Authors: Agatha Christie
Ahora que había sido asestado el golpe, tras el intento de asesinato, que gracias a Dios había fallado, me encontraba en libertad para pensar en aquellas cosas. Y cuanto más pensaba en éstas, más inquieto me sentía. Por casualidad, me enteré un día de que Allerton estaba casado.
Boyd Carrington, que solía estar bien informado, me amplió aquel dato. La esposa de Allerton era católica. Le había dejado poco después de haber contraído matrimonio con él. A causa de su religión, nunca se había hablado de divorcio.
Boyd Carrington me habló con entera franqueza.
—Este planteamiento le va a las mil maravillas a ese granuja. Sus intenciones siempre son canallescas... Esa esposa eternamente en un segundo plano le libra de compromisos.
¡Muy agradable todo aquello para un padre!
Después del accidente, transcurrieron unos días bastante tranquilos... para los demás. Mis inquietudes personales, en cambio, iban en aumento.
El coronel Luttrell pasaba muchas horas con su esposa. Había llegado una enfermera para atenderla. La enfermera Craven tornó a concentrar su atención exclusivamente en la señora Franklin.
Suspicacia aparte, he de admitir que había observado en la señora Franklin algún desasosiego. Pensé que ya no se veía como la inválida en chef. El hecho de que la atención general se concentrara en la señora Luttrell produjo disgusto en la menuda dama, habituada como se hallaba a ser protagonista y no actriz secundaria dentro de nuestro pequeño mundo de Styles.
Se encontraba tendida en una hamaca. Se había llevado una mano al pecho, quejándose de que sufría de palpitaciones Ninguno de los platos que eran servidos allí eran de su gusto. Todas sus exigencias aparecían enmascaradas con el disfraz del sufrimiento paciente.
—No sabe usted lo que odio esta actitud mía de nota discordante —murmuró en tono quejumbroso, dirigiéndose a Poirot—: Me siento avergonzada por mi falta de salud. Resulta verdaderamente humillante verse una obligada a pedir a los demás que se lo hagan todo. A veces pienso que la mala salud es realmente un crimen. Si una persona no goza de buena salud, si no está en condiciones de vivir adecuadamente en este mundo, lo lógico es que sea retirada silenciosamente del mismo.
—¡Oh, no,
madame
! —exclamó Poirot, siempre galante—. La flor delicada y exótica debe disfrutar de la protección del invernadero. No puede ser expuesta como las demás a las inclemencias del tiempo. Los hierbajos comunes, en cambio, son los que deben afrontar los fríos vientos, los duros cambios de temperatura. Piense en mi caso... He caído en una silla de ruedas, pero ni por un momento he creído en la conveniencia de abandonar esta vida. Tengo mis goces. Me gusta comer bien, sé saborear una copa de buen vino, disfruto con los esparcimientos de tipo intelectual.
La señora Franklin suspiró, murmurando:
—Su caso es diferente del mío. Sólo se ve obligado a pensar en usted. Yo tengo a mi John, a mi pobre John. Me doy cuenta de que soy una carga para él. Soy una esposa enferma, inútil. Es como si a él le hubieran colgado una piedra de molino del cuello...
— Jamás ha dicho su marido que usted represente una carga para él.
—¡Oh! No lo ha dicho, desde luego. Pero los hombres son muy transparentes. Y John no es precisamente de los que saben disimular sus sentimientos. No es desatento deliberadamente, pero... Bueno, afortunadamente para él, es bastante insensible. No tiene sentimientos y cree que a los demás les ocurre lo mismo.
Es una suerte nacer así, y vivir protegido con semejante coraza.
—Yo no me atrevería a describir al doctor Franklin con esas palabras.
—¿No? ¡Ah, claro! Usted no puede conocerle tan a fondo como yo. Sé perfectamente que de no existir yo sería un hombre mucho más libre. En ocasiones, me siento tan terriblemente deprimida que pienso que lo mejor sería terminar de una vez con esta existencia absurda.
—¡Vamos, vamos,
madame
!
—Después de todo, ¿soy yo de alguna utilidad para alguien? ¡Oh! Salir de aquí, rumbo al Gran Misterio... —La mujer movió la cabeza, asintiendo—. Así, John recuperaría su hermosa libertad.
—Un disparate tras otro —comentó la enfermera Craven cuando le hubo referido la conversación anterior—. No hará nunca nada de eso. No se preocupe, capitán Hastings. Las personas que hablan con voz doliente de
«acabar con todo de una vez»
no abrigan la menor intención de dar el supremo paso.
He de señalar que cuando se calmó la excitación general, causada por el suceso protagonizado por la señora Luttrell y su marido, el coronel, la señora Franklin se animó notablemente.
Cierta mañana, particularmente agradable, Curtiss había dejado a Poirot en una esquina de la casa, bajo los abetos, en las proximidades del laboratorio. Le gustaba a mi amigo aquel sitio. Allí no soplaba ni la más leve brisa. Poirot siempre había aborrecido las corrientes de aire. Prefería hallarse en la casa, en general, pero últimamente toleraba el aire fresco convenientemente arropado.
