Tarzán el terrible (32 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el terrible
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Ante el rústico refugio construido entre las ramas se detuvo a escuchar. Procedente del interior llegó a su sensible olfato el mismo delicado aroma que había detenido su atención en aquel pequeño arroyo a poco más de un kilómetro de distancia. Se puso en cuclillas sobre una rama junto a la pequeña puerta.

—Jane —llamó—, amor de mis amores, soy yo.

La única respuesta que le llegó desde dentro fue el ruido de alguien que de pronto contenía el aliento, un medio jadeo y medio suspiro, y el ruido de un cuerpo que caía al suelo. Tarzán se apresuró a buscar la forma de liberar las ataduras que sujetaban la puerta, pero estaban atadas desde el interior, y al fin, impaciente, cogió la frágil barrera con una gigantesca mano y con un solo esfuerzo la desgarró por completo. Entró y vio el cuerpo aparentemente sin vida de su compañera tirado en el suelo.

La cogió en sus brazos; el corazón de ella latía; aún respiraba, y entonces él se dio cuenta de que sólo se había desmayado.

Cuando Jane Clayton recobró el conocimiento se encontró estrechada con fuerza por dos fuertes brazos, la cabeza apoyada en el ancho hombro donde antes tan a menudo había calmado sus temores y consolado sus tristezas. Al principio no estaba segura de que no fuera un sueño. Tímidamente le acercó la mano a la mejilla.

—John —murmuró—, dime, ¿eres tú realmente?

Como respuesta él la atrajo más hacia sí.

—Lo soy —respondió—. Pero tengo algo en la garganta —dijo vacilante— que me impide hablar con facilidad.

Ella sonrió y se acurrucó junto a él.

—Dios ha sido bueno con nosotros, Tarzán de los Monos —dijo.

Durante un rato ninguno de los dos habló. Les bastaba estar juntos y que cada uno supiera que el otro estaba vivo y a salvo. Pero al fm recuperaron la voz y cuando salió el sol aún estaban charlando, tanto tenían que contarse, tantas preguntas que hacerse.

—Y Jack —preguntó ella—, ¿dónde está?

—No lo sé —respondió Tarzán—. Lo último que supe de él es que estaba en el frente de Argona.

—Entonces nuestra felicidad no es completa —dijo ella con una leve nota de tristeza en la voz.

—No —coincidió él—, pero actualmente ocurre lo mismo en innumerables hogares ingleses, y en ellos el orgullo está aprendiendo a ocupar el lugar de la felicidad.

Ella meneó la cabeza.

—Yo quiero a mi chico —dijo.

—Y yo también —convino Tarzán—, y quizás aún lo tengamos. Lo último que supe era que estaba sano y salvo. Y ahora —prosiguió—, debemos planear nuestro regreso. ¿Te gustaría reconstruir la cabaña y reunir a los waziri que queden, o preferirías regresar a Londres?

—Sólo quiero encontrar a Jack —respondió ella—. Siempre sueño con la cabaña y nunca con la ciudad pero, John, sólo podemos soñar, pues Obergatz me dijo que había dado la vuelta a toda esta región y no había encontrado ningún sitio por donde cruzar el pantano.

—Yo no soy Obergatz —le recordó Tarzán, sonriendo—. Hoy podemos descansar, y mañana partiremos hacia el norte. Es una región salvaje, pero la hemos cruzado una vez y podemos volver a hacerlo.

Y así, a la mañana siguiente, el tarmangani y su compañera emprendieron viaje a través del valle de Jad-ben-Otho; al frente tenían hombres fieros y bestias salvajes, y las elevadas montañas de Pal-ul-don, y detrás de las montañas los reptiles y el pantano, y detrás la árida estepa cubierta de espinos y otras bestias salvajes y kilómetros y kilómetros de hostil tierra virgen que les separaban de las ruinas carbonizadas de su hogar.

