Su vida cotidiana la llenaban la construcción de su casa y la caza, a la que se añadía una ocasional chispa de excitación aportada por leones errantes. Al conocimiento del bosque que había adquirido con Tarzán, se sumaba una considerable cantidad de experiencia práctica derivada de sus propias aventuras en la jungla y los largos meses pasados con Obergatz, y ahora ningún día carecía de algún conocimiento útil más. A esto podía atribuirse su aparente inmunidad al daño, ya que le indicaban cuándo se acercaba unja antes de que se acercara lo suficiente para un ataque y, asimismo, la mantenían cerca de esos puertos de refugio que nunca fallaban: los árboles.
Las noches, llenas de extraños ruidos, eran solitarias y deprimentes. Sólo su capacidad, de dormirse rápida y profundamente las hacía soportables. La primera noche que pasó en su casa terminada tras las ventanas con barrotes y la puerta fuerte como una barricada fue de casi pura paz y felicidad. Los ruidos nocturnos parecían lejanos e impersonales y el aullido del viento entre los árboles resultaba levemente calmante. Antes transportaba una nota lastimosa y era siniestro, podía ocultar la aproximación de algún peligro. Aquella noche sí que durmió.
Ahora se adentraba más en la selva en busca de comida. Hasta entonces sólo habían caído en su lanza roedores; su ambición era un antílope, ya que además de la carne que le proveería, y la tripa para su arco, la piel resultaría de gran valor durante los días más fríos que sabía que acompañarían a la estación lluviosa. Había vislumbrado algunos de estos cautos animales y estaba segura de que siempre cruzaban el arroyo en determinado lugar, más arriba de su campamento. Allí fue a cazarlos. Con el sigilo y la astucia de una pantera avanzó por el bosque, dando un rodeo para ir con el viento, parándose a menudo para mirar y escuchar por si algo la amenazaba… a ella, la personificación de un ciervo acosado. Se movía en silencio por el lugar elegido. ¡Qué suerte! Un hermoso gamo estaba bebiendo en el arroyo. La mujer avanzó serpenteando. Estaba sobre su estómago detrás de un pequeño arbusto, a tiro de piedra de la presa. Tenía que levantarse y arrojarle la lanza casi al mismo instante, y tenía que arrojarla con gran fuerza y perfecta exactitud. La excitación del momento la embargaba, aunque tenía los músculos fríos cuando se levantó y lanzó su misil. Apenas por un dedo la punta no se clavó en el punto al que ella había apuntado. El gamo dio una gran salto, cayó en la orilla del río y se desplomó. Jane Clayton dio un salto hacia su presa.
—¡Bravo!
Una voz masculina habló desde los arbustos del otro lado del arroyo. Jane se paró en seco, casi paralizada por la sorpresa. La figura extraña de un hombre apareció ante sus ojos. Al principio no la reconoció, pero cuando lo hizo, instintivamente dio un paso atrás.
—¡Teniente Obergatz! —exclamó—. ¿Eres tú?
—Lo soy —respondió el alemán—. Soy una extraña visión, no cabe duda; pero aun así soy yo, Erich Obergatz. ¿Y tú? Tú también has cambiado, ¿no?
Él le miraba los miembros desnudos y su peto dorado, el taparrabo confeccionado con un pellejo de
jato
, el arnés y los ornamentos que constituían el atavío de una mujer ho-don; las cosas que Lu-don le había dado para vestirse cuando su pasión por ella aumentó. Ni siquiera la hija de Ko-tan tenía mejor atuendo.
—Pero ¿por qué estás aquí? —insistió Jane—. Creía que estabas a salvo entre hombres civilizados, si aún vivías.
—¡Dios! —exclamó él—. No sé por qué sigo viviendo. He rezado para morir y sin embargo me aferro a la vida. No hay esperanzas. Estamos condenados a permanecer en esta horrible tierra hasta que muramos. ¡El pantano! ¡Ese horrible pantano! He registrado sus orillas en busca de un lugar por donde cruzarlo hasta rodear por completo esta espantosa región. Entramos con mucha facilidad; pero desde entonces han llegado las lluvias y ningún hombre podría cruzar ese pantano lleno de viscoso barro y hambrientos reptiles. ¡Cuántas veces lo he intentado! Y las bestias que merodean por esta tierra maldita… Me acosan día y noche.
—Pero ¿cómo has escapado a ellas? —preguntó Jane.
—No lo sé —respondió con aire triste—. He huido y huido y huido. He pasado hambre y sed en la copa de los árboles durante días enteros. He confeccionado armas (palos y lanzas) y he aprendido a utilizarlas. He matado a un león con el garrote. Igual habría peleado una rata acorralada. Y ahora no somos mejores que ratas en esta tierra de terribles peligros, tú y yo. Pero háblame de ti. Si te sorprende que yo viva, cuánto más me sorprende a mí que vivas tú.
