Authors: Agatha Christie
Él la miró, siempre abstraído.
—Hace una noche preciosa. Voy a dar un paseo por ahí.
Seguidamente, el hombre abandonó la habitación.
La señora Franklin comentó:
—Mi marido es un genio, ¿saben ustedes? No hay más que ver su manera de comportarse. La verdad es que me inspira una gran admiración. Son pocos los hombres que se entregan a su trabajo con la pasión que él pone en el mismo.
—Sí. Es un hombre muy inteligente —declaró Boyd Carrington, sólo a modo de cumplido.
Judith abandonó el cuarto precipitadamente, tan precipitadamente que estuvo a punto de chocar con la enfermera Craven en la entrada.
Boyd Carrington propuso:
—¿Y si jugáramos una partida de «picquet», Babs?
—Por mi parte, encantada. ¿Podría usted darme las cartas, enfermera?
La enfermera Craven fue por las cartas. Yo di las gracias a la señora Franklin por el café, despidiéndome al mismo tiempo de ella.
Una vez fuera, alcancé a Franklin y Judith. Estaban frente a la ventana del pasillo. Se hallaban juntos, uno al lado del otro, pero sin hablarse.
El doctor volvió la cabeza al oír mis pasos. Se apartó ligeramente de mi hija, preguntándole:
—¿Quiere que demos un paseo, Judith?
Mi hija le contestó negativamente con un movimiento de cabeza.
—Esta noche, no —añadió, bruscamente—: Voy a acostarme. Buenas noches.
Me trasladé a la planta baja en compañía de Franklin. Éste silbaba una cancioncilla, sonriendo.
Señalé, algo impertinente, ya que me sentía muy deprimido:
—Esta noche parece usted sentirse muy satisfecho de sí mismo.
Admitió que era así.
—Pues sí. He conseguido algo que estuve intentando durante largo tiempo. La cosa ha resultado extraordinariamente satisfactoria para mí.
Me separé de él en la planta baja. Durante un rato, seguía el juego de los que participaban en la partida de bridge. Norton me guiñó un ojo aprovechando un momento en que la señora Luttrell no miraba. Todo se desenvolvía allí con una armonía ejemplar, nada corriente.
Allerton no había regresado aún. A mí me pareció aquella casa más feliz, menos opresiva, que cuando bajo sus techos se refugiaba aquel individuo.
Entré en la habitación de Poirot.
Judith estaba allí. Sonrió al verme, pero no pronunció una sola palabra.
—Le ha perdonado,
mon ami
—dijo Poirot.
Una observación muy desafortunada la suya, ciertamente, pensé.
—¿Sí? —inquirí, casi ofendido—. Apenas podía figurarme...
Judith se puso en pie. Pasándome un brazo por el cuello, me besó.
—¡Pobre padre! —exclamó—. Tío Hércules no debe atentar contra tu dignidad. Soy yo la que ha de ser perdonada. Por tanto, perdóname y deséame que pase una buena noche.
No sé por qué, pero respondí:
—Lo siento, Judith. Lo siento muchísimo. Yo no quise...
Ella me interrumpió:
—Está bien, está bien. Olvidémoslo todo. Ya está todo arreglado —me dedicó una amplia sonrisa de adiós—. Todo vuelve a ser como antes —insistió.
Silenciosamente, abandonó la habitación.
Cuando se hubo ido, Poirot me miró.
—¿Y bien? —inquirió—. ¿Qué ha sucedido esta tarde?
Extendí las manos.
—No ha pasado nada... Nada va a pasar, probablemente —contesté.
La verdad es que me aventuré en mis suposiciones, ya que aquella tarde sucedió algo... La señora Franklin se puso muy enferma. Fueron llamados dos médicos, quienes no pudieron hacer nada por ella. La señora Franklin murió a la mañana siguiente.
Tuvieron que transcurrir veinticuatro horas para que supiéramos que su muerte se había producido a consecuencia de un envenenamiento por fisostigmina.
La encuesta tuvo lugar dos días más tarde. Era la segunda vez que yo asistía a una encuesta en aquella parte del país.
El «coroner»
[1]
era un hombre de mediana edad, de ojos astutos, muy seco y tajante en sus expresiones.
Fue aportada la prueba médica en primer lugar. Quedó establecido el hecho de que la muerte se había producido a consecuencia de una intoxicación por fisostigmina, hallándose también presentes otros alcaloides del haba del Calabar. El veneno debía de haber sido ingerido por la víctima en el curso de la noche anterior, entre las siete y las doce. El doctor de los servicios policíacos y su colega se negaron a ser más precisos.
El siguiente testigo fue el doctor Franklin, quien produjo una buena impresión en todos los reunidos. Su aportación fue clara y sencilla. Tras la muerte de su esposa, se había metido en el laboratorio para inspeccionar sus soluciones. Descubrió en seguida que uno de los frascos, que debía haber contenido una solución concentrada de alcaloides del haba del Calabar; con la cual había estado realizando experimentos, estaba llena de agua, en la que sólo quedaban unos residuos de la sustancia original. No supo decir con certeza cuándo había sido llevado a cabo el cambio, pues no había utilizado aquel particular preparado en varios días.
