Solo contra una nación de enemigos sospechosos y medio salvajes, apenas podía tener esperanzas de conseguir un resultado satisfactorio del único gran problema del que dependían la vida y la felicidad de la criatura a la que más amaba. Por ella debía ganar aliados y con este fin había sacrificado estos momentos preciosos, pero ahora no perdió más tiempo tratando de entrar de nuevo en el recinto de palacio para buscar a su amor perdido.
No tuvo ninguna dificultad en pasar por delante de los guardias de la entrada del palacio pues, como había supuesto, su disfraz de sacerdote eliminaba toda sospecha. Cuando se acercó a los guerreros mantuvo las manos atrás y dejó en manos del destino el que la débil luz de la única antorcha que estaba situada junto al umbral de la puerta no revelara sus pies, que no eran los de un pal-ul-doniano. En realidad, estaban tan acostumbrados a las idas y venidas de los sacerdotes que apenas le prestaron atención y entró en el recinto de palacio sin un momento de retraso.
Su objetivo ahora era el Jardín Prohibido y poco le costó llegar allí, aunque había decidido entrar por encima de la pared en lugar de arriesgarse a despertar sospechas por parte de los guardias de la entrada interior, ya que no se le ocurrió ninguna razón por la que un sacerdote quisiera entrar allí a altas horas de la noche.
Encontró el jardín desierto, y tampoco vio señales de aquella a la que buscaba. Se había enterado por la conversación entre Lu-don y Pan-sat de que la habían llevado allí, y estaba seguro de que no hubo ni tiempo ni oportunidad de que el sumo sacerdote la sacara del recinto de palacio. Él sabía que el jardín estaba dedicado exclusivamente al uso de la princesa y sus mujeres, y era razonable suponer por lo tanto que si hubieran llevado a Jane a ese jardín sólo había podido ser por una orden de Ko-tan. Si era así, lo natural era suponer que la encontraría en alguna otra parte de los aposentos de O-lo-a.
Dónde estaban éstos sólo podía conjeturarlo, pero parecía razonable creer que se encontrarían contiguos al jardín; así que una vez más escaló el muro, lo rodeó y dirigió sus pasos hacia la entrada que juzgó debía de conducir a la parte de palacio más próxima al Jardín Prohibido.
Para su sorpresa vio que no había guardias en el lugar y luego llegó a sus oídos, procedente de un aposento interior, el sonido de voces airadas y excitadas. Guiado por el ruido cruzó a toda prisa varios corredores y cámaras hasta que estuvo ante las colgaduras que le separaban de la estancia de la que procedían los ruidos de un altercado. Apartando un poco las pieles miró dentro. Había dos mujeres peleando con un guerrero ho-don. Una era la hija de Ko-tan y la otra Pan-at-lee, la kor-ul-ja.
En el momento en que Tarzán apartó las colgaduras, el guerrero arrojó perversamente a O-lo-la al suelo y cogió a Pan-at-lee por el pelo, sacó su cuchillo y lo levantó por encima de la cabeza de la muchacha. El hombre-mono se quitó el molesto tocado del sacerdote muerto y de un salto salvó el espacio que quedaba entre él y el bruto, agarró a éste por detrás y le asestó un golpe terrible.
Cuando el hombre cayó hacia adelante, muerto, las dos mujeres reconocieron a Tarzán al mismo tiempo. Pan-at-lee se hincó de rodillas y le habría besado los pies si él, con un gesto de impaciencia, no le hubiera ordenado que se levantara. No tenía tiempo para escuchar sus palabras de gratitud o responder a las numerosas preguntas que sabía pronto saldrían de aquellas dos bocas femeninas.
—Decidme —dijo—, ¿dónde está la mujer de mi raza a quien Ja-don ha traído del templo?
—Hace un momento que se ha ido —exclamó O-loa—. Mo-sar, el padre de esta cosa —y señaló el cuerpo de Bu-lot con un dedo desdeñoso— la ha cogido y se la ha llevado.
