De pronto se abrieron las cortinas detrás de él. En dos rápidos saltos una ágil figura cruzó la habitación y, antes incluso de que el cuchillo de Bu-lot llegase a su objetivo, le agarraron la muñeca por detrás y un golpe terrible que le aplastó la base del cráneo le hizo caer, inerte, al suelo. Bu-lot, cobarde, traidor y asesino, murió sin saber quién le había golpeado.
Cuando Tarzán de los Monos saltó a la charca del pozo del
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en el templo de A-lur uno habría podido explicar su acto considerando que respondía a la necesidad ciega de autoconservación, para retrasar, aunque sólo fuera unos instantes, la inevitable tragedia en la que todos algún día debemos tener el papel protagonista; pero no, esos fríos ojos grises habían captado la única posibilidad de huida que el lugar y las circunstancias ofrecían: una pequeña parte del agua que relucía iluminada por la luz de la luna que penetraba a través de una pequeña abertura que había en el risco, en el extremo más alejado de la charca. Con rápidas y atrevidas brazadas nadó sabiendo que el agua en modo alguno detendría a su perseguidor. Y no lo hizo. Tarzán oyó el estruendo que hizo la bestia al zambullirse detrás de él; oía las aguas que eran removidas a medida que el monstruo avanzaba. Se estaba aproximando a la abertura… ¿sería suficientemente grande para que pasara su cuerpo? La parte que asomaba por encima de la superficie del agua sin duda no lo sería. Su vida, entonces, dependía de cuánto estuviera sumergida la abertura. Y ahora se hallaba directamente delante de él y el
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directamente detrás. No había alternativa, no había otra esperanza. El hombre-mono arrojó los últimos recursos de su grandiosa fuerza a las últimas brazadas, extendió las manos ante sí como un tajamar, se sumergió al nivel del agua y se lanzó hacia el agujero.
El desconcertado Lu-don echaba espuma por la boca cuando comprendió con qué limpieza la extranjera le había vuelto las tornas. Por supuesto él podía escapar del templo del Grujen el que el rápido ingenio de ella le había encarcelado temporalmente; pero durante ese intervalo, por breve que fuera, Ja-don encontraría tiempo para robarla del templo y entregarla a Ko-tan. No la tendría, eso el sumo sacerdote lo juró en el nombre de Jad-ben-Otho y todos los demonios de su fe. Odiaba a Ko-tan. En secreto había abrazado la causa de Mo-sar, en quien tendría una herramienta bien dispuesta. Quizás esto le daría la oportunidad que tanto tiempo había esperado: un pretexto para incitar la revuelta que destronara a Ko-tan y colocara a Mo-sar en el poder, siendo Lu-don el verdadero gobernador de Pal-ul-don. Se pasó la lengua por sus finos labios mientras buscaba la ventana por la que había entrado Tarzán y ahora única vía de escape de Lu-don. Avanzó con cautela por la estancia, a tientas, y cuando descubrió que la trampa estaba preparada para él, un feo rugido brotó de los labios del sacerdote.
—¡Ah, diablesa! —exclamó entre dientes—, pero pagará por ello, pagará… ¡Ah Jad-ben-Otho, cuánto pagará por la mala pasada que le ha hecho a Lu-don!
Salió arrastrándose por la ventana y fácilmente trepó hasta arriba. ¿Debía perseguir a Ja-don y a la mujer, arriesgándose a tener un encuentro con el fiero jefe, o esperaría la hora propicia hasta que la traición y la intriga cumplieran su designio? Eligió esta última solución, como cabía esperar de alguien como él.
Mientras se dirigía a sus aposentos reunió a varios de sus sacerdotes, a los que más gozaban de su confianza y que compartían sus ambiciones de poder absoluto del templo sobre el palacio; a todos los hombres que odiaban a Ko-tan.
—Ha llegado la hora —les dijo— en que la autoridad del templo debe ser colocada definitivamente por encima de la del palacio. Ko-tan debe ceder el sitio a Mo-sar, pues Ko-tan ha desafiado a vuestro sumo sacerdote. Ve, pues, Pan-sat, y convoca a Mo-sar en secreto en el templo, y vosotros id a la ciudad y preparad a los leales guerreros para que estén listos cuando llegue el momento.
Durante otra hora discutieron los detalles del golpe de estado que debía derrocar el gobierno de Pal-ul-don. Uno conocía a un esclavo que, cuando sonó la señal en el gong del templo, lanzaría un cuchillo al corazón de Ko-tan, por el precio de la libertad. Otro conocía personalmente a un oficial de palacio al que podía utilizar para obligar a este último a dejar entrar a un número de guerreros de Lu-don en diversas partes del palacio. Estando Mo-sar al frente, apenas parecía posible que el plan fracasara, y se separaron y cada uno fue a cumplir su misión inmediata, uno a palacio y el otro a la ciudad.
