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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el terrible (36 page)

BOOK: Tarzán el terrible
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Los minutos transcurrieron lentamente y se convirtieron en horas. Le llegaron débiles sonidos como de hombres gritando a gran distancia. Se estaba desarrollando la batalla. Se preguntó si Ja-don saldría vencedor y, en ese caso, ¿le descubrirían sus amigos en esta cámara secreta en las entrañas de la colina? Lo dudaba.

Volvió a mirar hacia la abertura del techo y le pareció que había algo colgando del centro. Se acercó un poco y aguzó la vista. Sí, allí había algo. Daba la impresión de ser una cuerda. Tarzán se preguntó si había estado allí todo el rato. Debía de ser así, razonó, ya que no había oído ningún ruido procedente de arriba y estaba tan oscuro allí dentro que fácilmente podía haberlo pasado por alto.

Acercó la mano. El extremo se hallaba justo a su alcance. Se colgó de ella para saber si aguantaría su peso. Luego la soltó y retrocedió, sin dejar de observar la cuerda, como hacen los animales tras investigar algún objeto desconocido, una de las pequeñas características que diferenciaba a Tarzán de los otros hombres y que acentuaba su similitud con las bestias salvajes de su jungla nativa. Una y otra vez tocó y probó la cuerda de cuero trenzado, y cada vez escuchó por si oía algún ruido arriba.

Tuvo mucho cuidado de no pisar la trampilla en ningún momento, y cuando por fin se colgó con todo su peso de la cuerda y separó los pies del suelo, los mantuvo separados para que si se caía lo hiciera a horcajadas de la trampilla. La cuerda le sostuvo. Arriba no se oía nada, ni tampoco debajo de la trampilla.

Muy despacio y con gran cautela se impulsó hacia arriba trepando por la cuerda. Cada vez estaba más cerca del techo. En un momento sus ojos estarían por encima del nivel del suelo del piso superior. Ya sus brazos extendidos se introducían en la cámara superior cuando de pronto algo se cerró sobre sus antebrazos, inmovilizándole con fuerza y dejándole colgado en el aire, incapaz de avanzar o de retroceder.

Inmediatamente apareció una luz en la habitación de arriba y entonces vio la espantosa máscara de un sacerdote que le miraba a través de ella. El sacerdote llevaba en las manos unas correas de cuero y ató con ellas las muñecas y los antebrazos de Tarzán hasta que estuvieron completamente atados desde los codos hasta casi los dedos. Detrás del sacerdote Tarzán vio entonces a otros, y pronto varios de ellos le agarraron y le hicieron salir por el agujero.

Casi en el instante en que sus ojos se encontraron por encima del nivel del suelo comprendió cómo le habían atrapado. Había dos nudos corredizos alrededor de la abertura que daba a la celda de abajo. En el extremo de cada una de estas cuerdas, en lados opuestos de la cámara, esperaba un sacerdote. Cuando hubo trepado a suficiente altura y sus brazos estuvieron dentro de los lazos, los dos sacerdotes tiraron deprisa de sus cuerdas y le hicieron cautivo fácilmente, sin darle oportunidad de defenderse o causar algún daño a sus capturadores.

Le ataron las piernas de los tobillos a las rodillas, le levantaron del suelo y le sacaron de la cámara. No le dijeron una sola palabra mientras lo llevaban al patio del templo.

El fragor de la batalla se había reanudado, pues Ja-don animaba a sus guerreros a renovar sus esfuerzos. Ta-den no había llegado y las fuerzas del viejo jefe ponían de manifiesto en sus menores esfuerzos su creciente desmoralización, y entonces fue cuando los sacerdotes llevaron a Tarzán-jad-guru al tejado del palacio y le exhibieron a la vista de los guerreros de ambas facciones.

—Aquí está el falso Dor-ul-Otho —gritó Lu-don.