—¿Por dónde? —preguntó—. Decidme enseguida en qué dirección se la ha llevado.
—Por allí —gritó Pan-at-lee, señalando el umbral por el que Mo-sar se había marchado—. Se habrían llevado a la princesa y a la mujer extranjera a Tu-lur, la ciudad de Mo-sar junto al lago Oscuro.
—Iré a buscarla —dijo a Pan-at-lee—, es mi compañera. Y si sobrevivo encontraré la manera de liberarte a ti también y devolverte a Om-at.
Antes de que la muchacha pudiera responder él había desaparecido tras las colgaduras de la puerta. El pasillo por el que corrió estaba mal iluminado y, como casi todos los de su clase en la ciudad Ho-don, serpenteaba a un lado y a otro y subía y bajaba, pero por fin terminó de pronto tras un recodo que le llevó a un patio lleno de guerreros, una parte de la guardia de palacio que acababa de ser convocada por uno de los jefes inferiores de palacio para unirse a los guerreros de Ko-tan en la batalla que se estaba librando en el salón de banquetes.
Al ver a Tarzán, que en su prisa había olvidado recuperar su tocado, se alzó un fuerte grito.
—¡Blasfemo! ¡Profanador del templo! —gritaban las salvajes gargantas, y mezclados con estas palabras se oía a unos pocos que gritaban: «¡Dor-ul-Otho!», lo que ponía de manifiesto que algunos de entre ellos aún se empeñaban en creer en su divinidad.
Cruzar el patio armado sólo con un cuchillo, frente a esta turba de luchadores salvajes, parecía, incluso para el gigantesco hombre-mono, algo imposible de conseguir. Tenía que utilizar su ingenio y además hacerlo deprisa, pues los hombres se estaban cerrando sobre él. Habría podido dar media vuelta y huir por el corredor, pero huir ahora, incluso ante la pura necesidad, le retrasaría en su persecución de Mo-sar y su compañera.
—¡Basta! —gritó, levantando la palma de la mano ante ellos—. Soy el Dor-ul-Otho y he venido a vosotros con una palabra de Ja-don, quien según la voluntad de mi padre debe ser vuestro rey ahora que Ko-tan ha muerto. Lu-don, el sumo sacerdote, ha planeado capturar el palacio y destruir a los leales guerreros para que Mo-sar pueda ser rey; Mo-sar, que será la herramienta y la criatura de Lu-don. Seguidme. No hay tiempo que perder si queréis impedir que los traidores a los que Lu-don ha organizado en la ciudad entren en palacio por un pasadizo secreto y subyuguen a Ja-don y al grupo de leales que están allí.
Por un momento vacilaron. Al fin uno habló.
—¿Qué garantía tenemos —preguntó— de que no eres tú quien nos traicionará y, alejándonos ahora de la pelea en el salón de banquetes, hará que los que luchen al lado de Ja-don sean derrotados?
—Mi vida será vuestra garantía —respondió Tarzán—. Si descubrís que no he dicho la verdad sois un número suficiente para ejecutar sobre mí cualquier castigo que deseéis. Pero vamos, no hay tiempo que perder. Los sacerdotes inferiores ya están reuniendo a sus guerreros en la ciudad.
Y sin esperar ninguna otra respuesta se dirigió a grandes pasos hacia ellos en dirección a la puerta, situada al otro lado del patio, que conducía a la entrada principal del palacio. Más lentos mentalmente que él, se vieron barridos por su mayor iniciativa y aquel poder autoritario inherente a los líderes natos. Y así pues siguieron al gigantesco hombre-mono que arrastraba detrás de sí una cola muerta; un semidios donde otro habría sido ridículo.