Cuando Pan-sat entró en los jardines de palacio se dio cuenta de que algo sucedía en el
pal-e-don-so
, y unos minutos más tarde Lu-don se sorprendió al verle regresar a los aposentos del sumo sacerdote, jadeante y excitado.
—¿Qué pasa ahora, Pan-sat? —preguntó Lu-don—. ¿Te persiguen los demonios?
—Oh, señor, nuestra hora ha llegado y se ha marchado mientras estábamos aquí sentados haciendo planes. Ko-tan ya está muerto y Mo-sar ha huido. Sus amigos están peleando con los guerreros del palacio pero no tienen jefe, mientras que Ja-don dirige a los otros. Sólo he podido enterarme de esto por unos esclavos asustados que habían huido al estallar la refriega. Uno me ha contado que Bu-lot ha asesinado al rey y que ha visto a Mo-sar y al asesino salir corriendo de palacio.
—Ja-don —masculló el sumo sacerdote—. Esos necios le harán rey si no actuamos enseguida. Ve a la ciudad, Pan-sat, ve volando y haz correr la voz de que Ja-don ha matado al rey y pretende arrebatar el trono a O-lo-a. Haz correr la voz como tú sabes hacerlo para difundir que Ja-don ha amenazado con destruir a los sacerdotes y arrojar los altares del templo al Jad-ben-lul. Despierta a los guerreros de la ciudad e incítales a atacar enseguida. Llévales al templo por el pasadizo secreto que sólo conocemos los sacerdotes y de allí los distribuiremos por el palacio antes de que se enteren de la verdad. Vete enseguida, Pan-sat; no te retrases ni un instante.
»Espera —gritó cuando el segundo sacerdote se volvía para salir del aposento—, ¿has visto u oído algo de la extrajera blanca que Ja-don ha robado del templo del
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donde la teníamos encarcelada?
—Sólo que Ja-don se la ha llevado a palacio donde ha amenazado a los sacerdotes con violencia si no le permitían pasar —respondió Pan-sat—. Esto es lo que me han dicho, pero dónde está escondida dentro de palacio no lo sé.
—Ko-tan había ordenado que la llevaran al Jardín Prohibido —dijo Lu-don—; sin duda la encontraremos allí. Y ahora, Pan-sat, vete.
En un corredor junto a la cámara de Lu-don, un sacerdote con una horrible máscara estaba apoyado cerca de la abertura con cortinas. Si estaba escuchando tenía que haber oído todo lo que dijeron Pan-sat y el sumo sacerdote, y que había escuchado era evidente por su apresurada retirada a las sombras de un pasadizo cercano cuando el segundo sacerdote cruzó la cámara hacia la puerta. Pan-sat siguió su camino ignorando la presencia cercana a la que estuvo a punto de rozar cuando se dirigía apresurado hacia el pasadizo secreto que va del templo de Jad-ben-Otho, muy por debajo del palacio, hasta la ciudad, ni percibió a la silenciosa criatura que le seguía los pasos.
Cogió a Jane por la cintura y la llevó forcejeando en sus brazos.
EL PASADIZO SECRETO
E
RA un
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desconcertado el que rugía rabioso mientras el cuerpo moreno de Tarzán, que cortaba las aguas iluminadas por la luna, se precipitaba por la abertura de la pared de la charca del
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al lago que había detrás. El hombre-mono sonrió al pensar en la relativa facilidad con que había desbaratado los planes del sumo sacerdote, pero su rostro se ensombreció de nuevo al recordar el grave peligro que amenazaba a su compañera. Su único objetivo ahora debía ser volver lo antes posible a la cámara donde la había visto por última vez, en el tercer piso del templo del
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, pero cómo iba a encontrar la forma de entrar de nuevo en el recinto del templo no era una cuestión de fácil solución.
A la luz de la luna el escarpado risco que se elevaba desde el agua junto a la costa (mucho más allá de los recintos del templo y el palacio) cerniéndose sobre él, era una barrera aparentemente infranqueable. Nadando cerca del risco rodeó la pared buscando diligente algún lugar donde agarrarse, por pequeño que fuera, en su lisa superficie. Por encima de él, fuera de su alcance, había numerosas aberturas, pero no disponía de medios para llegar hasta ellas. Sus esperanzas aumentaron al avistar una abertura a nivel del agua. Se hallaba justo enfrente y unas cuantas brazadas le llevaron a ella, brazadas cautelosas que no hicieron ningún ruido en el agua. En el lado más próximo de la abertura se detuvo e hizo un reconocimiento. No había nadie a la vista. Levantó su cuerpo con cuidado hasta el umbral de la entrada, su lisa piel tostada relucía a la luz de la luna al resbalarle el agua en pequeños regueros.