Me uní a él. En aquel momento salía la señora Franklin del laboratorio.
Se había vestido con más cuidado que de costumbre y parecía encontrarse muy animada. Explicó que iba a visitar la casa de Boyd Carrington, pretendiendo ayudarle en la elección de unas cretonas.
—Ayer me dejé el bolso en el laboratorio, distraídamente —dijo la señora Franklin—. ¡Pobre John! Se ha ido a Tadcaster, con Judith. Necesitan adquirir unos reactivos, me parece.
Se dejó caer en un sillón, junto a Poirot, moviendo la cabeza y adoptando una cómica expresión.
—Los compadezco... Estoy muy satisfecha de no poseer una mentalidad... científica. En un día tan espléndido como éste, todas esas cuestiones parecen sumamente pueriles.
—No debiera usted expresarse así nunca,
madame
, frente a un hombre de ciencia.
—Claro que no —la expresión del rostro de ella cambió. Se puso muy seria antes de añadir—: No vaya usted a creer, monsieur Poirot, que yo no admiro a mi esposo. Lo admiro y mucho. Vive verdaderamente para su trabajo, y esto resulta siempre impresionante.
Había un ligero temblor en su voz.
Cruzó una sospecha por mi cabeza: a la señora Franklin le agradaba representar distintos papeles. En aquel momento, se mostraba como una esposa leal, haciendo de su marido un héroe y hasta le rendía culto como tal.
Se inclinó hacia delante, colocando una mano sobre la rodilla de Poirot.
—John, realmente, es una especie de
saint
. En ocasiones, me da hasta miedo.
Llamar a Franklin santo era excederse, pensé. Bárbara Franklin continuó hablando. Los ojos le brillaban mucho en estos instantes.
—Es capaz de hacer cualquier cosa... de aceptar cualquier riesgo... con el fin de incrementar el saber humano. Esto es magnífico, ¿no cree?
—Seguro, seguro —se apresuró a reconocer Poirot.
—En ocasiones, ¿sabe usted? —prosiguió diciendo la señora Franklin—, me pone verdaderamente nerviosa. No sé a dónde va a llegar. Pienso en esa repugnante haba del Calabar, con la que está experimentando ahora. Tengo miedo de que un día utilice su propio cuerpo en sus pruebas.
—Adoptará las precauciones necesarias, de proceder así —aventuré.
Ella movió la cabeza a un lado y a otro, esbozando una sonrisa de tristeza.
—Usted no conoce a John. ¿No ha oído contar lo que hizo con motivo de unas investigaciones sobre un nuevo gas?
Hice un gesto negativo.
—Se deseaba saber las particularidades del nuevo gas. John se ofreció voluntario, siendo encerrado en un tanque, dentro del cual permaneció unas treinta y seis horas. Estuvieron estudiando su pulso, respiración y temperatura. Se quiso averiguar qué efectos producía aquella sustancia en el ser humano más tarde y en qué se diferenciaban de los observados en los animales. Estuvo expuesto a serios peligros, según me explicó más tarde uno de los profesores. Hubiera podido morir, incluso. Pero John es así... Su personal seguridad le tiene completamente sin cuidado. Es un modo de ser maravilloso él suyo, ¿no cree? Yo nunca me atrevería a hacer nada semejante. Me faltaría valor.
—Por supuesto, se necesita poseer valor y en alto grado para llegar a eso —reconoció Poirot.
—Es verdad —declaró Bárbara Franklin—. Estoy muy orgullosa de él, pero al mismo tiempo siento que mi marido me mantiene sumida en un perpetuo nerviosismo. Verá usted... Los conejillos de Indias y las ranas son útiles al hombre de ciencia hasta cierto punto. Éste, al fin, ansía conocer la reacción humana. Por ello, me asalta el temor de que mi esposo acabe inyectándose una dosis de la sustancia que actualmente estudia, exponiéndose a que le suceda algo irreparable —la mujer suspiró—. Él se ríe cuando le expongo estos temores. Verdaderamente, es una especie de santo...
En este momento, se nos acercó Boyd Carrington.
—¡Hola! ¿Lista, Babs?
— Sí, Bill. Te estaba aguardando.
—Espero que no te fatigues mucho con la excursión.
—No. Nunca me he sentido mejor que hoy.
Ella se levantó, dedicándonos una sonrisa antes de alejarse de nosotros con su acompañante.
—El doctor Franklin, el santo moderno... ¡Hum! —dijo Poirot.
—Un cambio de actitud —comenté—. Responde a la manera de ser de la dama...
—¿Cómo la juzga usted?
—Es muy aficionada a representar diversos papeles. Un día se nos presenta como la esposa incomprendida, dejada a un lado... Luego, a lo mejor, nos quiere hacer creer que es una persona que sufre porque no quiere ser una carga para el hombre que ama. Hoy la hemos visto como la compañera del héroe. Lo malo es que se pasa de la raya en todos sus papeles.