Les condujo a la ciudad y hacia el modesto edificio que ocultaba el pasadizo secreto de Lu-don que iba de la ciudad al templo, y cuando doblaron el último recodo vieron ante ellos un grupo de guerreros que aumentaba de tamaño rápidamente a medida que los traidores de A-lur, movilizados ante la llamada de los sacerdotes, acudían procedentes de todas partes.
—Has dicho la verdad, extranjero —dijo el jefe que marchaba al lado de Tarzán—, pues ahí están los guerreros con los sacerdotes, como nos has dicho.
—Y ahora que he cumplido mi promesa —replicó el hombre-mono—, iré tras Mo-sar, quien me ha hecho mucho daño. Dile a Ja-don que Jad-ben-Otho está de su lado, y no olvides decirle también que ha sido el Dor-ul-Otho quien ha frustrado los planes de Lu-don de apoderarse del palacio.
—No lo olvidaré —respondió el jefe—. Sigue tu camino. Nosotros somos suficientes para vencer a los traidores.
—Dime —pidió Tarzán—, ¿cómo conoceré la ciudad de Tu-lur?
—Está en la costa sur del segundo lago que está bajo A-lur —respondió el jefe—, el lago que se llama Jad-in-lul.
Ahora se acercaban a la banda de traidores, que evidentemente creían que se trataba de otro contingente de su propia facción, ya que no hicieron ningún esfuerzo ni para defenderse ni para retirarse. De pronto el jefe alzó la voz lanzando un salvaje grito de guerra que fue imitado por sus seguidores, y simultáneamente, como si el grito fuera una orden, el grupo entero emprendió un enloquecido ataque a los sorprendidos rebeldes.
Satisfecho con el resultado del plan que había concebido y seguro de que tendría efectos negativos para Lu-don, Tarzán torció por una calle lateral y dirigió sus pasos hacia las afueras de la ciudad en busca del rastro que le llevaría en dirección sur, hacia Tu-lur.
POR JAD-BAL-LUL
M
IENTRAS Mo-sar se llevaba a Jane Clayton del palacio de Ko-tan, el rey, la mujer forcejeaba sin cesar para recuperar su libertad. Él intentó obligarla a andar, pero pese a sus amenazas e insultos ella no quería dar un solo paso voluntariamente en la dirección en que él deseaba que fuera. En cambio ella se arrojaba al suelo cada vez que él intentaba ponerla de pie, y así pues se vio obligado a acarrearla aunque al final le ató las manos y la amordazó para ahorrarse él mismo más heridas, pues la belleza y esbeltez de la mujer engañaban respecto a su fuerza y valor. Cuando por fin llegó a donde sus hombres se habían reunido se alegró de entregarla a un par de fornidos guerreros, pero éstos también se vieron forzados a acarrearla ya que el miedo de Mo-sar a la venganza de los partidarios de Ko-tan no permitía retraso alguno.
Y así salieron de las colinas en las que está excavada A-lur hacia las praderas que bordean el extremo inferior del Jad-ben-lul; llevaban a Jane Clayton entre dos hombres de Mo-sar. En la orilla del lago se encontraba una flota de resistentes canoas, hechas con troncos de árboles vaciados, en cuyas popas y proas estaban talladas grotescas figuras de fieras y aves y pintadas de vivos colores por algún maestro de esa escuela de arte primitivo, que afortunadamente no carece de partidarios en la actualidad.
Los guerreros arrojaron a su cautiva a la popa de una de estas canoas a una señal de Mo-sar, quien se acercó y se quedó junto a ella mientras los guerreros ocupaban sus lugares en las canoas y elegían sus remos.
—Ven, hermosa —dijo—, seamos amigos y no sufrirás ningún daño. Verás que Mo-sar es un amo bueno si haces lo que él te dice —y para causarle buena impresión le quitó la mordaza de la boca y las ligaduras de las muñecas, pues sabía que no podía escapar ya que estaba rodeada de guerreros y después, cuando dejaran el lago, se hallaría tan prisionera tan a salvo como si estuviera entre rejas.
