Taiko (156 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Los generales se enjugaron el sudor, se vistieron prendas de luto y aguardaron la hora señalada para el servicio religioso en el pequeño templo del castillo.

Nubes de mosquitos zumbaban alrededor de los aleros y la luna nueva pendía del cielo. Los generales cruzaron en silencio a la segunda ciudadela. Las puertas correderas del templo estaban decoradas con flores de loto rojas y blancas. Los hombres entraron uno tras otro y tomaron asiento.

Sólo Hideyoshi no aparecía y su ausencia hacía que los hombres estuvieran tensos y dubitativos, pero al mirar hacia el altar en el otro extremo de la sala, entre los austeros objetos tales como el santuario, la tablilla mortuoria, el biombo dorado, las flores del ofertorio y el incensario, distinguieron a Hideyoshi sentado con aplomo y afectación bajo el altar, sosteniendo en brazos al pequeño Samboshi.

Todos ellos se preguntaron qué estaba haciendo. Sin embargo, cuando lo pensaron detenidamente, recordaron que aquella tarde, en la conferencia, la mayoría había acordado que Hideyoshi fuese reconocido como ayudante del joven señor, junto con sus dos tutores, por lo que no se le podía acusar de presuntuoso.

Y por el mero hecho de no encontrar ninguna razón para censurar a Hideyoshi, Katsuie parecía disgustado en extremo.

—Por favor, id al altar en el orden apropiado —dijo Katsuie en voz ronca a Nobuo y Nobutaka, con el gesto torcido.

El tono de su voz era bajo pero hervía de indignación.

—Discúlpame, por favor —dijo Nobuo a Nobutaka, y se levantó primero.

Ahora le tocaba a Nobutaka parecer disgustado, como si creyera que estar colocado detrás de Nobuo ante los generales reunidos le situaría en una posición subordinada en el futuro.

Nobuo contempló la tableta mortuoria de su padre, cerró los ojos y juntó las manos en actitud de plegaria. Ofreció incienso, rezó una vez más ante el santuario y se retiró.

Al ver que el hombre estaba a punto de regresar directamente a su asiento, Hideyoshi se aclaró la garganta como si quisiera llamar la atención del niño, Samboshi, que estaba sentado en su regazo. Sin que llegara a decir: «¡Vuestro nuevo señor está aquí!», atrajo la atención de Nobuo, Nobuo pareció casi sobresaltado por el gesto premeditado de Hideyoshi y se apresuró a ir hacia ellos de rodillas. Era un hombre débil por naturaleza, y su alarma casi resultaba digna de compasión.

Mirando a Samboshi, Nobuo hizo una reverencia. Incluso se mostró demasiado cortés.

No fue el joven señor quien expresó su aprobación con un gesto de la cabeza, sino Hideyoshi. Samboshi era un niño inquieto y mimado, pero por alguna razón, se mantenía quieto como un muñeco en el regazo de Hideyoshi.

Cuando Nobutaka se levantó, rogó de igual manera por el alma de su padre, pero tras haber presenciado la actuación de Nobuo y, al parecer, reacio a que los demás generales se rieran de él, hizo una reverencia hacia Samboshi con porte realmente correcto y se retiró a su asiento.

A continuación le tocó el turno a Shibata Katsuie. Cuando se arrodilló ante el santuario, casi ocultándolo con su corpulencia, los lotos rojos y blancos de las puertas correderas y las llamas vacilantes de las lámparas parecieron teñirle con rojas llamaradas de cólera. Tal vez estaba dando al alma de Nobunaga un prolijo informe de la conferencia y rogando su apoyo para el nuevo señor. Pero al ofrecer el incienso, Katsuie permaneció largo tiempo orando en silencio con las palmas juntas en actitud solemne. Luego retrocedió unos siete pasos, enderezó la espalda y se volvió hacia Samboshi.

