Authors: Eiji Yoshikawa
Tenía ya un pie fuera de la puerta cuando, de súbito, Otsumi se inclinó adelante y le dijo:
—¡Espera, Hiyoshi! Espera. —Entonces se volvió a su madre—. La ristra de monedas de la que me has hablado hace un momento. No la necesito. No quiero casarme. Así que, por favor, dásela a Hiyoshi.
Ahogando un sollozo en su manga, Onaka fue en busca de la ristra de monedas y se la ofreció a Hiyoshi.
El muchacho miró las monedas y se las devolvió a su madre.
—No, no me hacen falta.
Otsumi, que experimentaba la ternura de una hermana mayor, le preguntó:
—¿Qué vas a hacer en el mundo sin dinero?
—Madre, en lugar de estas monedas, ¿podrías darme la espada que llevaba padre, la que hicieron para el abuelo?
Su madre reaccionó como si hubiera recibido un puñetazo en el pecho.
—El dinero te mantendrá vivo —replicó—. Por favor, no me pidas esa espada.
—¿Ya no la tienes? —le preguntó Hiyoshi.
—No..., ya no.
Entonces su madre admitió amargamente que la habían vendido tiempo atrás para pagar el sake de Chikuami.
—Bueno, no importa. Todavía hay esa espada oxidada en el cobertizo de almacenamiento, ¿no es cierto?
—Bueno..., si quieres ésa...
—¿Te parece bien que me la quede?
Aunque le importaban los sentimientos de su madre, Hiyoshi insistía. Recordaba cuánto había deseado aquella espada vieja y mellada a los seis años, y cómo había hecho llorar a su madre. Ahora ésta se resignaba a la idea de que, al crecer, su hijo se convirtiera en aquello que ella había rezado para que no fuese: un samurai.
—Está bien, quédatela. Pero, Hiyoshi, no te enfrentes nunca a otro hombre y no la desenvaines. Por favor, Otsumi, ve a buscarla.
—No, no es necesario. Yo mismo la cogeré.
Hiyoshi fue corriendo al cobertizo de almacenamiento. Descolgó la espada de la viga de la que pendía y, al atársela al costado, recordó a aquel chiquillo de seis años que lloraba, tantos años atrás. En aquel instante tuvo la sensación de que se había convertido en adulto.
—Hiyoshi, madre quiere verte —le dijo Otsumi desde la puerta del cobertizo.
Onaka había encendido una vela en el templete sobre un estante. En un platito de madera había depositado unos granos de mijo y un poco de la sal que Hiyoshi había traído. Juntó las manos en actitud orante. Hiyoshi entró y ella le dijo que se sentara. La mujer cogió una navaja de afeitar que estaba dentro del templete. Hiyoshi abrió unos ojos como platos.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—Voy a llevar a cabo la ceremonia de tu mayoría de edad. Aunque no podemos hacerlo formalmente, celebraremos tu salida al mundo.
Onaka afeitó la parte delantera de la cabeza de Hiyoshi. Luego empapó un poco de paja nueva en agua y le ató el cabello atrás con aquellas briznas. Hiyoshi no olvidaría jamás esa experiencia. Y mientras la aspereza de las manos de su madre que le rozaban las mejillas y las orejas le entristecía, era consciente de otro sentimiento. Pensaba que ahora era como todo el mundo, un adulto.
Oía los ladridos de un perro extraviado. En la oscuridad de un país en guerra consigo mismo, parecía que lo único que se hacía más grande eran los ladridos de los perros. Hiyoshi salió.
—Bueno, me marcho.
No podía decir nada más, ni siquiera pedirles que se cuidaran, pues las palabras se le trababan en la garganta.
Su madre hizo una reverencia ante el templete. Otsumi, con el pequeño y lloroso Kochiku en brazos, corrió tras él.
—Adiós —dijo Hiyoshi.
No miró atrás. Su figura fue empequeñeciéndose hasta que se perdió de vista. Tal vez debido a la escarcha, la noche era muy brillante.
A cierta distancia de Kiyosu, menos de tres leguas al oeste de Nagoya, se encontraba el pueblo de Hachisuka, al entrar en el cual una colina en forma de sombrero era visible desde casi cualquier dirección. A mediodía de verano, en los espesos bosquecillos, sólo se oía el canto de las cigarras. Por la noche, las siluetas de grandes barcos con la vela desplegada se deslizaban a través de la cara lunar.
—¡Hola!
—¡Hola! —repitieron, como un eco, desde el interior de la arboleda.
El foso, que tomaba sus aguas del río Kanie, discurría alrededor de los riscos y los grandes árboles de la colina. Si uno no miraba atentamente, probablemente no notaría que el agua estaba llena de las algas de color verde y azul oscuro que se encuentran en los viejos estanques naturales. Las algas se aferraban a las desgastadas murallas y las paredes de tierra que habían protegido la tierra durante cien años, y, al mismo tiempo, a los descendientes de los señores de la zona, su poderío y sus medios de vida.
