Taiko (139 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Cuando la mujer abrió los postigos, un cielo matinal del color de las campanillas apareció enmarcado en la ventana, casi con el aspecto de un recorte de papel. La brisa revolvió la negra cabellera de la mujer y llevó la fragancia del áloe hasta el lugar donde estaban los pajes.

—Ah, es allí.

Los pajes oyeron el sonido de agua en movimiento y corrieron en dirección a la cocina. Los sacerdotes del templo aún no habían salido de sus aposentos, por lo que las ventanas y el gran portal principal seguían cerrados. En la gran cocina con suelo de tierra y en la plataforma de madera continuaba el zumbido de los mosquitos y la oscuridad de la noche, pero ya se notaba la vaporosa humedad de la mañana estival.

A Nobunaga le desagradaba sobre todo ese momento del día. Cuando los pajes se dieron cuenta de que había salido de sus aposentos y corrieron a su encuentro, ya se había enjuagado la boca y lavado las manos. Se acercó a un enorme recipiente en el que vertía agua una cañería de bambú, cogió un pequeño cubo y lo sumergió en una bañera lacada. Salpicando a su alrededor como una lavandera, se apresuró a lavarse la cara.

—Os estáis mojando la manga, mi señor.

—Dejadme cambiaros el agua.

Los pajes estaban asustados. Uno de ellos alzó temerosamente la blanca manga de Nobunaga por detrás, mientras otro recogía agua fresca. Otro más ofreció una toalla al tiempo que se arrodillaba a los pies de su señor. En aquellos momentos, los hombres en los aposentos de los samurais salieron de la sala de guardia nocturna y empezaron a abrir las puertas que daban al patio. Fue entonces cuando percibieron un ruido extraordinario procedente del templo principal en el recinto exterior, y luego la reverberación de fuertes pisadas que corrían hacia el patio interior.

Nobunaga se volvió, con el cabello todavía húmedo, y dijo impaciente:

—Ve a ver qué es, Bomaru.

Tras dar la orden, siguió restregándose vigorosamente el rostro con un paño.

—Tal vez los guardianes en el templo exterior se han metido en una pelea o algo por el estilo —comentó un paje.

Nobunaga no hizo caso de la observación. Por un momento sus ojos parecieron las aguas de un abismo, centelleando como si estuvieran buscando algo, no en el mundo exterior sino dentro de sí mismo.

Pero fue sólo un momento. El alboroto no se producía únicamente fuera del templo principal. Allí, en la mansión de invitados, y de una cumbrera a otra de la decena aproximada de edificios del monasterio, algo tan intenso como un terremoto sacudía la corteza de la tierra, transmitido por un ruido indefinible y una aterradora corriente de energía.

Cualquier hombre, por fuerte que sea, no puede dejar de sentirse confuso en semejante momento. La sangre se retiró del rostro de Nobunaga, y los pajes que le atendían palidecieron, pero probablemente sólo estuvieron inmóviles un par de segundos. En seguida llegó alguien corriendo a toda prisa por el pasillo.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! —gritó un hombre.

—¡El señor Ranmaru! —corearon los pajes—. ¡Estamos aquí!

El mismo Nobunaga salió y llamó al hombre.

—¡Ranmaru! ¿Adonde vas?

—Ah, estáis aquí, mi señor.

Ranmaru se arrodilló y casi cayó al suelo. A primera vista, Nobunaga comprendió que lo que estaba sucediendo no era una pelea con intervención de los samurais o un altercado entre los mozos del establo.

—¿Qué ha ocurrido, Ranmaru? —se apresuró a preguntar—. ¿A qué viene esta conmoción?

Ranmaru le respondió con la misma celeridad.

—Los Akechi han cometido una atrocidad. Afuera hay guerreros sublevados que agitan estandartes con el inequívoco blasón de los Akechi.

—¡Cómo! ¿Los Akechi?

Su tono era de asombro, y su sorpresa demostraba claramente que jamás había esperado ni había llegado a pasar por su imaginación que aquello pudiera suceder. Pero contuvo la singular conmoción física y la excitación emocional que experimentaba. Hablando casi con la misma calma que siempre poseía, las palabras que pronunció entonces sonaron casi como un gruñido.

—Los Akechi..., era inevitable.

Nobunaga se apresuró a regresar a su habitación. Ranmaru empezó a seguirle, pero tras avanzar cinco o seis pasos dio media vuelta y reprendió a los pajes temblorosos.

—Poneos todos a trabajar en seguida. Acabo de ordenar a Bomaru que se cierren portales y puertas. Bloquead todas las entradas y no permitáis que el enemigo se acerque a Su Señoría.

Antes de que hubiera podido finalizar sus palabras, balas y flechas empezaron a golpear la puerta de la cocina y las ventanas cercanas como un aguacero. Innumerables flechas se clavaron profundamente en las puertas de madera, y el brillante acero de sus agudas puntas proclamó claramente a quienes estaban dentro que se libraba una batalla.

