Taiko (144 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Muneharu miró hacia el campamento de los Mori en el monte Iwasaki e hizo una reverencia, agradeciendo en su corazón los muchos años de protección que le habían dispensado.

Al contemplar los estandartes de su señor, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Es éste el bote que transporta al general defensor del castillo de Takamatsu, Shimizu Muneharu? —preguntó Mosuke.

—Lo es, en efecto —respondió cortésmente Muneharu—.

Yo soy Shimizu Muneharu y he venido a cometer el seppuku como condición del tratado de paz.

—Tengo algo más que deciros, por lo que os ruego que esperéis un momento —dijo Mosuke—. Acerca el bote un poco más —instruyó al servidor que manejaba el remo de la embarcación de Muneharu.

Las bordas de ambos botes se rozaron ligeramente. Entonces Mosuke dijo en tono solemne:

—Tengo un mensaje del señor Hideyoshi. La paz habría sido imposible sin vuestro consentimiento en este asunto. El largo asedio debe de haber sido muy fatigoso para vos, y quisiera que aceptéis esta ofrenda como un pequeño símbolo de sus sentimientos. No debéis preocuparos si el sol sube demasiado. Por favor, tomad todo el tiempo que deseéis para despediros.

Un barril del mejor sake y varias exquisiteces fueron transferidas de un bote al otro.

El júbilo llenaba el semblante de Muneharu.

—Esto es inesperado. Y, si es un deseo del señor Hideyoshi, lo probaré gustoso. —Muneharu se sirvió y llenó tazas para sus compañeros—. Tal vez se deba a que no había probado un sake tan bueno desde hacía largo tiempo, pero me siento un poco bebido. Por favor, general Horio, disculpad mi torpeza, pero quisiera llevar a cabo una danza final. —Entonces se volvió hacia sus compañeros y les dijo—: No tenemos tambor, pero os ruego que llevéis el ritmo batiendo palmas y cantéis.

Muneharu se levantó en el pequeño bote y abrió un abanico blanco. Mientras se movía al ritmo de las palmas, el bote se bamboleaba ligeramente, produciendo pequeñas olas. Mosuke no pudo mirarle y bajó la cabeza.

En cuanto cesó el cántico, Muneharu volvió a hablar claramente.

—General Mosuke, os ruego que contempléis esto atentamente.

Mosuke alzó los ojos y vio que Muneharu se había arrodillado y abierto el estómago en línea recta con su espada. Mientras hablaba, la sangre había teñido de rojo el interior del bote.

—¡Yo voy también, hermano! —gritó Gessho, abriéndose a su vez el vientre.

Después de que los vasallos de Muneharu hubieran entregado la caja que contenía su cabeza cortada a Mosuke y regresado al castillo, siguieron a su señor en la muerte.

Cuando Mosuke llegó al templo Jihoin, informó del seppuku de Muneharu y depositó la cabeza ante el escabel de campaña de Hideyoshi.

—Qué lástima —se lamentó Hideyoshi—. Muneharu era un excelente samurai.

Nunca había parecido más conmovido, pero poco después llamó a Ekei. Cuando llegó el monje, Hideyoshi le mostró de inmediato un documento.

—Lo único que queda por hacer ahora es intercambiar las garantías. Mira lo que he escrito, y luego enviaré a un mensajero en busca de la garantía de los Mori.

Ekei examinó el documento y lo devolvió respetuosamente a Hideyoshi. Éste pidió un pincel y lo firmó. Entonces se hizo un corte en el dedo meñique y añadió un sello de sangre al lado de su firma. El tratado de paz estaba firmado.

Pocas horas después, la noticia de la muerte de Nobunaga sacudió el campamento de los Mori como un torbellino. La indignación y una sensación de pérdida se apoderó de todos ellos. En el cuartel general de Terumoto, la facción que se había opuesto a la firma del tratado de paz desde el principio, hablaba ahora a voz en grito, clamando por un ataque inmediato contra Hideyoshi.

—¡Hemos sido engañados!

—¡Ese bastardo nos ha embaucado por completo!

—¡Es preciso romper el tratado de paz!

—No hemos sido engañados —dijo con firmeza Kobayakawa—. Fuimos nosotros quienes iniciamos las conversaciones, no Hideyoshi, y él no podía haber previsto de ninguna manera el desastre de Kyoto.

Su hermano Kikkawa, quien hablaba en nombre de quienes se decantaban por la reanudación de las hostilidades, instó a Terumoto:

—La muerte de Nobunaga significa la desintegración de las fuerzas de Oda. Ahora no estarán a nuestra altura. Hideyoshi es el primero a quien nombrarías como sucesor de Nobunaga, y ha de ser fácil atacarle aquí y ahora, sobre todo si consideramos la debilidad de su retaguardia. Si lo hiciéramos así, nos convertiríamos en los dirigentes del imperio.

—No, no, no estoy de acuerdo —dijo Kobayakawa—. Hideyoshi es el único que puede restaurar la paz y el orden. Y como dice un proverbio samurai, uno no ataca al enemigo que está de luto. Aunque rompiéramos el tratado de paz y le atacáramos, en caso de que sobreviviera volvería para vengarse.

