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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (22 page)

BOOK: Starters
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Repasé mentalmente una lista de lugares indeseables. ¿Algún barrio difícil?

Ahora todos lo eran. Sin duda, no me enviaría de vuelta al banco de cuerpos; antes me había rogado que no fuera.

—Me rindo. ¿Dónde?

A la Institución 37.

Sentí que se me cortaba el aliento. Me apoyé contra la pared.

—¿Puedo escoger el infierno en su lugar?

Lo sé. Las instituciones son horribles; en realidad, son prisiones. He visitado muchas, buscando a Emma. Me enteré de que esta chica, Sara, sabe algo. Pero el día que fui estaba fuera, con una cuadrilla de trabajo.

—No puedo. No puedo ir allí. Podría ir a buscarla cuando estuviera fuera. En cualquier sitio menos allí.

No. Si lo hiciéramos así, tendría que tener un escolta. No podría hablar libremente.

Me sudaban las manos. Me las sequé en los pantalones.

Estarás bien. Primero iremos a casa a buscar alguna ropa que donar. Vas a ir allí en un bonito coche, bien vestida y arreglada. Te tratarán como a cualquier menor rico e identificado.

No era sólo un lugar cualquiera al que no quería ir. Era mi peor pesadilla.

Suspiré.

Todo irá bien, Callie. Sólo recuerda quién eres: Callie Winterhill.

Capítulo 17

Me quedé al otro lado de la calle, contemplando las puertas de la Institución 37.

Habría preferido estar en cualquier otro lugar del planeta. En cualquier otro lugar.

Me mataba pensar que podía estar de vuelta en aquel elegante hotel con mi hermano y Florina.

Callie, ¿por qué te quedas ahí plantada?

—¿Estás segura de que voy a estar a salvo?

Afróntalo, a estas alturas no estás a salvo en ninguna parte. Pero probablemente ahí es donde vas a estar más segura, porque nadie puede atraparte.

—Eso es muy tranquilizador…

Había dejado el colgante en casa de Helena. No quería que lo usara demasiado por temor a que el banco de cuerpos se diera cuenta de que el dispositivo de rastreo de mi chip no funcionaba. Crucé la calle, repartiendo el peso de dos bolsas de ropa de marca, mucha de la cual todavía conservaba la etiqueta. Habían salido del armario de Helena: prendas nuevas compradas para Emma que no se habían estrenado. Helena no podía soportar regalar la ropa que su nieta había llevado, a pesar de que no iba a volver.

Un alto muro gris rodeaba el complejo. Me quedé de pie ante la puerta y hablé con el guardia a través de una sucia pantalla de metal.

—Soy Callie Winterhill —dije—. He llamado para hacer un donativo.

El guardia ender revisó la lista hasta que encontró mi nombre. Pulsó un botón y la puerta hizo un sonoro chasquido antes de abrirse. Me quedé helada. No podía mover los pies.

¡Ve!

Necesitaba aquel empujón. Respiré hondo y entré. La puerta se cerró detrás de mí con estruendo, el metal golpeó contra el metal tan fuerte que me castañetearon los dientes. El camino conducía directamente al edificio de administración, que estaba delante de mí, con sus oscuros muros grises. Antes de la guerra, cuando era una escuela pública y edificios administrativos, no era así de terrorífica.

—Adorable —mascullé entre dientes.

Recorrí el camino por un lateral de la calzada a paso lento, tomándome mi tiempo.

No vayas por ahí. Gira aquí a la derecha.

Aliviada, seguí las instrucciones de Helena, dirigiéndome hacia los dormitorios, que tenían barrotes en todas las ventanas.

—Pero ¿no me estarán esperando? ¿En la oficina principal? —le pregunté a Helena en voz baja.

Sí. Pero primero tenemos que encontrar a Sara. Me han dicho que está en el primer bloque de dormitorios. Corre, antes de que alguien te pare.

Subí unos pocos escalones y abrí las pesadas puertas. Dentro había dos vestíbulos unidos por un corto pasillo. Un olor acre me llenó las fosas nasales. La pintura estaba desconchándose, había manchas de suciedad en el desnudo suelo de cemento.

—¿Y ahora qué? —susurré.

Ve por el primer zaguán.

Giré a la derecha y miré por la primera puerta. Dieciséis literas de metal se hacinaban en una habitación gris. Junto a cada cama había una caja de madera abierta que apenas contenía unas escasas pertenencias: un raído cepillo para el pelo; un libro usado. Me recordaba a las imágenes de los barracones militares, con tristes sábanas de color oliváceo amontonándose a los pies de cada cama. Sólo que esto era peor, porque estos chicos no tenían una familia con la que regresar algún día.

Todo lo que tenían estaba en aquellas pequeñas cajas.

—No hay nadie.

Sigue adelante.

Pasé varias estancias, todas vacías. Había llegado al final de la sala y estaba a punto de darme por vencida cuando vi unos pies asomando por debajo de una cama.

Me agaché. Una chica estaba estirada en el suelo, tratando de esconderse.

—Hola —dije.

Se escabulló hacia atrás, alejándose de mí.