Poirot preguntó, pensativo:
—¿Tiene usted a la señora Franklin por una estúpida?
—Yo no diría eso, exactamente... Bueno, sí, quizá no sea la suya una mente muy brillante.
—¡Oh! Ya veo que no es su tipo.
—¿Y cuál es mi tipo de mujer? —inquirí, secamente.
Poirot replicó, inesperadamente:
—Abra la boca y cierre los ojos para ver lo que los hados le envían...
No pude contestar porque la enfermera Craven se acercaba a toda prisa. Nos obsequió con una sonrisa, amplia, que hizo brillar su dentadura, abrió la puerta del laboratorio, entró en el mismo y reapareció con unos guantes en la mano.
—Primeramente, un pañuelo y ahora unos guantes...
Siempre va dejándose las cosas por ahí —señaló rápidamente, encaminándose ya al sitio en que Bárbara Franklin y Boyd Carrington la aguardaban.
La señora Franklin, me dije, era así, efectivamente. Esperaba que las cosas, que lo que iba dejando en un lado y otro, fuesen recuperadas por los demás. Estimaba esto natural y hasta se sentía orgullosa de proceder de este modo. La había oído murmurar más de una vez, complacida: «Desde luego, tengo la cabeza hecha una zaranda».
Me quedé con la vista fija en la enfermera Craven, corriendo por el césped, hasta que se perdió de vista. Sus movimientos eran muy normales; poseía un cuerpo vigoroso y bien equilibrado. Impulsivamente, manifesté:
—Me imagino que una persona así acabará por odiar ese género de existencia. Pienso en los casos en que, como ocurre en éste, no se trata de hacer uso solamente de los conocimientos específicos de la profesión. No creo, por otra parte, que la señora Franklin sea particularmente considerada o amable.
La respuesta de Poirot a estas palabras mías fue irritante para mí. Sin que hubiese nada que los justificara, se limitó a murmurar, cerrando los ojos:
—Cabellos castaños, de un tono rojizo.
Desde luego, la enfermera Craven tenía esos cabellos, pero yo no comprendía por qué razón había escogido Poirot aquel momento para formular tal comentario.
Opté por no despegar los labios.
A la mañana siguiente, antes de que fuera servida la comida, se suscitó una conversación que me dejó vagamente inquieto.
Nos habíamos reunido casualmente Judith, Boyd Carrington, Norton y yo.
No recuerdo cómo se suscitó el tema. El caso es que empezamos a hablar de la eutanasia, examinando sus pros y sus contras,
Boyd Carrington, como ya resulta natural, llevaba la voz cantante en la discusión; Norton intervenía en la misma de vez en cuando, apuntando alguna frase que otra: Judith, en general, se mostraba reservada, pero escuchaba atentamente lo que allí se decía.
Yo había confesado que aunque parecían existir, por lo que se advertía, muchas razones justificatorias de esa práctica, me inclinaba a repudiarla por motivos sentimentales. Además, aduje, aquello suponía depositar demasiado poder en manos de los parientes.
Norton estaba de acuerdo conmigo. Afirmó que cuando la muerte era segura, tras prolongados sufrimientos, a su juicio debía actuarse conforme a los deseos del paciente, contando con el mismo.
Boyd Carrington dijo:
—¡Oh! Ahí está lo más curioso: ¿accederá la persona más afectada por el problema a que alguien «la quite de en medio»?
Contó entonces un caso, auténtico, según declaró. Se trataba de un hombre que sufría terriblemente, a consecuencia de un cáncer que no podía ser operado. Este hombre había rogado al médico que le atendía «que le administrara o diera algo que sirviera para terminar con sus padecimientos». El médico contestó: «Me pide usted algo, amigo mío, que no puedo hacer». Más tarde, al salir de la habitación, había dejado sobre la mesita de noche del enfermo unas tabletas de morfina, explicándole cómo había de usarlas y recomendándole que no sobrepasara la dosis prevista, pues-era peligroso. Aunque las tabletas quedaron en poder del paciente, quien hubiera podido ingerir las necesarias para originar un fatal desenlace, el enfermo se abstuvo de utilizarlas.
—Esto prueba —agregó Boyd Carrington— que a pesar de sus palabras el hombre prefería sufrir a morir rápida y pacíficamente.
Fue entonces cuando Judith habló por vez primera. Lo hizo en un tono enérgico, con cierta brusquedad.
—Hay un error ahí —señaló—, y éste radica en que jamás debió ser el paciente quien decidiera la cuestión.
Boyd Carrington le pidió que se explicara un poco más claro.
—Una persona que se encuentra débil, que sufre, que está enferma, carece de la energía necesaria para tomar una determinación. No puede hacer nada de eso. Tiene que surgir alguien que obre por ella. Éste es un deber de la exclusiva competencia de otra persona que la ama...