En pocas palabras se lo contó todo, y mientras tanto se preguntaba qué podría hacer para deshacerse de él. No podía concebir una prolongada existencia con él como único compañero. Mejor, mil veces mejor, era estar sola. Su odio y desprecio por él no habían disminuido durante los largos meses de su compañía, y ahora que no le era posible devolverla a la civilización, le asustaba la idea de verle cada día. Y le temía. No confiaba en él; pero ahora había un extraño brillo en sus ojos que no estaba cuando le había visto por última vez. No sabía interpretarlo; lo único que sabía era que le inspiraba cierta aprensión, un temor innombrable.
—¿Has vivido mucho tiempo en la ciudad de A-lur? —preguntó él, hablando en la lengua de Pal-ul-don.
—¿Has aprendido esta lengua? —preguntó ella—. ¿Cómo?
—Tropecé con una banda de seminativos —respondió—, miembros de una raza proscrita que reside en el estrecho rodeado de rocas a través del que el río principal del valle desemboca en el pantano. Se llaman waz-ho-don y su aldea está hecha en parte de cuevas y en parte de casas excavadas en la roca blanda del pie del risco. Son muy ignorantes y supersticiosos, y cuando me vieron por primera vez y se dieron cuenta de que no tenía cola y de que mis manos y pies no eran como los suyos me tuvieron miedo. Creyeron que era dios o el demonio. Como me hallaba en una situación en que no podía ni escapar de ellos ni defenderme, hice un movimiento atrevido y logré impresionarles hasta el extremo de que me condujeron a su ciudad, a la que llaman Bu-lur, y allí me alimentaron y me trataron bien. Al aprender su lengua quise impresionarles cada vez más con la idea de que era un dios, y también lo conseguí; hasta que un viejo tipo que era algo así como un sacerdote o un hechicero se puso celoso de mi creciente poder. Eso fue el principio del fin y estuvo a punto de ser el final. Les dijo que si yo era un dios no sangraría si me clavaban un cuchillo; si sangraba eso demostraría que no era ningún dios. Sin que yo lo supiera cierta noche organizó la representación de la prueba ante toda la aldea; era una de esas numerosas ocasiones en que comen y beben por Jad-ben-Otho, su deidad pagana. Bajo la influencia de su infame licor estarían preparados para cualquier plan sangriento que el hechicero preparara. Una de las mujeres me habló del plan; no con la intención de advertirme del peligro, sino instigada simplemente por la curiosidad femenina en cuanto a si yo sangraría si me clavaban una daga. Al parecer, no podía esperar al momento de la prueba sino que quería saberlo enseguida; y cuando la atrapé intentando deslizar un cuchillo en mi costado la interrogué y me explicó todo el asunto con la mayor ingenuidad. Los guerreros ya habían empezado a beber; habría sido inútil efectuar cualquier clase de llamamiento a su intelecto o a sus supersticiones. No quedaba más que una alternativa a la muerte, la huida. Le dije a la mujer que estaba muy ofendido porque dudaban de mi divinidad y que como muestra de mi desaprobación iba a abandonarles a su sino.
»«¡Regresaré al cielo de inmediato!», exclamé. Ella quería quedarse para verme partir, pero le dije que sus ojos se quemarían por el fuego que rodearía mi partida y que debía marcharse enseguida y no volver allí hasta al menos pasada un hora. También le dije que si cualquier otro se acercaba a esta parte de la aldea en ese lapso de tiempo, no sólo ellos, sino también ella serían devorados por las llamas. Quedó muy impresionada y se marchó enseguida, diciendo que si en verdad me había ido al cabo de una hora ella y toda la aldea sabrían que yo era el propio Jad-ben-Ohto, y por tanto deben darme las gracias, pues te aseguro que me había ido mucho antes de que transcurriera una hora, ni me he aventurado a acercarme a la ciudad de Bu-lur desde entonces —y se echó a reír con unas carcajadas roncas que hicieron estremecer a la mujer.
Mientras Obergatz hablaba, Jane había recuperado la lanza del antílope muerto y empezó a despellejar al animal. El hombre no hizo ningún gesto de ayudarla, sino que se quedó de pie hablando y observándola, mientras se pasaba constantemente sus sucios dedos por el cabello y la barba. Tenía el rostro y el cuerpo cubiertos de terrones de barro e iba desnudo salvo por un pellejo desgarrado y manchado de grasa en la entrepierna. Sus armas consistían en un garrote y un cuchillo waz-don, que había robado en la ciudad de Bu-lur; pero lo que más preocupaba a la mujer, más que su suciedad o su armamento, eran su risa y la extraña expresión de sus ojos.
Sin embargo, prosiguió su tarea, separando las partes del gamo que quería, cogiendo sólo la carne que pudiera consumir antes de que se estropease, ya que no estaba suficientemente integrada en la jungla para saborearla en aquel escenario, y luego se irguió y se encaró al hombre.
—Teniente Obergatz —dijo—, por una casualidad de la vida hemos vuelto a encontrarnos. Seguramente tú no habrías buscado este encuentro más que yo. No tenemos nada en común aparte de los sentimientos que pueden haber sido engrendrados por mi natural desagrado y sospechas de ti, uno de los autores de toda la desdicha y tristeza que he soportado durante interminables meses. Este pequeño rincón del mundo es mío por derecho de descubrimiento y ocupación. Vete y déjame disfrutar aquí de la paz que pueda. Es lo mínimo que puedes hacer para compensar el mal que nos has hecho a mí y a los míos.