—No te asustes. —Me acerqué—. He traído un poco de ropa bonita. —Me incorporé y esperé.

—¿Ropa? —Su voz surgió de debajo de la cama.

—Ropa chula. Pantalones y faldas y jerseys. —Puse la bolsa en el suelo y saqué un jersey—. Aquí hay uno rosa de cachemir.

—¿Cachemir? —Salió arrastrándose y se puso de pie. Parecía tener doce años, era bonita y tenía un pequeño hueco entre los dientes. Su uniforme, una camisa blanca raída y unos pantalones negros, colgaban holgados sobre su huesuda figura.

Su delgadez era típica de un menor sin reclamar, pero ya no vivía en las calles.

Estaba claro que la alimentación de los chicos no era su máxima preocupación.

Pregúntale cómo se llama.

Le di el jersey. Lo acarició como si fuera un gatito.

—Qué suave. —Se lo llevó a la mejilla.

—Es tuyo.

—¿De verdad? Quiero decir… ¿de verdad?

Asentí.

—Oh, muchas gracias. —Se lo puso en seguida.

—¿Qué te parece? —pregunté.

Respondió colocándose un puño sobre el corazón y cubriéndolo con su otra mano. Hizo un gesto, imitando el latido de un corazón.

—Significa que me encanta —dijo—. ¿Lo ves? Suena como un corazón. Hazlo. —Me cogió las manos e hizo que la imitara. Me sentí ridícula.

»Es más como el latido de un corazón, así —dijo—. Es mejor si empujas tu puño contra la otra mano. —Hizo que mis manos marcaran el ritmo del corazón: pumpum.

—Vale, lo he cogido. —Dejé de hacerlo y me quité sus manos de encima—. ¿Cómo te llamas?

—Sara.

Se me aceleró el pulso. Helena dejó escapar un jadeo que sólo yo pude oír.

—¿Cuánto hace que vives aquí? —pregunté.

—Casi un año.

—¿Dónde están los demás?

—Están fuera, hoy les toca limpiar el bosque. —Se sentó en el borde de la cama.

—¿Y tú no…?

—Una válvula mala. —Se señaló el corazón.

No supe qué decir, excepto echar mano de algunas disculpas convencionales.

—No pasa nada. No duele, y me libro de los peores trabajos. —Se arrebujó dentro del jersey—. ¿Era tuyo?

—De una amiga. —Negué con la cabeza—. Te queda bien. Estoy segura de que se alegraría de que lo tuvieras.

—Es tan agradable… —Sonrió y se acarició las mangas. Dio una palmadita en la cama. El colchón se hundió cuando me senté a su lado. La sábana era áspera y olía a moho.

—Cuando entré te estabas escondiendo. ¿Por qué? —pregunté.

—Nunca sabes quién puede haber por aquí. —Bajó la mirada y se encogió de hombros.

Cogí el bolso y saqué una Supetrufa. Se la ofrecí. Arqueó las cejas.

—Adelante. —Se la acerqué—. Cógela. —La tomó con ambas manos y mordió un poco. Me pregunté cuándo habría comido por última vez.

—Sara, he oído que quizá conocías a una chica llamada Emma. —Le mostré la foto de mi móvil—. ¿La recuerdas?

Sus deditos me arrebataron el teléfono y lo examinó.

—Vino aquí una vez como voluntaria, hace unos seis meses. Me peinó. Era una belleza de clínica. —Me devolvió el teléfono—. La vi otra vez un par de semanas después. Me rompí la muñeca (no preguntes) y tuve que hacerme un escáner. Vi a Emma en la calle, pero fue raro.

—¿Por qué?

—No me reconoció. La llamé por su nombre: ¡Emma! Me miró de frente, pero no se acordaba de mí. Parecía un poco distinta, más guapa, pero supe que era ella.

Llevaba las mismas joyas. Supongo que le dio vergüenza. Quizá no quería que la vieran conmigo. —Se estiró el jersey—. Y después, pasamos aquel día tan bonito juntas.

Deseaba con toda el alma poder decirle a Sara que se equivocaba. Que no era la Emma real, sino una arrendataria ender.

—¿Dónde estabas cuando la viste? —pregunté.

—No sé. —Negó con la cabeza—. No muy lejos, aquí, en Beverly Hills.

—Lo siento —lo dije para Helena. Desearía haber conseguido más información.

—Está bien —dijo Sara. Se acercó a mí, en la cama—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—¿Crees que soy guapa?

—Por supuesto. Tienes una cara preciosa. ¿Por qué?

—La semana pasada descubrimos que hay un programa especial. Van a coger a algunos de nosotros y arreglarnos y darnos trabajos importantes. Podremos ganar dinero. Van a cogerme. De verdad, de verdad que quiero salir. Siempre he estado aquí.

—¿Cuándo? ¿Cuándo va a ser eso?

—No lo sé. Dijeron que nos ducharían mañana. Normalmente sólo nos duchamos en domingo. —Una expresión de miedo ensombreció su rostro. Sus ojos se centraron en algo que había a mi espalda mientras se ponía de pie.

