Authors: Agatha Christie
Fue interrumpida por un bufido de Boyd Carrington, que se hallaba de pie, junto a la chimenea.
—¡Tonterías, Babs! —dijo el hombre—. No existe nada extraño en ti. No te busques nuevas preocupaciones.
—Es lógico que me preocupe, querido Bill. Todo lo que observo en mí me deja desalentada... Ocurre que... ¡oh!, no puedo evitarlo... Se me antoja todo repulsivo: lo mismo los conejillos de Indias que las ratas, que todos los restantes animales... Sé que es una estupidez, pero ante eso me trastorno, me siento peor que nunca. Mis preferencias apuntan en otras direcciones... A mí me gustan los pájaros, las flores, unos niños que juegan. Tú lo sabes perfectamente, Bill.
Éste se acercó a la enferma, tomando la mano que ella le tendió. La expresión del rostro del hombre había cambiado al mirarla, tornándose tan tierna como la de la mujer. Se trataba de un detalle impresionante, debido a que Boyd Carrington era un tipo esencialmente varonil.
—Tú no has cambiado mucho desde la edad de los diecisiete años, Babs —dijo él—. ¿Te acuerdas del jardín de tu casa, del baño de los pájaros, de los cocoteros?
Boyd Carrington me miró,
—Bárbara y yo hemos sido compañeros de juegos —aclaró.
—¡Bill! —protestó ella.
—Bueno, no voy a negar que te llevo quince años. Pero lo cierto es que yo he jugado contigo siendo tú una niña, cuando yo era ya un muchachuelo. Te he llevado muchas veces a cuestas, querida, sobre mis hombros. Más adelante, al regresar a casa, te encontré convertida en una bella joven, a punto de pisar los escenarios del mundo. E hice todo lo que pude por ti en el terreno del golf, enseñándote a jugar ¿Te acuerdas?
—¡Oh, Bill! ¿Cómo podría olvidarlo?
—Los míos vivieron normalmente en esta parte del mundo —me explicó ella—. Y Bill solía pasar temporadas en casa de su anciano tío, sir Everard, en Knatton.
—Todo un mausoleo era aquello... Bueno, lo es, todavía —manifestó Boyd Carrington—. En ocasiones, me desespero: creo que no llegaré nunca a lograr que sea habitable.
—¡Oh, Bill! Podría quedar convertido en una maravilla... ¡en una auténtica maravilla!
—Sí, Babs, pero lo malo es que carezco de ideas. Yo sólo acierto a pensar en unos cuartos de baño, en unos cuantos sillones cómodos... No se me ocurre nada más. Allí lo que se necesita es el concurso de unas manos femeninas.
—Te dije que te ayudaría. Y no lo dije por cumplir, ¿estamos?
Sir William miró con un gesto de duda a la enfermera Craven.
—Siempre que no flaqueen tus fuerzas, podría llevarte allí en el coche. ¿Usted qué opina, enfermera?
—¡Oh, que sí, sir William! Yo creo que eso le haría un gran bien a la señora Franklin. Habrá que procurar, naturalmente, no cansarse con exceso, sin embargo.
—Trato cerrado, entonces, dijo Boyd Carrington—. Ahora procura pasarte toda la noche durmiendo. Tienes que hallarte en la mejor disposición mañana.
Los dos nos despedimos de la señora Franklin, saliendo de allí juntos. Cuando descendíamos por la escalera, Boyd Carrington me dijo:
—Usted no podría imaginárselo... Era una criatura verdaderamente adorable a los diecisiete años. Yo regresaba de Burma... Mi esposa había fallecido allí, ¿sabe? No me importa reconocer que me enamoré perdidamente de ella. Contrajo matrimonio con Franklin tres o cuatro años más tarde. No creo que haya felicidad en esa unión. Es lo que hay en el fondo de su falta de salud. Él no la comprende, no la estima como ella se merece. Su esposa es una mujer sensible. Sospecho que su fragilidad es de origen nervioso, en parte. Sáquela usted de sí misma, diviértala, haga que se interese por cualquier cosa y la verá convertida en una criatura completamente distinta. Pero a ese condenado matasanos, lo único que le interesa son los tubos de ensayo y las tribus del África Occidental, con sus costumbres y culturas.
Mi acompañante resopló, irritado.
Pensé que había algo de cierto, quizás, en lo que estaba diciéndome. Pero me sorprendió que Boyd Carrington se sintiera atraído por la señora Franklin, quien, aunque muy bonita, era en fin de cuentas un ser enfermizo, muy frágil, que se veía obligada a vivir recluida casi siempre, lo mismo que un bombón en una bombonera. Boyd Carrington se veía tan lleno de vida que yo me lo hubiera figurado impaciente, incapaz de entenderse con una inválida de tipo neurótico. No obstante, Bárbara Franklin debía de haber sido muy atractiva de adolescente, y hay muchos hombres, especialmente los idealistas (grupo en el que yo había incluido a Boyd Carrington), en los que quedan grabadas muy frecuentemente las primeras impresiones.