Desde el exterior, era casi imposible conjeturar cuántos millares o incluso decenas de millares de acres de tierra residencial había en la colina. La mansión pertenecía a un poderoso clan provincial del pueblo de Hachisuka, cuyos señores habían sido conocidos con el nombre infantil de Koroku durante muchas generaciones. El señor que ahora ostentaba el título se llamaba Hachisuka Koroku.
—¡Eeeh! ¡Abrid la puerta!
Las voces de cuatro o cinco hombres llegaron desde más allá del foso. Uno de ellos era Koroku.
Si se conociera la verdad, ni Koroku ni sus antepasados poseían el pedigrí del que se jactaban, como tampoco tenían derechos sobre la tierra y su administración. Eran un poderoso clan provincial, pero nada más. Aunque Koroku era conocido como señor y aquellos hombres como sus servidores, lo cierto era que aquella finca tenía un ambiente peculiar, notablemente áspero. Cierto grado de intimidad era natural entre el jefe de una casa y sus servidores, pero la relación de Koroku con sus hombres era más bien la que existía entre el jefe de una banda y sus sicarios.
—¿Qué está haciendo? —murmuró Koroku.
—¡Portero! ¿A qué viene esta tardanza?
—¡Eeeh!
Esta vez oyeron la respuesta del portero, y la puerta de madera se abrió con un ruido sordo.
—¿Quién es?
A derecha e izquierda se apostaron hombres provistos de faroles metálicos en forma de campana o pecíolo, los cuales podían utilizarse en el campo de batalla o bajo la lluvia.
—Soy Koroku —respondió, bañado por la luz de los faroles.
Los hombres se identificaron al cruzar la puerta.
—Inada Oinosuke.
—Aoyama Shinshichi.
—Nagai Hannojo.
—Matsubara Takumi.
Avanzaron con ruidosas pisadas por un ancho y oscuro corredor y entraron en la casa. A lo largo del corredor, las caras de los sirvientes, las mujeres de las casa, las esposas y los niños, los numerosos individuos que formaban aquella amplia familia, saludaron al jefe del clan que regresaba del mundo exterior. Koroku devolvió los saludos, dirigiendo una mirada a cada uno y al llegar al salón principal se sentó pesadamente en una esterilla de paja circular. La luz de un farolillo revelaba claramente las líneas de su cara. Las mujeres se preguntaron inquietas si estaría de mal humor, mientras le llevaban agua, té y pastelillos de judías negras.
—¿Oinosuke? —dijo Koroku al cabo de un rato, volviéndose hacia el servidor que se sentaba más lejos de él—. Esta noche nos han humillado a base de bien, ¿no es cierto?
—Así es —convino Oinosuke.
Los cuatro hombres sentados con Koroku parecían compungidos. En cuanto a Koroku, daba la impresión de que necesitaba encontrar una salida para su malhumor.
—¿Qué opináis vosotros, Takumi y Hannojo?
—¿Sobre qué?
—¡El desconcierto de esta noche! ¿No estaba el nombre del clan Hachisuka vergonzosamente ennegrecido?
Los cuatro hombres guardaron un profundo silencio. La noche era bochornosa, sin un soplo de brisa. El humo del incienso repelente de los mosquitos les irritaba los ojos.
A primera hora de aquel día, Koroku había recibido la invitación de un importante servidor de Oda para asistir a una ceremonia del té. Nunca le habían gustado esas cosas, pero todos los invitados eran personas importantes de Owari y sería una buena ocasión para conocerlas. Si hubiera rechazado la invitación, se habría puesto en ridículo y la gente habría dicho: «Qué pretenciosos son, con esos aires que se dan. Pero si no es más que el jefe de una banda de ronin. Lo más probable es que tema revelar su ignorancia de la ceremonia del té».
Koroku y cuatro de sus hombres acudieron a la cita con un porte muy digno. Durante la ceremonia, una jarra de agua akae había llamado la atención de uno de los invitados, y en el curso de la conversación, un comentario imprudente se había deslizado de sus labios.
—Qué curioso —dijo—. Estoy seguro de haber visto esta jarra en la casa de Sutejiro, el mercader de cerámica. ¿No es la famosa pieza de cerámica akae que le robaron unos bandidos?
El anfitrión, que mostraba un cariño por la pieza fuera de lo corriente, se mostró naturalmente sorprendido.
—¡Eso es absurdo! ¡Hace poco he comprado esta jarra en una tienda de Sakai por casi mil piezas de oro!
El hombre llegó incluso a mostrar el recibo de la adquisición.
—Pues bien —insistió el invitado—, los ladrones deben de haberla vendido al comerciante de Sakai, y a través de una y otra transacción, finalmente ha llegado a tu honorable casa. El hombre que irrumpió en la casa del mercader de cerámica era Watanabe Tenzo de Mikuriya. No hay ninguna duda de ello.