Se estudió entonces la cuestión del acceso al laboratorio. El doctor Franklin manifestó que, habitualmente, aquél se cerraba con llave, que él llevaba casi siempre encima, en uno de sus bolsillos. Su ayudante, la señorita Hastings, disponía de una segunda llave. Cualquiera que deseara penetrar allí tenía que valerse de una de las dos. La señora Franklin había entrado ocasionalmente en el recinto, siempre que olvidara algún efecto personal en el laboratorio. El doctor Franklin no había llevado jamás a la casa ninguna solución de fisostigmina, ni a la habitación de su esposa. Tampoco creía posible que ella lo hubiera hecho accidentalmente.
Ampliando sus declaraciones y correspondiendo a las preguntas del «coroner», Franklin puntualizó que hacía algún tiempo que su esposa se hallaba particularmente nerviosa. No sufría ninguna enfermedad orgánica. Era víctima a menudo de fuertes depresiones. Pasaba del optimismo más sorprendente a un desesperanzador pesimismo.
En los últimos días, la había visto animosa, considerándola muy mejorada, en general. No había habido ninguna discusión entre ellos. Se llevaban perfectamente. La última noche de su vida, su esposa la había pasado bien, contenta, sin dejarse llevar ni por un momento de la melancolía que la atenazaba en tantas ocasiones.
Franklin explicó que su mujer le había hablado alguna vez de sus propósitos de poner fin a su existencia, no tomando él en serio tales declaraciones. Invitado a puntualizar, declaró que, en su opinión, su esposa no podía inscribirse en el grupo de los presuntos suicidas.
Opinaba así como médico y como marido de la víctima.
Luego le llegó el turno a la enfermera Craven. Estaba elegante en su impecable uniforme, y sus contestaciones eran escuetas. Eran dictadas por su probado profesionalismo. Llevaba al lado de la señora Franklin algo más de dos meses. Ésta sufría unas depresiones terribles. La había oído decir que deseaba «terminar con todo de una vez», alegando que su vida era inútil, que venía a ser una pesada piedra atada al cuello de su marido.
—¿Por qué se expresaba ella en tales términos? ¿Se había producido algún altercado entre los esposos?
—¡Oh, no! Sabía, por ejemplo, que a su marido le habían ofrecido recientemente un puesto como investigador en el extranjero. Él se había apresurado a rechazarlo para no dejarla aquí sola.
—Y en ocasiones lamentaba este hecho, se torturaba recordándolo, ¿no es así?
—En efecto. Renegaba de su mala salud, sufría más...
—¿Se hallaba al tanto de lo que ocurría el doctor Franklin?
—No creo que le hablara ella frecuentemente de eso.
—Pero se veía constantemente un tanto deprimida, ¿no?
—¡Oh, sí!
—¿Habló ella alguna vez de suicidarse?
—Hablaba de «terminar con todo»... Ésta era la frase que empleaba, exactamente.
—¿Nunca aludió a ningún método concreto para quitarse la vida?
—No. Siempre se mostró vaga en tales manifestaciones.
—¿Hubo algo últimamente que pudiera haberle producido una intensa depresión?
—No. Por el contrario, se hallaba bastante animada...
—¿Está usted de acuerdo con el doctor Franklin cuando éste afirma que durante la última noche de su vida se mostró en todo momento de buen humor?
La enfermera Craven vaciló.
—Bueno... Yo la noté un poco excitada. No había pasado muy bien la jornada... Sentía algunos dolores, se notaba mareada... Por la tarde, se recobró. Pero su buen humor se me antojó falto de naturalidad. Ella parecía sentirse febril... Su alegría parecía un tanto artificial... .
—¿Vio usted algún frasco que pudiera haber contenido el veneno?
—No.
—¿Qué había cenado? ¿Qué bebió?
—Le serví una sopa, una costilla, unos guisantes verdes y algunas patatas en puré. De postre, tomó un trozo de tarta de cerezas. Se bebió un vasito de borgoña.
—¿De dónde procedía el borgoña?
—Tenía una botella de este vino en su habitación. Quedó alguno en aquélla, pero creo que una vez examinado no se descubrió en el mismo nada de particular.
—¿Pudo ella haber depositado en su vaso la sustancia sin que usted lo advirtiera?
—Sí. Le habría sido fácil. Yo entraba y salía de la habitación, atenta a mis quehaceres. No estaba vigilándola, como es lógico. A su lado tenía un pequeño maletín y un bolso. En efecto, ella misma pudo prepararse convenientemente el borgoña, o el café, posteriormente, o la leche caliente, que fue lo último que le serví.
—¿Qué cree usted que pudo haber hecho con la botella después de haberse servido de ésta? Es un supuesto, claro.
La enfermera Craven reflexionó.