Puesto que Nobuo y Nobutaka ya se habían inclinado reverentemente ante Samboshi, Katsuie no podía mostrarse negligente en ese aspecto. Sin duda con el convencimiento de que era inevitable, se tragó su orgullo e hizo una reverencia.

Hideyoshi también pareció hacer un gesto de aprobación a Katsuie. Éste volvió bruscamente a un lado su cuello corto y grueso y regresó con rapidez a su sitio. Parecía lo bastante enojado como para escupir.

Niwa, Takigawa, Shonyu, Hachiya, Hosokawa, Gamo, Tsutsui y los demás generales presentaron sus respetos. Entonces pasaron a la sala de banquetes utilizada en tales ocasiones y, a invitación de la viuda de Nobutada, se sentaron a comer. Había mesas para acomodar a más de cuarenta invitados. Se sirvieron las tazas, y las lámparas oscilaban bajo la fresca brisa nocturna. Cuando los hombres se pusieron cómodos e intercambiaron palabras agradables por primera vez en dos días, cada uno se sentía un poco bebido.

Aquél era un banquete fuera de lo corriente, puesto que se daba tras un servicio fúnebre, por lo que nadie se emborrachaba demasiado. Sin embargo, a medida que el sake empezaba a surtir efecto, los generales dejaron sus asientos para hablar con otros, y aquí y allí se oían risas y conversaciones animadas.

Delante de Hideyoshi había un grupo de bebedores especialmente nutrido, a los que se unió otro hombre.

—¿Me dais una taza? —preguntó Sakuma Genba.

El valor incomparable de Genba en las batallas del norte había sido muy alabado, y se decía que ningún enemigo se había enfrentado a él dos veces. El afecto que Katsuie tenía a aquel hombre era extraordinario y le gustaba llamarle «mi Genba» o «mi sobrino». Tan orgulloso estaba de él que hablaba pública y libremente de sus virtudes marciales.

Katsuie tenía gran número de sobrinos, pero cuando decía «mi sobrino» sólo se refería a Genba.

Aunque Genba sólo tenía veintiocho años, era señor del castillo de Oyama como general del clan Shibata y había recibido una provincia y un rango apenas inferiores a los de los grandes generales reunidos en la sala del banquete.

—Por favor, Hideyoshi, dadle una taza también a ese sobrino mío —dijo Katsuie.

Hideyoshi miró a su alrededor como si acabara de reparar en Genba.

—¿Sobrino? —replicó, examinando al joven—. Ah, vos.

Ciertamente parecía el héroe del que todo el mundo hablaba, y su robustez eclipsaba a Hideyoshi, de corta estatura y aspecto frágil.

Sin embargo, Genba no tenía el rostro picado de viruelas como el de su tío. Su piel era tersa y blanca, y parecía tener la frente de un tigre y el cuerpo de un leopardo.

Hideyoshi le ofreció una taza.

—Es comprensible que el señor Katsuie cuente con jóvenes tan excelentes en su clan —comentó—. Aquí tenéis.

Pero Genba sacudió la cabeza.

—Si vais a darme una taza, me gustaría esa grande de ahí.

La taza en cuestión aún contenía un poco de sake. Hideyoshi la vació con naturalidad y dijo:

—Que alguien le sirva.

La boca del recipiente lacado en oro tocó el borde de la taza bermeja, y aunque se vació en seguida, la taza aún no estaba llena. Alguien trajo otro recipiente y por fin la taza estuvo llena a rebosar.

El apuesto y joven héroe entrecerró los ojos, se llevó la taza a los labios y la apuró de un solo trago.

—Y bien, ¿vos no bebéis?

—No tengo esa clase de talento —dijo Hideyoshi, sonriendo.

Ante esta negativa, Genba se mostró insistente.

—¿Por qué no queréis beber?

—No soy un buen bebedor.

—¡Cómo! Sólo este poco.

—Bebo, pero no mucho.

Genba soltó una carcajada, y entonces habló en voz lo bastante alta para que le oyeran todos los presentes.