En la planta baja, la señora Luttrell nos abordó, proponiéndonos una partida de bridge. Me excusé, alegando que tenía que reunirme con Poirot.
Encontré a mi amigo metido en la cama. Curtiss estuvo moviéndose por la habitación, poniendo orden en todo. Finalmente, salió, cerrando la puerta.
—¡Maldita sea, Poirot! —exclamé—. A esto no hay derecho, hombre. Sigue usted con su antiguo hábito, el de tener siempre unas cuantas cartas escondidas en su bocamanga. Me he pasado toda la noche intentando localizar a X.
—Eso debe haberle hecho aparecer ante los demás como
distrait
—señaló mi amigo— ¿No hizo nadie ningún comentario sobre sus ensimismamientos? ¿No le preguntó nadie si le ocurría alguna cosa?
Me ruboricé ligeramente al recordar las preguntas de Judith. Poirot, creo, descubrió lo que estaba pensando. Sorprendí una leve y maliciosa sonrisa en sus labios. Se limitó a preguntarme, sin embargo:
—¿Y a qué conclusiones ha llegado usted con respecto a tal extremo?
—¿Me lo diría si diese en el blanco?
—Por supuesto que no.
Escruté su faz atentamente.
—Había considerado la posibilidad de que Norton...
El rostro de Poirot no se alteró lo más mínimo.
—No he llegado a decidir nada, claro. Ese hombre se me antojó con bastantes probabilidades. Y luego ocurre que... ¡ejem!... pasa inadvertido. Me imagino que el criminal que nosotros buscamos habrá de ser de esta clase.
—Cierto. Pero existen otras maneras de pasar inadvertido.
—¿Qué quiere usted decir?
—Supongamos, recurriendo a un caso hipotético, que un desconocido de siniestro aspecto se presenta aquí semanas antes de que se cometa un crimen. El hombre se destacará perfectamente, ¿no?, sin ninguna razón aparente. Sería mejor, ¿verdad?, que el desconocido fuese una personalidad anodina, dedicada a la práctica de alguna actividad inofensiva, como el deporte de la pesca, por ejemplo.
—O la observación de los pájaros —convine—. Bueno, eso era precisamente lo que yo estaba diciendo:
—Por otro lado —manifestó Poirot—, sería mejor todavía que el asesino fuera ya una destacada personalidad... Digamos que pudiera ser el carnicero. Este personaje encierra una gran ventaja: ¡nadie es capaz de reparar en las manchas de sangre de un carnicero!
—Va usted a parar a lo absurdo. Todo el mundo sabría si el carnicero había reñido con el panadero.
—No en el caso de que el carnicero se hubiese convertido
en tal con el único propósito de disponer de una oportunidad para asesinar al panadero
. De vez en cuando, amigo mío, conviene dar un paso atrás, para disponer de una mejor perspectiva.
Me quedé pensativo, intentando dilucidar si sus palabras contenían alguna sugerencia especial. De tener algún significado, concreto, parecían apuntar al coronel Luttrell. ¿Había abierto éste una residencia con el exclusivo objeto de disponer de una oportunidad para asesinar a uno de los huéspedes?
Poirot movió la cabeza a un lado y a otro.
—No será en mi cara donde encuentre usted la respuesta,
—Tiene usted la virtud de sacarle a uno de sus casillas, Poirot —contesté con un suspiro—. De todos modos, Norton no es mi único sospechoso. ¿Qué me dice de ese individuo llamado Allerton?
Poirot, completamente impasible, inquirió:
—¿Qué pasa? ¿No le es simpático el hombre?
—No, por supuesto que no. ¿No le ocurre a usted lo mismo?
Poirot señaló, malicioso:
—Hay que reconocer que ese hombre resulta muy atractivo para las mujeres.
Hice un gesto de desdén.
—Hay que ver a qué extremos de estupidez son capaces de llegar las mujeres... ¿Qué es lo que ven en un tipo como ése?
—¿Quién puede decirlo? Pero siempre ocurre lo mismo. Las mujeres se sienten inevitablemente atraídas por el
mauvais sujet
.
—Sí, pero ¿por qué?
Poirot se encogió de hombros.
—Quizás haya algo en él que nosotros no acertamos a ver.
—¿Qué, qué, concretamente?
—Una nota de peligro, probablemente... Todo el mundo, amigo mío, desea dar un poco de sabor a su existencia con la especia del riesgo. Hay quien busca este frente a los toros. Otras personas se desahogan leyendo. Hay quien lo encuentra en el cine. De una cosa estoy seguro: de que el ser humano rechaza normalmente la seguridad excesiva. Es más, la aborrece. Muchos son los métodos de que se valen los hombres para buscar el peligro... Las mujeres lo encuentran principalmente en lo concerniente a la vida amorosa. Por este motivo, acogen complacidas a quien puede abrigar las ideas de un tigre, a quien esconde sus garras, al que es capaz de saltar, traicionero, en el momento menos pensado. Y dan de lado al hombre de excelentes condiciones que puede resultar un esposo inmejorable.
Consideré estas ideas en silencio, con el ceño fruncido, durante unos momentos.
Seguidamente, volví al tema con que se había iniciado nuestra conversación.