El hombre la miró un momento fijamente con sus ojos como de pez en silencio; luego brotó de sus labios una extraña carcajada sin alegría.
—¡Irme! ¡Dejarte sola! —exclamó—. Te he encontrado. Vamos a ser buenos amigos. No hay en el mundo nadie más que nosotros. Nadie sabrá jamás lo que hacemos o qué es de nosotros, y ahora me pides que me marche y viva solo en esta diabólica soledad.
Volvió a reírse, aunque ni los músculos de los ojos ni los de la boca reflejaban alegría alguna; era sólo un sonido hueco que imitaba la risa.
—Recuerda tu promesa —dijo ella.
—¡Promesa! ¡Promesa! ¿Qué son las promesas? Están hechas para incumplirlas; enseñamos eso al mundo en Lieja y Lovaina. ¡No, no! No me iré. Me quedaré y te protegeré.
—No necesito tu protección —insistió ella—. Ya has visto que sé utilizar la lanza.
—Sí —dijo él—, pero no estaría bien dejarte aquí sola… no eres más que una mujer. No, no; soy oficial del káiser y no puedo abandonarte.
Una vez más se echó a reír.
—Podríamos ser muy felices juntos —añadió.
La mujer no pudo reprimir un estremecimiento, ni, en realidad, trató de ocultar la profunda aversión que sentía.
—¿No te gusto? —preguntó—. Ah, bueno; qué pena. Pero algún día me amarás —y volvió a reír de aquel espantoso modo.
La mujer había envuelto los pedazos de gamo en el pellejo del animal; alzó el paquete y se lo echó al hombro. En la otra mano sostenía la lanza y se enfrentó al alemán.
—¡Vete! —ordenó—. Hemos malgastado demasiadas palabras. Esto es mío y lo defenderé. Si vuelvo a verte por aquí te mataré. ¿Lo entiendes?
Una expresión de ira deformó las facciones de Obergatz. Alzó su garrote y echó a andar hacia ella.
—¡Párate! —ordenó ella, echando la lanza hacia atrás para arrojársela—. Me has visto matar a este gamo y has dicho que nadie sabrá jamás lo que hacemos aquí. Junta esos dos hechos, alemán, y saca tus propias conclusiones antes de dar otro paso en mi dirección.
El hombre se detuvo y bajó el garrote.
—Vamos —le rogó en lo que pretendía ser un tono conciliador—. Seamos amigos, lady Greystoke. Podemos sernos de gran ayuda el uno al otro, y te prometo que no te haré daño.
—Recuerda Lieja y Lovaina —le recordó ella con una sonrisa—. Ahora me marcho; no me sigas. Toda la distancia que puedas recorrer en un día desde este lugar en cualquier dirección puedes considerarlo los límites de mi dominio. Si alguna vez vuelvo a verte dentro de estos límites, te mataré.
No cabía duda de que hablaba en serio y el hombre pareció convencido, pues se quedó de pie con expresión malhumorada mirándola marcharse y desaparecer de su vista tras un recodo del camino que cruzaba el vado en el que se habían encontrado.
EL SILENCIO DE LA NOCHE
E
N A-LUR las vicisitudes habían sido muchas. El grupo de guerreros leales a Ko-tan que Tarzán había conducido a la entrada del pasadizo secreto había encontrado el desastre. Su primer ataque fue recibido con palabras suaves de los sacerdotes. Les exhortaron a defender la fe de sus padres contra los blasfemos. Ja-don les era pintado como un profanador de templos, y era profetizada la ira de Jad-ben-Otho para aquellos que abrazaran su causa. Los sacerdotes insistían en que el único deseo de Lu-don era impedir que Ja-don se apoderara del trono hasta que fuera elegido un nuevo rey según las leyes de los ho-don.
El resultado fue que muchos de los guerreros de palacio se unieron a sus compañeros de la ciudad, y cuando los sacerdotes vieron que aquellos en los que podían influir sobrepasaban en número a los que permanecían leales al palacio, hicieron que los primeros cayeran sobre los segundos con la consecuencia de que muchos resultaron muertos y sólo unos pocos lograron llegar a la seguridad de las puertas de palacio, que se cerraron enseguida.
Los sacerdotes dirigieron sus propias fuerzas a través del pasadizo secreto hasta el templo, mientras algunos de los leales buscaban a Ja-don y le contaban todo lo sucedido. La pelea en el salón de banquetes se había extendido por el palacio y había desembocado en la derrota temporal de los que se oponían a Ja-don. Esta fuerza, aconsejada por segundos sacerdotes enviados con tal fin por Lu-don, se retiró dentro del recinto del templo, de modo que ahora el asunto estaba claramente definido como una lucha entre Ja-don por un lado y Lu-don por el otro.
Al primero le habían contado todo lo ocurrido en los aposentos de O-lo-a, de cuya seguridad se había ocupado en la primera oportunidad que tuvo, y también se enteró del papel que Tarzán había desempeñado para llevar a sus hombres al encuentro de los guerreros de Lu-don.