El teniente Obergatz se arrastró por la hierba, dejando un rastro de sangre tras de sí después de que la lanza de Jane le enviara al suelo bajo el árbol donde ella se encontraba. Después del único grito que había proferido, que indicaba la gravedad de su herida, no hizo ningún ruido. Permanecía en silencio debido a un gran miedo que se había apoderado de su pervertido cerebro de que la mujer diablesa le persiguiera y le matara. Por eso se arrastró como cualquier asquerosa bestia depredadora, buscando un arbusto donde tumbarse y esconderse.

Creyó que moriría, pero no fue así, y al llegar el nuevo día descubrió que su herida era superficial. La tosca lanza con punta de obsidiana había penetrado en los músculos del costado debajo del brazo derecho y le causaba dolor, pero no era una herida fatal. Al darse cuenta de este hecho acudió a él un renovado deseo de poner la máxima distancia posible entre él y Jane Clayton. Siguió avanzando a gatas, debido a una persistente alucinación de que de este modo podría escapar a la observación. Sin embargo, pese a que huía, su mente daba vueltas a un deseo central: mientras huía de ella seguía planeando perseguirla, y a su deseo de poseerla se añadió el deseo de vengarse. Ella pagaría por el sufrimiento que le había infligido. Pagaría por rechazarle, pero por alguna razón que no trató de explicarse se alejó a gatas para ocultarse. Pero volvería. Volvería y, cuando hubiese acabado con ella, cogería aquella suave garganta en sus manos y le arrebataría la vida.

Siguió repitiéndose eso una y otra vez para sus adentros y luego se echó a reír con aquellas fuertes y espantosas carcajadas que habían aterrado a Jane. Después se dio cuenta de que le sangraban las rodillas y de que le dolían. Miró atrás con cautela. No se veía a nadie. Aguzó el oído. No oyó nada que indicara que le perseguían, así que se puso en pie y prosiguió su camino, cubierto de polvo y sangre, la barba y el pelo enmarañados y apelmazados y llenos de erizos y terrones de barro seco y una suciedad indecible. No controlaba el tiempo. Comió frutas, bayas y tubérculos que había arrancado de la tierra con sus dedos. Siguió la orilla del lago y el río para estar cerca del agua, y cuando el
ja
rugía o gemía se encaramaba a un árbol y se ocultaba allí, temblando.

Al cabo de un tiempo llegó a la orilla sur del Jad-ben-lul hasta que un ancho río detuvo su avance. Al otro lado del agua azul una ciudad blanca relucía bajo el sol. La contempló largo rato, parpadeando como una lechuza. Poco a poco acudió a su confuso cerebro un recuerdo. Esto era A-lur, la Ciudad de la luz. La asociación de ideas le hizo recordar Bu-lur y los waz-ho-don. Le habían llamado Jad-ben-Otho. Echó a reírse en voz alta, se irguió y echó a andar arriba y abajo junto a la orilla.

—Soy Jad-ben-Otho —exclamó—. Soy el Gran Dios. En A-lur están mi templo y mis sumos sacerdotes. ¿Qué está haciendo Jad-ben-Otho aquí solo en la jungla?

Entró en el agua y, alzando la voz, lanzó un alarido hacia A-lur.

—¡Soy Jad-ben-Otho! —gritó—. Venid, esclavos, y llevad a vuestro dios a su templo.

Pero se hallaba a gran distancia y no le oyeron; nadie acudió, y su mente débil estaba distraída con otras cosas: un pájaro que volaba en el aire, un enjambre de pececillos que nadaban alrededor de sus pies. Se abalanzó sobre ellos tratando de capturarlos, y se puso a cuatro patas para avanzar por el agua intentando agarrar inútilmente a los esquivos peces.

Entonces se le ocurrió que era un león marino y se olvidó de los peces y se tumbó, tratando de nadar retorciendo los pies en el agua como si fueran una cola. Las penalidades, las privaciones, los terrores y, durante las últimas semanas, la falta de nutrición adecuada habían reducido a Erich Obergatz a poco más que un balbuceante idiota.