—No podemos dejar que esta oportunidad pase de largo —insistió Kikkawa.

Como último recurso, Kobayakawa mencionó las instrucciones del que fuera su señor al morir: «El clan debe defender sus fronteras. Por muy fuertes o ricos que lleguemos a ser, nunca debemos extendernos más allá de las provincias occidentales».

Era hora de que el señor de los Mori tomara su decisión.

—Estoy de acuerdo con mi tío Kobayakawa. No romperemos el tratado y convertiremos a Hideyoshi en nuestro enemigo por segunda vez.

Cuando finalizó la conferencia secreta, era la noche del día cuatro. Los dos generales regresaron a su campamento y se reunieron con un grupo de exploradores. El oficial que los mandaba señaló excitado la oscuridad y dijo:

—Los Ukita han empezado a retirar sus tropas.

Al oír este informe, Kikkawa chascó la lengua, pues la oportunidad ya había pasado. Kobayakawa leyó los pensamientos de su hermano mayor.

—¿Todavía sientes remordimientos? —le preguntó.

—Naturalmente.

—Pero supón que nos hubiéramos apoderado del país —siguió diciendo Kobayakawa—. ¿Crees que serías tú el dirigente? —Hubo una pausa—. A juzgar por tu silencio, supongo que no lo crees así. Cuando alguien que carece de la habilidad necesaria dirige el país, es inevitable cierto caos. No se detendría con la caída del clan Mori.

—No es necesario que digas más, lo comprendo —dijo Kikkawa, desviando la vista.

Alzó los ojos y, mientras contemplaba entristecido el cielo nocturno sobre las provincias occidentales, se esforzó por reprimir las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

Réquiem de sangre

La necesidad de la retirada inmediata de las tropas de Oda había sido la razón subyacente del tratado de paz, y los aliados de Hideyoshi, los Ukita, empezaron a retirarse aquella misma noche. Sin embargo, ni un solo soldado se retiró del campamento principal de Hideyoshi, el cual aún no había efectuado ningún movimiento la mañana del día cinco. Aunque estaba ansioso de dirigirse a la capital, no mostraba el menor indicio de que planeara levantar el campamento.

—¿Cuánto ha bajado el nivel del agua, Hikoemon?

—Unos tres pies.

—No dejéis que baje demasiado rápido.

Hideyoshi salió al jardín del templo. Aunque habían cortado el dique y el agua empezaba a bajar poco a poco, el castillo de Takamatsu seguía varado en medio del agua. Uno de los servidores de Hideyoshi ya había ido al castillo la noche anterior para aceptar su capitulación, y ahora estaban trasbordando a los defensores.

Cuando llegó la noche, Hideyoshi envió a un hombre para que espiara a los Mori. Entonces consultó con Kanbei y sus demás generales y rápidamente hizo los preparativos para levantar el campamento.

—Que abran el dique ahora mismo —ordenó a Kanbei.

El dique fue abierto en diez lugares y el agua empezó a agitarse de inmediato. Aparecieron innumerables remolinos mientras las aguas se abalanzaban a través de las aberturas con un rugido que parecía el de un maremoto.

¿Quién sería más rápido, el agua o Hideyoshi, el cual fustigaba ahora a su caballo hacia el este? El terreno elevado que rodeaba al castillo se había transformado casi al instante en una llanura seca, mientras que las tierras bajas eran marismas surcadas de ríos. Por ello aunque los Mori hubieran decidido perseguirles, no habrían podido cruzar el terreno hasta dos o tres días después.

El día siete Hideyoshi llegó al río Fukuoka, cuyas aguas estaban crecidas. Los soldados confeccionaron una cubierta protectora con sus morrales atados para los caballos y entonces cruzaron el río, formando una cadena humana. Los hombres se cogían de la mano o sujetaban el asta de la lanza del hombre que iba delante.

Hideyoshi había cruzado el primero y se sentó en la orilla en su escabel de campaña.

—¡Que no cunda el pánico! —gritó—. ¡Cruzad sin prisas! —El viento y la lluvia no parecían molestarle lo más mínimo—. Si un hombre se ahoga, el enemigo dirá que hemos perdido quinientos. Si perdéis una pieza de equipaje, dirán que eran cien. No perdáis aquí la vida o las armas en vano.

La retaguardia se reunió entonces con el ejército principal, las unidades avanzaron penosamente una tras otra y ambas orillas del río estaban llenas de soldados. El comandante de la retaguardia se presentó ante Hideyoshi para informarle de la situación en Takamatsu. La retirada se había completado y aún no había ninguna señal de los Mori. Una expresión de alivio apareció en el semblante de Hideyoshi, el cual pareció como si por fin se sintiera seguro. Ahora podía canalizar toda su fuerza en una sola dirección.

El ejército regresó a Himeji la mañana del día ocho. Cubiertos de barro y luego empapados por la lluvia, los soldados habían recorrido veinte leguas en un día.

—Lo primero que quiero hacer es tomar un baño —dijo Hideyoshi a sus ayudantes.