La flota partió con el acompañamiento de los suaves chapoteos de un centenar de remos, para seguir las tortuosidades de los ríos y lagos a través de los que las aguas del valle de Jad-ben-Otho desembocan en el gran pantano del sur. Los guerreros, con una rodilla al suelo, iban de cara a la proa y en la última canoa Mo-sar, cansado de sus infructuosos intentos de conseguir respuestas de su hostil cautiva, se acuclilló en el suelo de la canoa con la espalda vuelta hacia ella y apoyó la cabeza en el borde, tratando de dormir.
Avanzaron en silencio entre las orillas cargadas de vegetación del pequeño río a través del cual se vaciaban las aguas de Jad-ben-lul; ora a la luz de la luna, ora en densa sombra donde grandes árboles colgaban sobre el río, y al fin en las aguas de otro lago, cuyas negras orillas parecían lejanas bajo la extraña influencia de una noche con luna.
Jane Clayton permanecía sentada alerta en la popa de la última canoa. Durante meses había estado en constante vigilancia, primero prisionera de una cruel raza y ahora prisionera de otra. Desde aquel lejano día en que el capitán Fritz Schneider y su banda, formada por tropas alemanas nativas, había llevado a cabo la obra del káiser de rapiña y destrucción del bungaló de los Greystoke y se la había llevado a ella cautiva, no había tenido un respiro de libertad. Atribuía el hecho de haber sobrevivido ilesa a los incontables peligros por los que había pasado únicamente a la beneficencia de una providencia bondadosa y vigilante.
Al principio la habían retenido por orden del Alto Mando Alemán por su valor como rehén, y durante esos meses no fue sometida ni a penalidades ni opresión; pero cuando los alemanes fueron presionados para poner fin a su fracasada campaña en África oriental habían decidido llevarla más al interior, y ahora había un elemento de venganza en sus motivos, ya que debía de resultar evidente que ella ya no poseía ningún valor militar.
Amargados estaban en verdad los alemanes con su compañero medio salvaje que astutamente les había irritado y molestado con una diabólica persistencia e ingenuidad, que había producido una perceptible pérdida de moral en el sector elegido para sus operaciones
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. Tenían que cargarle con la vida de ciertos oficiales a los que había matado con sus propias manos, y una sección entera de trincheras que había hecho posible un movimiento desastroso por parte de los británicos. Tarzán los superaba en todos los aspectos. Había pagado astucia con astucia y crueldad con crueldades hasta el punto que le temían y odiaban su nombre. La astuta estratagema que habían empleado al destruir su hogar, asesinando a sus criados y disfrazando el secuestro de su esposa para hacerle creer que la habían matado, la habían lamentado un millar de veces, pues un millar de veces habían pagado el precio de su insensata crueldad, y ahora, incapaces de vengarse directamente en él, estaban dispuestos a causar más sufrimiento a su compañera.
Al enviarla al interior para evitar el camino de los británicos victoriosos habían elegido para escoltarla al teniente Erich Obergatz, que fue segundo en el mando de la compañía de Schneider y el único de sus oficiales que escapó a la venganza del hombre-mono. Durante largo tiempo Obergatz la había retenido en una aldea nativa, cuyo jefe aún se hallaba bajo el dominio del miedo a los crueles opresores alemanes. Mientras permaneció allí sólo experimentó penalidades e incomodidades, ya que el propio Obergatz estaba presionado bajo las órdenes de su distante superior, pero a medida que pasaba el tiempo la vida en la aldea se convirtió en un verdadero infierno de crueldades y opresiones practicadas por el arrogante prusiano sobre los aldeanos y los miembros de su mando nativo, pues el tiempo pendía pesadamente sobre las manos del teniente, y con la ociosidad combinada con las incomodidades personales que se veía obligado a soportar, su no demasiado agradable temperamento halló salida, primero en pequeñas interferencias con los jefes y más tarde en la práctica de absolutas crueldades con ellos.