Me di la vuelta y vi a una ender de aspecto malvado en la puerta. Tiempo atrás quizá había sido elegante, pero ahora lucía un traje gris y un zip taser en la cadera.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Entró en la habitación.

—He traído un donativo. —Me levanté y señalé las bolsas.

En la placa que llevaba en el pecho se leía: SRA. BEATTY. JEFE DE SEGURIDAD.

—Todas las donaciones pasan a través de la dirección. No puedes ponerte a dar vueltas por aquí, tirando los regalos como si fueran serpentinas en Carnaval. —Cogió ambas bolsas—. Sólo provocaría celos y peleas y, la verdad, no necesitamos más de eso.

Confié, como una idiota, que no se diera cuenta, pero el jersey que Sara llevaba puesto no era del reglamentario gris o negro, sino de color rosa. Naturalmente, llamó la atención de Beatty. Sara se cruzó de brazos en un fútil intento de esconderlo.

—Quítatelo —le ordenó Beatty—. Ahora.

—Es mío, me lo ha dado.

—Es verdad. —Avancé hacia ella—. Lo he hecho.

No te metas, Callie
, me apremió Helena.

—Te lo vas a quitar ahora mismo. —Beatty tiró las bolsas y pasó por mi lado. Tiró por encima de la cabeza de Sara y se lo quitó bruscamente.

—No puedes quitármelo, es mío. —Las lágrimas caían de sus ojos enrojecidos—. Es la primera cosa que alguien me ha dado en toda mi vida.

No te quedes, Callie. Sal de aquí ahora mismo.

—La dirección se encarga de distribuirlo. —Beatty me hizo un gesto—. Vamos allí tú y yo.

¡No! Hagas lo que hagas, no vayas.

La voz de Helena hizo que mi cuerpo se pusiera en tensión. Beatty me hizo una señal con la cabeza para que pasara delante. Lanzó una mirada severa a Sara, como si fuera a encargarse de ella más tarde, cuando yo ya no estuviera como testigo.

Caminé hacia la puerta y me paré. Me di media vuelta en el umbral y vi el último atisbo del frágil cuerpecillo de Sara. Unas hebras de pelusa de color rosa se habían pegado a su blusa blanca, como un triste recordatorio de lo que podría haber sido.

No había nada que pudiera hacer por ella.

Beatty y yo recorrimos el vestíbulo. Beatty llevaba zapatos de tacón, pero no de aguja, sino unos tacones gruesos que hacían una especie de sonido sordo. Tuve una extraña idea: volver atrás corriendo y asestarle un puñetazo en la cara a Sara. Si tenía un ojo morado o la nariz rota, entonces quizá la gente del banco de cuerpos no se la llevara.

Era enfermizo que hubiera llegado a esto. Mientras dejábamos el edificio y bajábamos los escalones, no podía borrar la cara de Sara de mi mente. Era exactamente una versión más joven de mí, de lo que yo había sido durante el último año. Una huérfana desesperada, muerta de hambre, ávida de cualquier sobra, a merced de un sistema que se preocupaba menos de los menores sin reclamar que de los perros callejeros.

Cuando llegamos a la entrada del edificio principal, Helena me habló.

A la izquierda. Tú limítate a andar como si fueras la dueña del lugar.

Hice lo que me decía. El sonido sordo de los zapatos de Beatty dejó de oírse.

—Señora. El despacho de la directora está por ahí. —Señaló hacia la derecha. Su voz era tan aguda que me dolieron los oídos.

—Lo sé. Pero no me encuentro bien. Me voy.

—Aquí tenemos un médico. Un buen médico. Lo llamaré.

—No, gracias.

Beatty resopló y sus labios se contrajeron en una mueca. Pero seguí andando hacia la puerta principal, con la cabeza alta, sin mirar atrás. Estaba aprendiendo cuál era la actitud de quienes tienen derechos.

Cuando llegué a la puerta, el guardia me miró desde el interior de su pequeña jaula.

Miré fijamente la puerta, esperando que la abriera. No lo hizo.

Sonó el teléfono y entonces contestó. Allí toda la tecnología era obsoleta.

Me contempló fijamente y después colgó. Me hizo un gesto para que me acercara. Me aproximé a la reja.

—Que tenga un buen día —dijo—. Hasta la próxima. —La puerta se abrió y tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para no salir corriendo. Cuando se cerró a mi espalda, recuperé el aliento y crucé la callé. Me di la vuelta y contemplé el complejo. El edificio de los dormitorios se elevaba por encima del muro, y algo me llamó la atención.

Sara estaba en una de las ventanas, saludándome, parecía muy pequeña. Tragué lo que fuera que me había subido a la garganta.

Ahora ya ves lo malo que es esto. Ahora ya lo sabes.

—Es aún peor. ¿No la has oído? —le dije a Helena—. El banco de cuerpos va a escoger a los chicos más guapos y va a empezar a utilizarlos. Tenemos que parar esto.

Por fin lo has entendido.

Capítulo 18

Estaba tremendamente contenta por haber salido de aquel horrible lugar. Me preguntaba si Helena había esperado de verdad encontrar pistas sobre la muerte de Emma o si sólo era una excusa para conseguir que entrara en una institución.

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