Los invitados reunidos en la sala experimentaron un escalofrío. Era evidente que quien había hablado con tal libertad desconocía el árbol familiar de su anfitrión, Hachisuka Koroku, pero lo cierto era que el jefe de la casa y muchos otros invitados sabían perfectamente que Watanabe Tenzo era sobrino de Koroku y uno de sus principales aliados. Aquel día, antes de marcharse, Koroku juró que investigaría a fondo el asunto. Se sentía personalmente deshonrado y había regresado a su casa lleno de ira y vergüenza. A ninguno de sus abatidos parientes se le ocurría un plan. De haberse tratado de un asunto que implicara a sus propias familias o sus servidores, podrían haber tratado de resolverlo, pero el incidente giraba en torno a Tenzo, que era sobrino de Koroku. La casa de Tenzo en Mikuriya era un ramal de aquella finca de Hachisuka, y siempre residían allí veinte o treinta ronin.
Koroku estaba incluso más airado por su relación familiar con Tenzo.
—Esto es escandaloso —gruñó, lleno de desprecio hacia la vida delictiva de Tenzo—. He sido un estúpido al no preocuparme por el reciente comportamiento de Tenzo. Se ha aficionado a vestir prendas elegantes y mantener a una serie de mujeres. Ha desprestigiado el nombre de su familia. Tendremos que deshacernos de él. Tal como están las cosas, el clan Hachisuka no será considerado distinto de una banda de ladrones o un grupo de ronin desvergonzados.
Hannojo y Oinosuke miraban el suelo, azorados al ver de súbito lágrimas de pesar en los ojos de Koroku.
—¡Escuchadme todos! —Koroku miró directamente a sus hombres—. Las tejas de esta mansión llevan grabado el blasón de la cruz
manji
. Aunque ahora esté cubierto de musgo, el blasón ha sido transmitido a lo largo del tiempo desde mi lejano antepasado, el señor Minamoto Yorimasa, a quien se lo concedió el príncipe Takakura por haberle organizado un ejército leal. Nuestra familia sirvió en el pasado a los shogunes, pero desde la época de Hachisuka Taro perdimos nuestra influencia, de modo que ahora no somos más que otro clan provincial. De ninguna manera vamos a pudrirnos en el campo sin hacer nada al respecto. ¡No, yo, Hachisuka Koroku, he jurado que ha llegado el momento! He estado esperando el día en que podría restaurar el nombre de nuestra familia y enseñarle al mundo una o dos cosas.
—Eso es lo que siempre has dicho.
—Antes de eso os he dicho que debéis pensar antes de actuar y proteger a los débiles. El carácter de mi sobrino no ha mejorado. Ha violado la casa de un mercader y realizado la tarea de un ladrón nocturno. —Koroku se mordió el labio, comprendiendo que era preciso solventar el asunto sin más dilación—. Oinosuke, Shinshichi, vosotros dos iréis a Mikuriya esta noche. Traed a Tenzo aquí, pero no le digáis el motivo. Tiene varios hombres armados consigo. Como dicen, no es un hombre que se deje capturar con un trozo de soga.
Amaneció entre el trinar de los pájaros en las boscosas colinas. Una de las casas entre las fortificaciones recibía temprano el sol matinal.
—¡Matsu! ¡Matsu!
Matsunami, la esposa de Koroku, se asomó al dormitorio. Koroku estaba despierto, tendido de costado bajo la mosquitera.
—¿No han regresado todavía los hombres que envié anoche a Mikuriya?
—No, todavía no.
—Humm —gruñó Koroku, con una expresión preocupada en el semblante.
Aunque su sobrino era un bribón que sólo hacía maldades, tenía una mente aguda. ¿Habría percibido que las cosas se ponían feas e intentado huir? Volvió a pensar que sus hombres tardaban demasiado en volver.
La esposa desató la mosquitera. Su hijo, Kameichi, que estaba jugando en el borde de la red, aún no tenía dos años.
—¡Eh! Ven aquí.
Koroku abrazó al pequeño y le sostuvo en el extremo de sus brazos extendidos. Rechoncho como los niños de las pinturas chinas, incluso su padre notaba su peso considerable.
—¿Qué ocurre? Tienes los párpados rojos e hinchados.
Koroku lamió los ojos de Kameichi. El pequeño se mostró inquieto, tiró de la cara de su padre y la arañó.
—Deben de haberle devorado los mosquitos —replicó su madre.
—Si sólo son los mosquitos, no hay nada de qué preocuparse.
—Siempre está tan inquieto, incluso mientras duerme. No deja de deslizarse fuera de la red.
—No permitas que se enfríe cuando duerme.
—Claro que no.
—Y ten cuidado con la viruela.
—No la menciones siquiera.
—Es nuestro primer hijo. Podríamos decir que es el premio de nuestra primera campaña.
Koroku era joven y robusto. Puso fin a aquellos momentos placenteros y salió de la habitación con paso firme, como si tuviera que llevar a cabo un gran objetivo. No era hombre que se quedara sentado en casa tomando apaciblemente el té matinal. Una vez se hubo cambiado de ropa y lavado la cara, salió al jardín y caminó a grandes zancadas hacia un lugar donde se oían martillazos.
A un lado del estrecho sendero había dos pequeñas herrerías construidas en una zona despejada recientemente, después de talar unos árboles enormes. Aquello era el centro de un bosque donde, hasta entonces, ningún hacha había tocado un tronco desde los tiempos de los antepasados de Koroku.