Una serpiente de agua avanzaba en el agua y el hombre la persiguió, avanzando a gatas. La serpiente nadó hacia la orilla justo en la desembocadura del río, donde crecían altos juncos, y Obergatz la siguió, emitiendo gruñidos como un cerdo. Perdió a la serpiente entre los densos juncos pero tropezó con otra cosa: una canoa escondida cerca de la orilla. La examinó con grandes risotadas. Dentro había dos remos que él cogió y arrojó al agua. Los observó un rato y luego se sentó al lado de la canoa y empezó a salpicar con las manos en el agua. Le gustaba oír el ruido y ver las pequeñas salpicaduras. Se frotó el antebrazo izquierdo con la mano derecha y la suciedad salió y dejó una mancha blanca que le llamó la atención. Se frotó de nuevo la sangre y la mugre que cubría su cuerpo. No intentaba lavarse; simplemente le divertían los extraños resultados.

—Me estoy volviendo blanco —exclamó.

Apartó la mirada de su cuerpo, ahora que la porquería y la sangre habían salido, y volvió a ver la blanca ciudad que relucía bajo el ardiente sol.

—¡A-lur, Ciudad de la luz! —aulló, y eso le recordó de nuevo Tu-lur, y por el mismo proceso de asociación de ideas que antes se lo había sugerido, recordó que los waz-ho-don le habían tomado por Jad-ben-Otho.

—¡Soy Jad-ben-Otho! —gritó, y entonces bajó los ojos de nuevo a la canoa. Se le ocurrió una nueva idea. Se miró a sí mismo, examinando su cuerpo, y viendo el sucio taparrabo que llevaba, ahora empapado de agua y más andrajoso que antes, se lo arrancó y lo arrojó al lago—. Los dioses no llevan sucios harapos —dijo en voz alta—. No llevan nada más que coronas y guirnaldas de flores, y yo soy un dios; soy Jad-ben-Otho, y me dirijo a mi ciudad santa de A-lur.

Se pasó los dedos por la enmarañada barba. El agua había ablandado los erizos pero no los había hecho caer. El hombre sacudió la cabeza. El pelo y la barba no armonizaban con sus otros atributos divinos. Ahora empezaba a pensar con más claridad, pues la gran idea se había apoderado de su dispersa mente y se concentró en un solo fin, pero seguía siendo un maníaco. La única diferencia radicaba en que ahora era un maníaco con una idea fija. Salió a la orilla y recogió flores y helechos y los tejió entre su pelo y su barba (vistosas flores de diferentes colores) verdes helechos que le colgaban por las orejas o se elevaban erguidos como las plumas en el sombrero de una dama.

Cuando le pareció que su aspecto causaría en el más indiferente observador la impresión de que era un dios, volvió a la canoa, la empujó desde la orilla y se metió en ella de un salto. El ímpetu le llevó a la comente del río y la corriente le arrastró al lago. El hombre desnudo se mantenía erecto en el centro de la pequeña embarcación, con los brazos cruzados sobre el pecho. Proclamaba a gritos su mensaje a la ciudad:

—¡Soy Jad-ben-Otho! ¡Que el sumo sacerdote y los segundos sacerdotes me atiendan!

Cuando la corriente del río se disipó en las aguas del lago el viento empujó al hombre y su embarcación y los arrastró hacia adelante. A veces se dejaba llevar dando la espalda a A-lur y a veces de cara a ésta, y gritaba su mensaje y sus órdenes. Aún se encontraba en medio del lago cuando alguien le descubrió desde la muralla de palacio y, cuando estuvo más cerca, una multitud de guerreros y mujeres y niños se había congregado para observarle y junto a los muros del templo había muchos sacerdotes y entre ellos Lu-don, el sumo sacerdote. Cuando el barco se hubo acercado lo suficiente para distinguir la extravagante figura que iba de pie en ella y captar el significado de sus palabras, Lu-don entrecerró sus ojos taimados. El sumo sacerdote se había enterado de la huida de Tarzán y temía que si se unía a las fuerzas de Ja-don, como parecía probable, atraería a muchos que aún creerían en él, y, aunque falso, el Dor-ul-Otho en las filas enemigas fácilmente causaría estragos en los planes de Lu-don.