Desde el sur de Rokkaku, el norte de Nishikikoji, el oeste de Toin y el este de Aburakoji, los cuatro lados del templo Honno estaban rodeados por las fuerzas de Akechi y sus gritos de guerra. Era fácil ver los muros con tejadillo, pero escalarlos no era tan fácil.

El bosque de lanzas, estandartes, armas de fuego y alabardas no hacía más que oscilar adelante y atrás.

Algunos de los hombres saltaron temerariamente a la base del muro, pero otros no podían saltar tan lejos. Muchos de los que lo intentaron cayeron al fondo del foso, y debido a la pesadez de su armadura, los que caían quedaban enterrados hasta la cintura en el fango bajo el agua hedionda y estancada, negra como la tinta. Aun cuando hubieran podido levantarse y gritar, sus compañeros no habrían mirado abajo.

Las tropas de Akechi que estaban en Nishikikoji demolieron las viviendas del barrio, mientras mujeres con bebés, ancianos y niños huían de entre las ruinas, como cangrejos ermitaños que se escabulleran fuera de conchas vacías. De esta manera los soldados llenaron el foso con puertas y tablas de tejado.

En seguida todos los hombres treparon el muro. Los fusileros alinearon sus armas y, apuntando desde lo alto del muro al recinto, dispararon la primera andanada.

Por entonces los edificios dentro del recinto del templo estaban envueltos en un silencio misterioso. Todas las puertas del templo principal estaban cerradas, y habría sido difícil saber si dentro había o no un enemigo al que disparar. En la calle del Albañal empezaron a alzarse llamas y humo. El calor del fuego, que ardía sin llama bajo las casas en ruinas, prendía fácilmente una estructura tras otra. Pronto todas las pobres gentes que habitaban la manzana salieron en desbandada, atrepellándose. Llorando y gritando, entraron en el lecho del río Kamo y corrieron al centro de la ciudad, sin llevar consigo ninguna pertenencia.

Visto desde la zona del portal principal en la parte contraria del templo, debía de parecer como si los hombres que ya habían penetrado por el portal trasero hubieran empezado a prender fuego a la cocina. La fuerza principal que se apiñaba en el portal principal no estaba dispuesta a dejarse aventajar por sus camaradas. Enfurecidos, los soldados gritaron a un titubeante grupo de oficiales que parecían estar perdiendo el tiempo en la zona del puente levadizo.

—¡Embestid!

—¡Seguid adelante! ¿Qué estáis haciendo?

Uno de los oficiales se dirigió al guardián que estaba al otro lado de la puerta.

—Somos las fuerzas de Akechi en camino hacia las provincias occidentales. Hemos venido aquí en formación para saludar respetuosamente al señor Oda Nobunaga.

Era un intento poco hábil de engañar a los defensores para que abrieran el portal principal, y sólo sirvió para retrasar un poco más las cosas. Naturalmente, el guardián sospechaba y no tenía ninguna razón para abrir la puerta sin pedir órdenes a Nobunaga.

Les dijo que esperasen. El silencio que se hizo entonces significaba que estaban informando de la emergencia al templo principal y que los hombres acudirían de inmediato a ocupar las posiciones de defensa.

Los guerreros que estaban detrás se impacientaban por tener que usar una estratagema para cruzar aquel trozo de foso, y empezaron a empujar a los hombres que tenían delante.

—¡Atacad! ¡Atacad! ¿A qué estáis esperando?

—¡Tomad los muros!

Compitiendo temerariamente por ser los primeros en tomar la entrada, empujaban a un lado a los que titubeaban e incluso los derribaban.

Varios de los hombres que estaban delante cayeron al foso, y tanto los que estaban en lo alto como los que habían caído lanzaban gritos de combate. Entonces, aparentemente adrede, unos grupos que estaban detrás, todavía más alejados, empezaron a empujar y más hombres cayeron al foso. En un instante una sección del foso quedó llena de guerreros cubiertos de barro.

Un joven guerrero pisoteó la masa de seres humanos y saltó a la base del muro. Otro hombre siguió su ejemplo.

—¡Vamos a saltar al otro lado!

Los hombres, gritando y agitando las lanzas, cruzaron rápidamente el foso y subieron a lo alto del muro. Los guerreros caídos en el foso forcejeaban y empujaban como lochas que intentaran saltar fuera de un estanque. Los que estaban por encima de ellos pisoteaban las espaldas, hombros y cabezas de sus compañeros. Un hombre tras otro fueron sacrificados horriblemente en aquella atroz acometida entre el fango. Pero gracias al servicio que prestaron, invisible y distinguido, pronto sonaron voces orgullosas desde lo alto de los muros del templo Honno.

—¡Soy el primero!

Los demás alcanzaron el muro con tal rapidez que era difícil distinguir quién había sido el primero en llegar y quién el segundo.

Al otro lado de los muros, los samurais de Oda que corrían ya desde el puesto de guardia en el otro lado del portal y la zona alrededor de los establos, cogieron cualquier arma a mano e intentaron represar la inundación de aquel río impetuoso, pero era como si trataran de sostener una presa rota tan sólo con sus manos. La vanguardia de los Akechi, haciendo caso omiso de las espadas y lanzas de los defensores, avanzó a saltos, pasando sobre los cadáveres de los hombres que habían presentado batalla y se manchó con la sangre de sus enemigos.