—Pudo haber arrojado el frasco por la ventana. También pudo haberlo tirado al cesto de los papeles... Quizá se hubiera decidido por lavarlo bien en el cuarto dé baño, dejándolo en el botiquín. Hay en él siempre varios frascos vacíos, a los cuales, frecuentemente, se les encuentra aplicación.
—¿Cuándo vio usted por última vez a la señora Franklin, si lo recuerda?
—A las diez y media. La dejé en condiciones de que pudiera pasar la noche cómodamente. Tomó la leche y dijo que quería una aspirina.
—¿Cómo se encontraba ella en aquellos instantes?
La testigo se quedó pensativa.
—Pues... como de costumbre... No. Yo diría que se hallaba, quizá, más excitada que en otras ocasiones.
—¿No estaba en uno de sus momentos de depresión?
—No, no... Yo la veía muy enervada. Si está usted pensando en el suicidio, es posible que llegara a él por ese camino también. Tal vez considerara aquél un acto digno, noble...
—¿Juzgó usted a la señora Franklin una persona propensa al suicidio?
Se hizo el silencio. La enfermera Craven parecía estar esforzándose para llegar a una conclusión.
—Sí y no... En general, sí. Era una persona bastante desequilibrada.
Seguidamente fue interrogado Boyd Carrington. El hombre se hallaba muy afectado, pero formuló sus respuestas con toda claridad.
Había estado jugando al «picquet» con la señora Franklin en la noche de su muerte. No había advertido ninguna señal de depresión en ella entonces. En cambio, en el curso de una conversación, varios días antes, la señora Franklin había hablado del tema del suicidio. Era una mujer nada egoísta, que vivía profundamente disgustada, pues se tenía como un obstáculo para la carrera de su esposo. Quería mucho a éste, deseándole los mayores triunfos. Su falta de salud la hacía caer en unos momentos terribles de pesimismo.
Fue llamada a continuación Judith. Pero ésta tenía poco que decir.
No sabía nada acerca de la desaparición de la fisostigmina del laboratorio. La noche de la tragedia, la señora Franklin se había mostrado tal cual era siempre... Quizá la notara más excitada que de costumbre. Nunca había oído hablar a la víctima del suicidio.
El último testigo fue Hércules Poirot. Dio mucho énfasis a sus declaraciones y sus frases causaron una gran impresión. Aludió a una conversación que había sostenido con la señora Franklin el día anterior a su muerte. Se había sentido muy deprimida entonces, expresando su propósito de «poner fin a todo». Su falta de salud le causaba muchas preocupaciones. Le había confiado que a veces se sentía presa de una honda melancolía, diciéndose que la vida no valía la pena de vivirse. Manifestó que se le antojaba maravillosa la perspectiva de quedarse dormida para no despertar ya jamás...
Su siguiente respuesta causó mayor impresión todavía.
—¿Es cierto que en la mañana del día 10 de junio usted se hallaba sentado casi frente a la puerta del laboratorio?
—Sí.
—¿Vio usted salir del laboratorio a la señora Franklin?
—Sí.
—¿Llevaba algo en la mano?
—Llevaba en la mano derecha un frasquito.
—¿Está usted seguro?
—Sí.
—¿Se mostró turbada al verle a usted?
—Me dio la impresión de que se hallaba sobresaltada.
El «coroner» hizo un resumen de sus actuaciones. Afirmó que no iba a tener dificultades al declarar la causa de la muerte. La prueba médica era decisiva. La víctima había fallecido a consecuencia de un envenenamiento por sulfato de fisostigmina. Todo lo que tenían ellos que hacer era decidir si la señora Franklin había ingerido la sustancia voluntariamente o por accidente, o bien si le había sido administrada por una segunda persona.
Todos habían oído afirmar que la víctima sufría frecuentes ataques de melancolía, que su salud era escasa, que si bien no sufría ninguna enfermedad orgánica, estaba sumida constantemente en una tensión nerviosa atormentadora. El señor Hércules Poirot, un testigo que por su renombre pesaba mucho en aquellas actuaciones, había afirmado haber visto a la señora Franklin salir del laboratorio, portadora de un frasquito en la mano, añadiendo que había experimentado cierto sobresalto al verle.
Podía llegarse así a la conclusión de que había sacado la sustancia venenosa del laboratorio con la intención de quitarse la vida. Seguramente, era víctima de una obsesión: pensaba que era un estorbo para su marido, un obstáculo para su carrera. A juzgar por los testimonios aportados, el doctor Franklin había sido siempre un marido afectuoso, que jamás se había quejado al verla frecuentemente postrada, que nunca formulara el menor reproche. La idea que la dominaba había nacido en la mente de ella. Las personas que vivían en estas condiciones reaccionaban muchas veces así. Se ignoraba la forma en que había ingerido el veneno, y también la hora. Resultaba raro, quizá, que no hubiese sido encontrado el frasco que había contenido la sustancia. Probablemente, tal como la enfermera Graven había sugerido, la señora Franklin lo había lavado cuidadosamente, colocándolo en uno de los estantes del cuarto de baño, de donde pudiera haberlo sacado en un principio. El jurado, tras lo expuesto, ya podía decidir...