—Los rumores que uno oye son ciertos. El señor Hideyoshi es muy hábil en la presentación de excusas, y es ciertamente modesto. Hace mucho tiempo, más de veinte años, era un subalterno que barría los excrementos de caballo y llevaba las sandalias del señor Nobunaga. Es admirable que no haya olvidado aquellos días.

El joven se rió de su propia insolencia. Los demás debieron de sobresaltarse. La charla cesó de pronto y todas las miradas iban de Hideyoshi, que seguía sentado frente a Genba, a Katsuie.

En un instante todos olvidaron sus tazas y recobraron la sobriedad. Hideyoshi se limitaba a sonreír mientras miraba a Genba. Tenía cuarenta y cinco años y el otro veintiocho. Su disparidad no se debía tan sólo a la diferencia de edad. La vida que Hideyoshi había llevado durante los primeros veintiocho años después de su nacimiento y el camino que Genba había seguido en esos mismos años de su propia vida diferían en extremo, tanto por el ambiente como por la experiencia. Genba podría haber sido considerado un muchacho que no sabía nada de las penalidades del mundo real, y por este motivo tenía una reputación de arrogancia así como de valentía. Y al parecer era un hombre que no empleaba la cautela en un lugar que era más peligroso que cualquier campo de batalla, una sala en la que se habían reunido los principales dirigentes de la época.

—Pero hay una sola cosa que no puedo soportar, Hideyoshi. No, escuchadme. ¿Tenéis oídos para escuchar?

Estaba gritando a Hideyoshi sin el menor respeto, y no parecía comportarse así porque estuviera borracho, sino por algo que le carcomía. Sin embargo, Hideyoshi contemplaba su estado de embriaguez y, al hablarle, lo hizo casi con afecto.

—Estáis bebido —le dijo.

—¡Qué decís! —Genba sacudió la cabeza bruscamente y enderezó su postura—. No se trata de un pequeño problema que quepa atribuirlo a la embriaguez. Escuchad. Hace poco, en el templo, cuando los señores Nobuo y Nobutaka y todos los demás generales acudieron para reverenciar al alma del señor Nobunaga, ¿no estabais sentado en el lugar de honor con el señor Samboshi en vuestro regazo, obligándoles a inclinarse en vuestra dirección uno tras otro?

—Bueno, bueno... —dijo Hideyoshi, riendo.

—¿De qué os reís? ¿Acaso es divertido, Hideyoshi? No dudo de que vuestro astuto propósito ha sido sostener al señor Samboshi como un adorno de vuestra insignificancia, de modo que pudierais recibir las reverencias de la familia Oda y sus generales. Sí, eso es. Y de haber estado yo presente, habría tenido el placer de separaros la cabeza del cuerpo. El señor Katsuie y los hombres distinguidos aquí sentados son tan bondadosos que me impaciento y...

En aquel momento Katsuie, situado a dos asientos de distancia de Hideyoshi, apuró su taza y miró a los hombres que le rodeaban.

—¿Qué pretendes al hablar así de otro hombre, Genba? No, señor Hideyoshi, no es la malevolencia lo que guía la lengua de mi sobrino. —Se echó a reír—. No le hagáis caso.

Hideyoshi no podía exteriorizar su enojo ni reír. Se veía en un apuro en el que sólo podía forzar una sonrisa sutil, pero su mismo aspecto personal era apropiado para tales situaciones.

—No os preocupéis por esto, señor Katsuie —dijo Hideyoshi ambiguamente, fingiendo claramente que estaba bebido—. No tiene importancia.

