —repliqué—. Me hallo en posesión de excelentes noticias.
Me comunicó que él no podía decir lo mismo. El arquitecto le había llamado por teléfono para notificarle que tropezaba con ciertas dificultades en su trabajo, motivadas por los reparos de la inspección local. También había recibido varias cartas nada gratas. Y temía haber dado lugar el día anterior a que la señora Franklin realizara esfuerzos nada convenientes para su delicada salud.
La señora Franklin, ciertamente, se estaba recuperando de su reciente salida de la normalidad. Según deduje de unas palabras de la enfermera Craven, no había quien la soportara.
La enfermera Craven había tenido que renunciar a su día libre. Pensaba haberlo pasado con unos amigos y se mostraba muy resentida. Desde una hora muy temprana de la mañana, la señora Franklin había estado pidiéndole botellas de agua caliente y cosas de comer y beber; la enfermera no había podido abandonar la habitación un momento. La esposa del doctor se quejaba de estar sufriendo unos fuertes dolores de cabeza, alegando también que sentía unos fuertes latidos de corazón, calambres en las piernas, escalofríos y no sé qué más...
Nadie allí mostraba tendencia alguna a sentirse alarmado. Todos atribuimos la situación a las inclinaciones hipocondríacas de la señora Franklin.
El doctor Franklin fue sacado de su laboratorio. Después de escuchar las lamentaciones de su esposa, le preguntó si quería que la viera el médico de la localidad. A estas palabras, la mujer correspondió con una Violenta negativa. Entonces, él le preparó un calmante, habiéndole serenamente para que se tranquilizara. A continuación se fue, metiéndose en el laboratorio nuevamente.
La enfermera Craven me dijo:
—Desde luego, él sabe a qué atenerse...
—¿No cree usted que le pase nada a esa mujer?
—¿Qué le va a pasar? Su temperatura es normal, su pulso es correcto. Si quiere que le sea sincera, le diré que todo lo que hace la señora Franklin son puros aspavientos.
La enfermera Craven estaba irritada, mostrándose por ello un tanto indiscreta.
—A ella le molesta el espectáculo de la felicidad ajena. Ella quisiera que su marido se sintiera agotado, sin fuerzas, que yo la siguiera en todo momento con la lengua fuera... Incluso se las ha arreglado para llevar cierta preocupación a sir William, haciéndole ver que fue un bruto, que la dejó extenuada con su excursión. Esa mujer es así.
Claramente, se veía que aquel día la enfermera Craven hallaba a la señora Franklin insoportable. Deduje de su actitud que la esposa del doctor se había portado groseramente con ella. La señora Franklin pertenecía al grupo de mujeres que caen mal instintivamente entre los servidores, no solamente por las molestias que ocasionan sino también por sus pésimos modales. Por tanto, como ya he dicho antes, ninguno de nosotros tomó su indisposición en serio.
Había que hacer una excepción: Boyd Carrington, quien vagaba de un lado para otro, con aire patético, haciendo pensar en la imagen dé un chico que hubiera sido severamente reprendido.
He vuelto en muchas ocasiones sobre los acontecimientos de aquel día, intentado recordar algo que me hubiera pasado inadvertido, algún incidente insignificante, la disposición de ánimo de cada uno de los presentes allí entonces, su serenidad o nerviosismo...
Permítaseme una vez más que deje constancia aquí de cuanto recuerdo acerca de todos.
Boyd Carrington, como ya he señalado, parecía sentirse muy molesto y como si hubiera cometido alguna falta irreparable. Parecía pensar también que se había mostrado despreocupado el día anterior, sin reparar para nada en la frágil naturaleza de su acompañante. Se había acercado a la habitación de Bárbara Franklin, para preguntar por ella, y la enfermera Craven, que no se hallaba precisamente en una de sus más afortunadas jornadas, había contestado con sequedad a sus preguntas. Había ido a la población vecina, incluso, para comprar una caja de bombones. Ésta le había sido devuelta. «La señora Franklin no soporta los bombones.»
Con un gesto de desconsuelo, abrió la caja en cuestión en el salón de fumar. Con aire solemne, Norton, él y yo hicimos los debidos honores a las golosinas que contenía.
Estimo ahora que a Norton le rondaba algo por la cabeza aquella mañana. Se le veía abstraído. En una o dos ocasiones, le vi fruncir el ceño, como si le dominara alguna preocupación o intentara desentrañar algún misterio.
Le gustaban los bombones y comió muchos, siempre abstraídamente.
Fuera, el tiempo había tomado ya un giro definido. Llovía desde las diez.
Allí no se notaba la melancolía que a veces acompaña a un día húmedo. Realmente, aquello supuso un alivio para todos nosotros.
Poirot había sido bajado por Curtiss alrededor del mediodía, pasando al salón en su silla de ruedas. Elizabeth Cole se había unido a él, poniéndose a tocar el piano para entretenerle. La señorita Cole dominaba bien aquel instrumento, interpretando acertadamente a Bach y a Mozart, compositores que figuraban entre los favoritos de mi amigo.
Franklin y Judith llegaron a la una menos cuarto. La joven estaba pálida y fatigada. Se mostró muy callada; miró a su alrededor, como si estuviera soñando, y luego se fue. Franklin se sentó con nosotros. También él parecía estar cansado y abstraído. Evidentemente tenia los nervios de punta.
Recuerdo que aludió a la lluvia como un alivio, manifestando, rápidamente:
—Sí. A veces, es conveniente que las cosas se resuelvan de una manera u otra, que estallen...
No sé por qué, tuve la impresión de que no se limitaba a pensar en el tiempo. Torpe como siempre, en sus movimientos, dio un manotazo a la caja de bombones, derramando la mitad de su contenido. Con su habitual aire de sobresalto, se excusó... dirigiéndose más bien a la caja.