El hombre se estaba acercando. Su canoa pronto sería atrapada en la corriente que discurría cerca de la orilla y hacia el río que vaciaba las aguas del Jad-ben-lul en el Jad-bal-lul. Los segundos sacerdotes miraban a Lu-don aguardando instrucciones.

—¡Traedlo aquí! —ordenó—. Si es Jad-ben-Otho quiero conocerle.

Los sacerdotes acudieron presurosos al recinto de palacio y reunieron guerreros.

—Id, llevad el extranjero a Lu-don. Si es Jad-ben-Otho queremos conocerle.

El teniente Erich Obergatz fue llevado ante el sumo sacerdote de A-lur. Lu-don examinó de cerca al hombre desnudo con aquel fantástico tocado.

—¿De dónde vienes? —preguntó.

—Soy Jad-ben-Otho —gritó el alemán—. Vengo del cielo. ¿Dónde está mi sumo sacerdote?

—Yo soy el sumo sacerdote —respondió Lu-don.

Obergatz batió palmas.

—Que me bañen los pies y me traigan comida —ordenó.

Lu-don entrecerró los ojos hasta que fueron simples ranuras en una expresión de hábil astucia. Hizo una profunda reverencia hasta tocar con la frente los pies del extranjero. Lo hizo ante los ojos de muchos sacerdotes y guerreros de palacio.

—¡Eh, esclavos! —gritó—, id por agua y comida para el Gran Dios —y así el sumo sacerdote reconoció ante su gente la divinidad del teniente Erich Obergatz, y la historia no tardó mucho en correr como la pólvora por todo el palacio, y en la ciudad, y más allá, hasta las más remotas aldeas, y hasta Tu-lur.

El verdadero dios había venido; el propio Jad-ben-Otho, y había abrazado la causa de Lu-don, el sumo sacerdote. Mo-sar no perdió tiempo y se puso enseguida a disposición de Lu-don, sin mencionar sus reclamaciones del trono. La opinión de Mo-sar era que podía considerarse afortunado si se le permitía seguir su pacífica ocupación de la jefatura de Tu-lur, y Mo-sar no se equivocaba en sus deducciones.

Pero Lu-don aún podía utilizarle y por eso le dejó vivir y le envió recado de que fuera a A-lur con todos sus guerreros, pues se rumoreaba que Ja-don estaba reuniendo un gran ejército en el norte y pronto podría marchar sobre la Ciudad de la luz.

Obergatz disfrutaba plenamente de ser un dios. La abundante comida, la paz mental y el descanso le devolvieron en parte la razón que tan rápidamente se le había escapado; pero en un aspecto estaba más loco que nunca, ya que ahora ningún poder en la tierra sería jamás capaz de convencerle de que no era un dios. Pusieron esclavos a su disposición y les dio órdenes al modo de los dioses. La misma porción de su mente, cruel por naturaleza, se encontró en terreno común con la mente de Lu-don, de modo que los dos parecían siempre de acuerdo. El sumo sacerdote veía en el extranjero una fuerza poderosa a la que aferrar para siempre su poder en todo Pal-ul-don, y el futuro de Obergatz estaba asegurado siempre que interpretara el papel de dios para el sumo sacerdote Lu-don.

Erigieron un trono en el salón del templo principal ante el altar oriental donde Jad-ben-Otho se sentaba en persona y contemplaba los sacrificios que le eran ofrecidos allí cada día al ponerse el sol. Tanto disfrutaba aquella mente cruel y medio enloquecida con estos espectáculos, que en ocasiones incluso insistía en utilizar él mismo el cuchillo del sacrificio, y en tales ocasiones los sacerdotes y el pueblo bajaban el rostro sobrecogidos ante aquella espantosa deidad.

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