El gobernador del castillo se postró ante Hideyoshi. Después de felicitarle por su regreso, le informó de que habían llegado dos mensajeros, uno de ellos de Nagahama, con noticias urgentes.

—Me ocuparé de ello después de bañarme. Quiero mucha agua caliente. La lluvia ha penetrado a través de mi armadura hasta la ropa interior.

Hideyoshi se sumergió hasta los hombros en el agua caliente. El sol de la mañana estaba enmarcado por la ventana del baño, penetraba a través de la celosía y le daba en el rostro rodeado de vapor. La piel de la cara parecía hervir y adquiría un color rojo oscuro, mientras grandes gotas de sudor le perlaban la frente. Centenares de minúsculos arcos iris aparecían en el vapor.

Salió de la bañera, haciendo un ruido como el de una cascada.

—¡Eh! —gritó—. ¡Que venga alguien a frotarme la espalda!

Los dos pajes que aguardaban en el exterior entraron corriendo. Aplicando toda su fuerza a la tarea, le restregaron desde la nuca hasta los dedos de los pies. De repente Hideyoshi se echó a reír.

—¡Salta de una manera extraña! —comentó, mirando alrededor de sus pies.

La suciedad que los pajes habían raspado de su cuerpo parecía excrementos de aves.

¿Cómo era posible que aquel hombre tuviera un aspecto tan digno en el campo de batalla? Su cuerpo desnudo era realmente endeble y flaco. Desde luego se había esforzado demasiado durante los cinco años de la campaña occidental, pero de todos modos su cuerpo de cuarenta y seis años apenas contenía grasa. Incluso ahora presentaba vestigios del pobre y flaco muchacho campesino de Nakamura. Su cuerpo parecía un pino agostado que hubiera crecido en una roca, o un ciruelo enano desgastado por el viento y la nieve, fuerte pero mostrando signos de la edad.

Sin embargo, no sería apropiado comparar su edad y su físico con los de un hombre ordinario, pues tanto su piel como su figura estaban llenas de vitalidad. Cuando se sentía feliz o enojado, incluso había ocasiones en que parecía un joven.

Mientras Hideyoshi se relajaba después del baño y se secaba, llamó a un paje.

—Hay que anunciar esto de inmediato —le dijo—. Al primer toque de la caracola, todo el ejército tomará sus raciones. Al segundo, la unidad de intendencia se preparará. Al tercero, todo el ejército se reunirá ante el castillo.

Entonces Hideyoshi llamó a los oficiales encargados del tesoro y los trojes.

—¿Cuánto tenemos en el tesoro? —les preguntó.

—Unas setecientas cincuenta pesas de plata y más de ochocientas piezas de oro —respondió un oficial.

Hideyoshi se volvió hacia Hikoemon y le ordenó:

—Distribuyelo entre los hombres, a cada uno de acuerdo con su paga. —Entonces preguntó cuánto arroz quedaba en los trojes, y observó—: Aquí no nos van a sitiar, por lo que no necesitamos almacenar arroz. Paga a los vasallos cinco veces su estipendio de arroz.

Salió del baño y fue a reunirse con el mensajero de Nagahama. Había dejado allí a su madre y su esposa, y estaba constantemente inquieto por ellas.

En cuanto vio al mensajero arrodillado ante él, le preguntó:

—¿Están bien? ¿Ha ocurrido algo?

—Vuestras honorables madre y esposa se encuentran perfectamente.

—Muy bien. ¿Se trata entonces del castillo de Nagahama? ¿Lo están atacando?

—Partí de Nagahama la mañana del día cuatro, cuando una pequeña fuerza enemiga inició el ataque.

—¿Los Akechi?

—No, eran ronin de Asai aliados de los Akechi, pero según un rumor que oí por el camino, una gran fuerza de Akechi se dirige ahora hacia Nagahama.

—¿Qué iban a hacer los hombres a Nagahama?

—No hay suficientes hombres para resistir un asedio, por lo que en caso de emergencia tienen la intención de trasladar a vuestra familia a un lugar oculto en las montañas.

El mensajero depositó una carta ante Hideyoshi. Era de Nene. Como esposa del señor, tenía el deber de ocuparse de todo mientras su marido estaba ausente. Aunque debía de haber escrito la misiva en medio de una tormenta de confusión y dudas, su caligrafía era serena. Sin embargo, el contenido indicaba claramente que aquella carta podría ser la última.

Si ocurriera lo peor, os aseguro, mi señor, que vuestra esposa no hará nada que pudiera deshonrar vuestro nombre. La única preocupación de vuestra madre y mía es que superéis vuestras dificultades en estos tiempos importantes.

El primer toque de la caracola resonó a través del castillo y el pueblo.

Hideyoshi dio sus instrucciones finales a sus servidores en el castillo de Himeji:

—La victoria y la derrota están en manos del destino, pero si Mitsuhide me derrota, incendiad el castillo y aseguraos de que no queda nada. Tenemos que actuar con valentía, siguiendo el ejemplo del hombre que pereció en el templo Honno.

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