Como si quisieran decir que tan sólo deseaban visitar la residencia del señor Nobunaga, corrieron directamente al templo principal y a la casa de invitados. Pero allí les recibió un zumbido de flechas que era como un viento rugiente desde la ancha terraza del templo principal y la balaustrada de la casa de huéspedes. La distancia era ventajosa para tirar con arco, pero muchas de las flechas no alcanzaron a los guerreros que avanzaban y se clavaron en el suelo. Muchas otras se deslizaron a ras de suelo o rebotaron en los muros del fondo.

Entre los defensores, una serie de hombres valientes vestidos tan sólo con prendas de dormir, semidesnudos o incluso desarmados, luchaban a brazo partido con los hombres enfundados en armaduras. Los guardianes de permiso habían dormido cómodamente durante la calurosa noche de verano. Ahora, tal vez avergonzados por intervenir tarde en la lucha, salieron corriendo para refrenar a los guerreros de Akechi, aunque sólo fuese un poco, sin nada más que su fiereza y sus esfuerzos desesperados.

Pero las ondulantes oleadas de armaduras eran imparables y acometían ya bajo los aleros del templo. Nobunaga regresó corriendo a su habitación, se puso unos calzones sobre una prenda de seda blanca y se ató los cordones mientras apretaba los dientes.

—¡Un arco! —gritó—. ¡Traedme un arco!

Después de que hubiera gritado esta orden dos o tres veces, por fin alguien se arrodilló y le tendió un arco. Nobunaga lo cogió y se apresuró a cruzar la puerta, volviendo la cabeza para gritar:

—Dejad escapar a las mujeres. Es perfectamente lícito que se vayan. No permitáis que se conviertan en un estorbo.

Se oía por doquier el estrépito de puertas y biombos golpeados a patadas, y los gritos de las mujeres aumentaban la atmósfera de desconcierto bajo los tejados. Las mujeres huían confusas de una habitación a otra, se apresuraban por los corredores y saltaban por encima de las barandillas. Las colas y las mangas de sus kimonos resaltaban en la penumbra como llamas blancas, rojas y violetas. Pero las balas y flechas volaban por todas partes y se incrustaban en postigos, columnas y barandillas. Nobunaga ya había salido a un ángulo de la terraza y disparaba sus flechas contra el enemigo. A su alrededor estaban clavadas las flechas que habían sido concentradas en su figura.

Al verle luchar así, incluso las mujeres, que habían perdido por completo el dominio de sí mismas, no podían apartarse de su lado y no hacían más que gritar.

«Cincuenta años un ser humano bajo el cielo...» Éste era un verso de la obra teatral que tanto agradaba a Nobunaga y que había caracterizado su visión de la vida durante su juventud. No pensaba en lo que estaba sucediendo como algo que sacudiría el mundo y, ciertamente, no le abatía la idea de que aquello pudiera ser el fin, sino que luchaba con un espíritu impetuoso y ardiente que no se limitaría a abandonar y morir. El ideal que abrigaba en su pecho como la gran obra de su vida ni siquiera estaba realizado en su mitad, y sería mortificante una derrota en medio del viaje. Había mucho que lamentar si moría aquella mañana. Así pues, cogió otra flecha y encajó el extremo del astil en la cuerda del arco. Escuchó el zumbido de la cuerda una y otra vez, y a cada flecha que disparaba parecía soltar su cólera. Finalmente la cuerda se deshilachó y el arco amenazó con romperse de un momento a otro.

—¡Flechas! ¡No tengo ninguna flecha! ¡Traedme más!

Mientras seguía dando voces a sus espaldas, incluso recogió y disparó las flechas lanzadas por el enemigo y que habían caído en el corredor. En aquel momento, una mujer con una cinta roja en la cabeza y atándose una manga del kimono llegó provista de un haz de flechas y le puso una en la mano. Nobunaga miró a la mujer.

—¿Ano? Lo que has hecho aquí es suficiente. Ahora procura escapar.

Le hizo un gesto vigoroso con el mentón para que se marchara, pero la dama cortesana siguió poniéndole una flecha tras otra en la mano y no quería marcharse por mucho que él la reprendiera.

Nobunaga disparaba con nobleza y elegancia más que con habilidad, más con espíritu que con gran fuerza. El magnífico zumbido de sus flechas parecía indicar que los mismos proyectiles eran demasiado buenos para aquellos lacayos, que las puntas de flecha eran regalos del hombre que dirigiría a la nación. Sin embargo, las flechas traídas por Ano se agotaron en seguida.

Aquí y allá, en el jardín del templo, yacían enemigos alcanzados por sus flechas. Pero sin amilanarse ante sus disparos, varios soldados protegidos con armaduras avanzaron gritando bajo la balaustrada y, finalmente, empezaron a subir al corredor en forma de puente.

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