Obergatz, cuya mente destrozada no había comprendido plenamente el significado de lo que estaba ocurriendo, echó una mirada indiferente al prisionero atado e indefenso, y cuando sus ojos se toparon con las nobles facciones del hombre-mono, se abrieron de par en par a causa del asombro y el miedo, y su semblante pálido se volvió de un azul enfermizo. Una sola vez había visto a Tarzán de los Monos, pero muchas veces había soñado que le veía, y siempre el gigantesco hombre-mono se vengaba de las atrocidades que habían cometido con él y los suyos las despiadadas manos de los tres oficiales alemanes que dirigieron las tropas nativas en el saqueo del pacífico hogar de Tarzán. El capitán Fritz Schneider había pagado el castigo de sus innecesarias crueldades; el subteniente Von Goss también lo había pagado; y ahora Obergatz, el último de los tres, se hallaba cara a cara con la
Némesis
que le había perseguido en sueños durante largos y extenuantes meses. Que estuviera atado e indefenso no disminuía el terror del alemán; parecía no comprender que el hombre no podía hacerle ningún daño. Se quedó de pie, encogiéndose de miedo, y Lu-don lo vio y le llenó de aprensión el que los otros le vieran y al verlo comprendieran que este idiota bigotudo no era ningún dios, y que de los dos Tarzán-jad-guru era el que ofrecía una figura menos divina. El sumo sacerdote ya notaba que algunos de los guerreros de palacio que se hallaban cerca susurraban entre sí y señalaban. Se acercó un poco a Obergatz.

—¡Tú eres Jad-ben-Otho —le dijo en un susurro—, denúnciale!

El alemán se estremeció. La mente se le quedó en blanco salvo por este gran terror y las palabras del sumo sacerdote le dieron la llave de la seguridad.

—¡Soy Jad-ben-Otho! —gritó.

Tarzán le miró a los ojos.

—Eres el teniente Obergatz del ejército alemán —dijo en excelente alemán—. Eres el último de los tres a los que tanto tiempo llevo buscando y en tu pútrido corazón sabes que Dios no nos ha reunido por fin para nada.

La mente del teniente Obergatz por fin funcionaba clara y rápidamente. También él vio la expresión interrogadora en los rostros de algunos de los que les rodeaban. Vio a los guerreros de ambas ciudades de pie junto a la puerta, inactivos; todos los ojos fijos en él y en la figura inmovilizada del hombre-mono. Se dio cuenta de que la indecisión ahora significaba la ruina, y la ruina, la muerte. Alzó la voz hasta un tono agudo y ladrador, típico de un oficial prusiano tan diferente de sus anteriores gritos maníacos, lo que llamó la atención de todos los oídos y provocó una expresión de asombro en el rostro astuto de Lu-don.

—Soy Jad-ben-Otho —espetó Obergatz—. Esta criatura no es hijo mío. Como lección para todos los blasfemos, morirá en el altar a manos del dios al que ha profanado. Apartadlo de mi vista, y cuando el sol se halle en el cenit dejad que los fieles se congreguen en el templo y sean testigos de la ira de esta mano divina —y mantuvo en alto la mano derecha.

Los que habían traído a Tarzán se lo llevaron como Obergatz había ordenado, y el alemán se volvió una vez más a los guerreros situados junto a la puerta.

—Arrojad vuestras armas, guerreros de Ja-don —gritó—, o dejaré caer mis rayos para que os destruyan ahí donde estéis. Los que hagan lo que les pido serán perdonados. ¡Vamos! ¡Arrojad las armas!

Los guerreros de Ja-don se rebulleron inquietos, lanzando miradas suplicantes a su jefe y de aprensión hacia las figuras situadas sobre el tejado de palacio. Ja-don se adelantó entre sus hombres.

—Que los cobardes y los bellacos arrojen sus armas y entren en palacio —gritó—, pero jamás Ja-don y los guerreros de Ja-lur bajarán la frente a los pies de Lu-don y su falso dios. Decidid ahora —instó a sus seguidores.