Ante él se extendía un lóbrego corredor, sin iluminar salvo por el débil resplandor de la difusa luz de la luna que penetraba a poca distancia de la abertura. Moviéndose con toda la rapidez que la precaución razonable le permitía, Tarzán siguió el corredor que entraba en las entrañas de la cueva. Había un brusco recodo y luego un tramo de escaleras en lo alto de las cuales otro corredor discurría paralelo a la cara del risco. Este pasadizo estaba débilmente iluminado por vacilantes fanales colocados en huecos de las paredes separados a considerable distancia. Un rápido examen mostró al hombre-mono numerosas aberturas a ambos lados del corredor y sus rápidos oídos captaron sonidos que indicaban que había otros seres no lejos de allí; dedujo que se trataba de sacerdotes, en alguno de los aposentos que daban al pasadizo.
Pasar inadvertido a través de este enjambre de enemigos parecía quedar fuera de lo posible. Debía buscar de nuevo un disfraz y, como sabía por experiencia la mejor manera de hacerlo, avanzó con sigilo por el corredor hacia la puerta más cercana. Igual que Numa, el león, acechando una presa, se dirigía con cautela aguzando el olfato hacia las colgaduras que le impedían ver el interior del aposento que había detrás. Unos instantes después su cabeza desapareció dentro, luego sus hombros y su pequeño cuerpo, y las colgaduras volvieron a colocarse en su lugar. Un momento más tarde se filtró al vacío corredor de fuera un breve y ahogado gorgoteo y de nuevo el silencio. Transcurrió un minuto; otro, y un tercero, y luego las colgaduras fueron apartadas a un lado y un sacerdote del templo de Jad-ben-Otho con una horrible máscara salió de una zancada al pasillo.
Avanzó con osados pasos y estaba a punto de torcer en la galería divergente cuando unas voces procedentes de una habitación a su izquierda le llamaron la atención. La figura se detuvo al instante, cruzó el corredor y se quedó con la oreja pegada a las pieles que le impedían ver a los ocupantes de la habitación y que éstos le vieran a él. Después se ocultó de nuevo en las sombras de la galería divergente e inmediatamente después las colgaduras tras las que había estado escuchando se abrieron y salió un sacerdote que rápidamente enfiló por el corredor principal. El oyente que se escondía esperó a que el otro hubiera ganado cierta distancia y entonces salió de su escondrijo y le siguió en silencio.
El corredor discurría paralelo a la cara del risco en una pequeña distancia y luego Pan-sat cogió un fanal de uno de los huecos de la pared y giró de pronto para entrar en un pequeño aposento a la izquierda. El otro le siguió con cautela a tiempo para ver los rayos de la vacilante luz débilmente visible desde una abertura que había en el suelo ante él. Allí encontró una serie de escalones, similares a los utilizados por los waz-don para escalar el risco e ir a sus cuevas, que conducían a un nivel inferior.
Satisfecho porque su guía proseguía su camino sin sospechar nada, el otro descendió detrás de él y continuó su sigilosa persecución. El pasadizo era ahora estrecho y bajo, apenas había espacio para un hombre alto de pie, y estaba interrumpido a menudo por tramos de escaleras que siempre iban hacia abajo. Los escalones de cada tramo raras veces eran más de seis y a veces sólo había uno o dos, pero en total el perseguidor imaginó que había descendido entre quince y dieciocho metros del nivel del corredor superior cuando el pasadizo terminó en un reducido aposento, a un lado del cual había un pequeño montón de escombros.
Pan-sat dejó su fanal en el suelo y se apresuró a poner a un lado los trozos de piedra quebrada, dejando con ello al descubierto una pequeña abertura en la base de la pared en cuyo lado opuesto parecía haber otra acumulación de escombros. Los apartó hasta que tuvo un agujero de tamaño suficiente para que su cuerpo pudiera pasar, dejó el fanal encendido en el suelo y luego el sacerdote se arrastró por la abertura que había hecho y desapareció de la vista del observador que se escondía en las sombras del estrecho pasadizo.
Sin embargo, en cuanto desapareció, el otro le siguió, encontrándose, tras pasar por el agujero, en un pequeño saliente a medio camino entre la superficie del lago y la cima del risco. El saliente formaba una acusada pendiente hacia arriba y terminaba en la parte trasera de un edificio que se erguía en el borde del risco y en el que el segundo sacerdote entró justo a tiempo para ver a Pan-sat introduciéndose en la ciudad.
Cuando este último dobló una esquina, el otro salla del umbral y echaba un rápido vistazo a los alrededores. Estaba satisfecho porque el sacerdote que le había guiado había servido a su propósito. Por encima de él, y quizás a unos noventa metros, las paredes blancas del palacio relucieron sobre el cielo al norte. El tiempo que había tardado en adquirir el conocimiento claro respecto al pasadizo secreto entre el templo y la ciudad no lo consideraba perdido, aunque maldecía cada instante que le impedía proseguir su principal objetivo. Sin embargo, le había parecido necesario ese conocimiento para que el atrevido plan que había urdido al oír la conversación entre Lu-don y Pan-sat tuviera éxito.