—Ha de comprenderlo usted, Poirot —dije—: me va a resultar bastante fácil averiguar la identidad de X. No tendré más que mirar a mi alrededor, intentando localizar a la persona que conoce a todos. Estoy refiriéndome a la gente de sus cinco casos.
Subrayé estas palabras, triunfalmente, pero sólo pude obtener de Poirot una mirada burlona.
—Yo no le he hecho venir aquí, Hastings, para entretenerme viéndole avanzar torpe, laboriosamente, por el camino que me he cansado de recorrer... Y permítame decirle que la cosa no es tan simple como a usted le parece. Cuatro de esos casos tuvieron por escenario este condado. La gente que se ha congregado bajo este techo no compone una serie de desconocidos que han llegado aquí independientemente. Esto es un hotel en el sentido habitual de la palabra. Los Luttrell proceden de esta parte del país; habían quedado en mala posición y compraron esta casa, poniéndola en marcha como una aventura. Quienes han venido aquí son amigos suyos, o personas recomendadas por otras amistades. Sir William convenció a los Franklin de que debían venir... Ellos, a su vez, brindaron la idea a Norton, y también, me parece, a la señorita Cole..., y así sucesivamente. Esto quiere decir que existen muchas probabilidades de que haya una persona que conozca a otra que esté relacionada con toda esa gente. A X se le ofrece también la ocasión de atraer a quien sea hacia el punto en que los hechos son mejor conocidos. Tomemos, por ejemplo, el caso del trabajador agrícola Riggs. La aldea en que ocurrió la tragedia no está lejos de la casa del tío de Boyd Carrington. La gente de la señora Franklin también vivía cerca. El hostal de la aldea es muy frecuentado por los turistas. Algunos de los amigos de la familia de la señora Franklin solían hospedarse allí. El mismo Franklin procedió así. Norton y la señorita Cole pudieron alojarse en aquella casa y, probablemente, aún lo hacen en estos tiempos.
»No, amigo mío. Le ruego que no insista en sus torpes intentos para desvelar un secreto que yo me niego a revelarle.
—¡Es que esto se me antoja una insensatez, Poirot! ¡Como si yo no fuese capaz de guardar un secreto! He de decirle que estoy cansado de sus bromas sobre mi «elocuente compostura». No me parecen graciosas.
Poirot replicó, sin alterarse lo más mínimo:
—¿Está usted seguro de que no existe más que una razón, la indicada, para que yo proceda así? ¿Es que no se da cuenta, amigo mío, de que tal conocimiento puede ser peligroso? ¿No ve que lo que a mí me preocupa, sobre todo, es su seguridad?
Me quedé boquiabierto, mirándole. Hasta aquel momento no había sabido apreciar el aspecto citado de la cuestión. Desde luego, tenía razón. Si un asesino inteligente, dotado de numerosos recursos, que ya había cometido cinco crímenes, sin llegar, a su juicio, a suscitar sospechas, descubría de pronto que alguien seguía su rastro... el investigador, ciertamente, se enfrentaba con un gran peligro.
Contesté, con viveza:
—Pero entonces, usted, Poirot... usted mismo se encuentra en peligro, ¿no?
En el rostro de Poirot apareció un gesto de supremo desprecio, acentuado por su estado general físico.
—Yo estoy acostumbrado a eso. Sé protegerme a mí mismo... Y, por otro lado, ¿no dispongo también de mi fiel can a la hora de hallar protección? ¡Estoy refiriéndome a mi excelente, a mi leal amigo Hastings!
Suponía que Poirot estaba obligado a acostarse temprano. Así pues, me separé de él para que se fuera a la cama cuanto antes, trasladándome a la planta baja. Encontré por el camino a Curtiss, con quien intercambié unas cuantas palabras.
Me pareció éste un hombre obstinado, tardo en cuanto a la comprensión, pero digno de confianza y competente. Llevaba junto a Poirot desde la fecha del regreso de éste de Egipto. Me notificó que su señor andaba regular de salud. Ocasionalmente, había sufrido pequeños ataques cardiacos. Su corazón se había debilitado mucho en el curso de los últimos meses. La robusta máquina física de otro tiempo se deterioraba progresivamente.
Me quedé muy preocupado. Admiraba a Poirot, dispuesto a continuar luchando hasta el fin, aun a sabiendas de que iba cuesta abajo. Incluso ahora, recluido en una silla de ruedas como un inválido, débil, su indomable espíritu le impulsaba a una labor en la que ya anteriormente había demostrado ser un consumado experto.
Me sentía profundamente entristecido. No acertaba a imaginarme la existencia sin Poirot...
Estaban jugando al bridge en el salón. Fui invitado a sentarme a la mesa al finalizar una mano. Pensé que esto podía servirme de distracción momentánea y acepté. Boyd Carrington era quien se marchaba. Me quedé con Norton, el coronel y la señora Luttrell.
—¿Qué dice usted ahora, señor Norton? —inquirió la señora Luttrell—. ¿Formamos pareja contra ellos dos? Nuestra última asociación ha dado un resultado excelente.