Unos cuantos arrojaron sus armas y con expresión sumisa cruzaron la puerta para entrar en palacio, y animados por el ejemplo de éstos, otros se unieron a la deserción del viejo jefe del norte, pero la mayoría de sus guerreros permanecieron fieles a su alrededor, y cuando el último cobarde hubo dejado sus filas, Ja-don emitió el grito salvaje con que incitaba a sus seguidores al ataque; una vez más la batalla estalló cerca de la puerta de palacio.

A veces las fuerzas de Ja-don empujaban a los defensores hacia el interior del recinto de palacio y luego la ola de combatientes retrocedía y franqueaba de nuevo la puerta hacia la ciudad. Y aun así Ta-den y los refuerzos no llegaban. Se estaba acercando el mediodía. Lu-don había reunido dentro del templo a todos los hombres disponibles que no eran necesarios para la defensa de la puerta y los envió, acaudillados por Pan-sat, a la ciudad por el pasadizo secreto, y allí cayeron sobre las fuerzas de Ja-don por la retaguardia mientras los que estaban en la puerta los machacaban por la parte delantera.

Atacado por dos lados por una fuerza ampliamente superior, el resultado era inevitable, y por fin lo que quedaba del pequeño ejército de Ja-don capituló y el viejo jefe fue hecho prisionero ante Lu-don.

—Llevadle al patio del templo —ordenó el sumo sacerdote—. Presenciará la muerte de su cómplice y quizá Jad-ben-Otho emita una sentencia similar para él también.

El patio interior del templo estaba abarrotado de gente. A ambos lados del altar occidental se encontraban Tarzán y su compañera, atados e indefensos. Los ruidos de la batalla habían cesado y el hombre-mono vio cómo conducían a Ja-don al patio interior, las muñecas atadas con fuerza. Tarzán volvió sus ojos a Jane e hizo una seña afirmativa en dirección a Ja-don.

—Parece que esto es el fin —dijo con voz suave—. Él era nuestra última y única esperanza.

—Al fin nos hemos encontrado tú y yo, John —replicó ella—, y hemos pasado juntos nuestros últimos días. Mi última plegaria ahora es que si se te llevan a ti no me dejen a mí.

Tarzán no respondió a esto pues su corazón albergaba el mismo amargo pensamiento: no el miedo de que le mataran a él sino de que no la mataran a ella. El hombre-mono forcejeó con sus ataduras, pero eran demasiadas y demasiado fuertes. Un sacerdote que estaba cerca de él lo vio y con una estridente carcajada pegó al indefenso hombre-mono en la cara.

—¡Bruto! —exclamó Jane Clayton.

Tarzán sonrió.

—No es la primera vez que me golpean así, Jane —dijo—, y siempre el que me ha golpeado ha muerto.

—¿Aún tienes esperanzas? —preguntó.

—Aún estoy vivo —dijo como si eso fuera respuesta suficiente.

Ella era una mujer y no tenía el valor de este hombre que no conocía el miedo. En el fondo de su corazón sabía que él moriría en el altar a mediodía, pues él le había comunicado, ya en el patio interior, la sentencia de muerte que Obergatz había emitido contra él, y también sabía que Tarzán sabía que él moriría, pero que era demasiado valiente para admitirlo incluso ante sí mismo. Cuando le vio allí de pie, tan erguido, maravilloso y valiente entre sus salvajes capturadores, el corazón de la mujer protestó por la crueldad del destino. Parecía un error muy grande y espantoso que aquella magnífica criatura, ahora tan exuberante de vida, fuerza y determinación, tuviera que convertirse en nada más que un montón de huesos ensangrentados; y todo tan inútilmente. De buena gana habría ofrecido su vida por la de él, pero sabía que sería una pérdida de tiempo, puesto que sus capturadores no les infligirían lo que tenían planeado: para él la muerte; para ella… se estremeció al pensarlo.