—No finjáis, Mono. ¡Eh, Mono! —Aquella noche Genba actuaba incluso con más arrogancia que de costumbre—. ¡Mono! Bueno, eso ha sido un lapsus, pero no es tan fácil cambiar un nombre que ha sido usado corrientemente durante veinte años. Es cierto, ese «Mono» es lo que acude a la mente. Hace mucho tiempo, era el subalterno simiesco a quien hacían correr de aquí para allá, de una tarea a otra, en el castillo de Kiyosu. En aquel tiempo, mi tío tenía en ocasiones servicio nocturno. He oído decir que una noche en que estaba aburrido, invitó al Mono y le dio sake, y cuando mi tío se cansó de beber, se tendió. Entonces le pidió al Mono que se acercase y le masajeara las piernas, y el discreto Mono lo hizo sin rechistar.

Todos los reunidos habían perdido sus agradables sensaciones de embriaguez, estaban pálidos y tenían un sabor amargo en la boca. La situación era mucho más complicada de lo que podía parecer. Era muy probable que más allá de los muros no tan alejados de la sala del banquete, a los sombras de los árboles y bajo los suelos, hubiera espadas, lanzas y arcos ocultados por los hombres de Shibata. ¿No estaban tratando insistentemente de provocar a Hideyoshi? Una extraña sensación, compartida por todos, empezó a brotar de la desconfianza, una sensación que se extendía con la brisa nocturna y las sombras de las lámparas oscilantes en las paredes de la sala. A pesar de que estaban en pleno verano, todos los hombres experimentaban escalofríos en la espina dorsal.

Hideyoshi esperó a que Genba hubiese terminado y entonces se echó a reír.

—No, señor sobrino, me pregunto de dónde habréis sacado eso. Me habéis traído a la memoria un recuerdo agradable. Hace veinte años este viejo mono tenía la reputación de ser un buen masajista, y todos los miembros del clan Oda querían que los masajeara. Las piernas del señor Katsuie no fueron las únicas de las que me ocupé. Y entonces, cuando me daban unos dulces como recompensa, ¡qué sabrosos eran! Eso hace que ahora me sienta nostálgico, el sabor de aquellos dulces.

Hideyoshi se rió de nuevo.

—¿Habéis oído eso, tío? —preguntó Genba pomposamente—. Dadle algo bueno a Hideyoshi. Si ahora le pedís que os masajee las piernas, puede que también lo haga.

—No vayas demasiado lejos en este juego, sobrino. Escuchad, señor Hideyoshi, sólo está de broma.

—No tiene importancia. Vamos, si incluso ahora masajeo las piernas de cierta persona.

—¿Y de quién se trata? —preguntó burlonamente Genba.

—De mi madre. Este año ha cumplido los setenta, y masajearle las piernas es un placer especial para mí. Pero como me he pasado tantos años en el campo de batalla, no he disfrutado de ese placer recientemente. Bueno, voy a marcharme ya, pero los demás podéis quedaros tanto tiempo como gustéis.

Hideyoshi fue el primero en abandonar el banquete. Mientras se alejaba por el corredor principal, nadie se levantó para detenerle. Por el contrario, los demás señores pensaron que marcharse había sido juicioso por su parte, y se aliviaron al perder la sensación de intenso peligro que habían tenido.

Dos pajes se apresuraron a salir de la habitación donde habían estado aguardando y le siguieron. Incluso en aquel lugar habían podido percibir el ambiente que imperaba en el castillo desde hacía un par de días. Pero Hideyoshi no había permitido que un gran número de sus servidores entrara en el castillo, por lo que cuando los dos pajes vieron que su señor estaba a salvo, se tranquilizaron.

Ya habían salido al exterior y estaban llamando a los ayudantes y los caballos, cuando se oyó una voz desde atrás.

—¡Señor Hideyoshi! ¡Señor Hideyoshi!

Alguien le buscaba en el campo abierto y oscuro. La luna creciente flotaba en el cielo.

—Estoy aquí.

Hideyoshi ya había montado. Takigawa Kazumasu reconoció el sonido de una palmada contra la silla de montar y corrió hacia él.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Hideyoshi con la misma clase de mirada que un señor podría dirigir a su servidor.

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