Y entonces llegaron Lu-don y Obergatz desnudo, y el sumo sacerdote condujo al alemán a su sitio detrás del altar, quedándose él de pie a su izquierda. Lu-don susurró una palabra a Obergatz, al tiempo que hacía un gesto de asentimiento en dirección a Ja-don. El teutón lanzó una mirada ceñuda al viejo guerrero.

—Y después del falso dios —grito—, el falso profeta —y señaló con un dedo acusador a Ja-don. Luego sus ojos se posaron en Jane Clayton.

—¿Y la mujer también? —preguntó Lu-don.

—El caso de la mujer lo atenderé más tarde —respondió Obergatz—. Hablaré con ella esta noche, cuando haya meditado sobre las consecuencias que puede tener el despertar la ira de Jad-ben-Otho.

Elevó los ojos hacia el sol.

—Se acerca el momento —dijo dirigiéndose a Lu-don—. Prepara el sacrificio.

Lu-don hizo una seña afirmativa a los sacerdotes que estaban reunidos en torno a Tarzán. Cogieron al hombre-mono y lo levantaron hasta el altar donde le dejaron de espaldas con la cabeza en el extremo sur del monolito, pero a poca distancia de donde se encontraba Jane Clayton. Impulsivamente, y antes de que pudieran contenerla, la mujer se abalanzó hacia él e inclinándose rápidamente besó a su compañero en la frente.

—Adiós, John —susurró.

—Adiós —respondió él, sonriendo.

Los sacerdotes la agarraron y se la llevaron a rastras. Lu-don entregó el cuchillo del sacrificio a Obergatz.

—Soy el Gran Dios —gritó el alemán—. ¡Que la ira divina caiga sobre todos mis enemigos!

Alzó los ojos al sol y luego levantó el cuchillo por encima de su cabeza.

—¡Así mueren los blasfemos! —gritó, y en el mismo instante sonó una nota aguda por encima de la silenciosa multitud hechizada. Se oyó un estridente silbido en el aire y Jad-ben-Otho se derrumbó sobre el cuerpo de su pretendida víctima. Volvió a oírse el mismo ruido alarmante y Lu-don cayó, un tercero y Mo-sar se desplomó al suelo. Los guerreros y la gente localizaron la dirección de este sonido nuevo y desconocido, y se volvieron hacia el extremo occidental del patio. En lo alto de la pared del templo vieron dos figuras: un guerrero ho-don y a su lado una criatura semidesnuda de la raza de Tarzán-jad-guru, que llevaba en bandolera y alrededor de la cintura unas extrañas correas anchas llenas de bonitos cilindros que relucían bajo el sol de mediodía, y en sus manos tenía una cosa de madera y metal de cuyo extremo surgía un fino reguero de humo gris azulado.

La voz del guerrero ho-don resonó con claridad a los oídos de la silenciosa multitud.

—Así habla el verdadero Jad-ben-Otho —gritó—, a través de su Mensajero de la Muerte. Desatad a los prisioneros. Desatad al Dor-ul-Otho y a Ja-don, rey de Pal-ul-don, y a la mujer que es la compañera del hijo de dios.

Pan-sat, con el frenesí del fanatismo, vio el poder y la gloria del régimen al que había servido derrumbado y desaparecido. A uno solo atribuía la culpa del desastre que acababa de abrumarle. Era la criatura que yacía sobre el altar del sacrificio quien había llevado a Lu-don a la muerte y desmoronado los sueños de poder que día a día habían ido minando el cerebro del segundo sacerdote. El cuchillo del sacrificio se encontraba sobre el altar donde había caído de la mano muerta de Obergatz. Pan-sat se acercó con sigilo y entonces se abalanzó de repente y cogió el mango del cuchillo, y en el momento mismo en que sus dedos quedaban suspendidos en el aire, la extraña cosa en manos de la criatura extranjera encaramada al muro del templo exhaló su estridente palabra aciaga y Pan-sat, el segundo sacerdote, lanzando un grito, cayó de espaldas sobre el cuerpo muerto de su señor.

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