Authors: Natsume Soseki
—Tú defiendes ese matrimonio sólo porque el asunto te viene grande —dijo Meitei para presionar a Suzuki—. Estás ahí sentado, con gesto arrogante, y tu única contribución al tema es comentar, de un modo frío, que sencillamente no estás de acuerdo con nuestras apreciaciones. Pero me pregunto qué habrías hecho si hubieras estado en nuestro lugar el otro día, cuando la Nariz se presentó aquí sin avisar. Incluso tú, un hombre de negocios tan compuesto, habrías tenido ganas de echarla a patadas. ¿No es cierto, Kushami? Díselo. A mí me parece que llevaste muy bien la situación.
—Aunque, según parece, mi actitud causó mejor impresión que la tuya —respondió el maestro con sorna.
La respuesta de Meitei fue una mezcla de lástima y desprecio:
—¡Qué increíble confianza en ti mismo! Ahora empiezo a entender por qué llevas tan bien que tus colegas y tus alumnos se burlen de ti en la escuela y te llamen té salvaje. A mí a fuerza de voluntad no me gana nadie, pero en lo que se refiere a sangre fría, desde luego que no estoy a tu nivel. Me descubro ante semejante demostración de templanza.
—¿Y exactamente por qué motivo tendría que molestarme por esas bobadas que me dicen? No me asustan lo más mínimo. Cuando el gran crítico Saint Beuve enseñaba en la universidad de la Sorbona, era muy poco apreciado por sus alumnos y colegas. Hasta tal punto que cuando salía a la calle se veía obligado a llevar un puñal para defenderse de los ataques de sus enemigos. Cuando Brunètiere censuró las novelas de Zola...
—¡Vamos, Kushami, déjalo ya, anda! ¿Tú que eres? ¿Un profesor de universidad, uno emérito? Para ser un simple maestro de inglés te das demasiados aires comparándote con semejantes lumbreras. Es como si una sardina quisiera que la trataran como a una ballena. Deja de fantasear o acabarás por convertirte en el hazmerreír de todo el mundo.
—Ésa es sólo tu opinión. Desde mi punto de vista, Sainte Beuve y yo, considerando la categoría de mis alumnos, somos ambos de la misma especie.
—¡Qué autoestima, por Dios! Pero si yo fuera tú, me cuidaría muy mucho de andar por ahí armado con una daga. Porque seguro que te cortas. Por supuesto, si los profesores de universidad tienen que salir a la calle armados con puñales, es razonable pensar que los maestros de escuela también hagan lo propio y salgan armados con navajas. Lo mejor es que vayas a la zona comercial de Nakasime, en Asakusa y te compres una de esas escopetas de juguete. Y luego te la cuelgas al hombro. Ya verás qué aspecto tan encantador. ¿Qué te parece, Suzuki?
Suzuki, observando que la conversación había derivado hacia otros derroteros, se tranquilizó. Estaba seguro de que no volverían a tocar el tema de los Kaneda. Para descargar tensión se aventuró a soltar unas cuantas frases halagadoras:
—¡Igual que siempre! Sigue siendo estupendo participar en estas conversaciones tan chispeantes. Como hacía mucho que no os veía, me siento como si hubiera salido de un oscuro callejón y aparecido de pronto en medio de un maravilloso y soleado paisaje. Como podéis imaginar, las conversaciones entre hombres de negocios suelen ser bastante más serías y aburridas. Uno debe medir siempre sus palabras y cuidarse mucho de no decir nada inadecuado. Pero a mí lo que me gusta de verdad son las charlas sinceras y abiertas, como ésta. Resulta maravilloso poder volver a hablar con colegas de estudios en el mismo tono desenfadado de antaño. Me alegro mucho de que mi visita me haya proporcionado el inesperado placer de reencontrarme con Meitei. Bueno, ahora os pido que me disculpéis. Tengo que encontrarme con alguien.
Una vez hubo lanzado estas empalagosas frases de despedida, se dispuso a dejar libre mi cojín. En ese preciso momento, Meitei dijo:
—Me voy contigo. Me esperan en la Sociedad de Artes Escénicas de Nihombashi.
—Estupendo —dijo Suzuki—. Vamos los dos en la misma dirección.
Y así, caminando codo con codo, se marcharon.
Describir todos los acontecimientos que tienen lugar en un periodo de veinticuatro horas y leerlos a continuación exigiría, como mínimo, otras veinticuatro horas por lo menos. A pesar de que soy partidario del estilo descriptivo y realista en la literatura, debo confesar que registrar todo lo que sucede en la casa del maestro durante un día y una noche, sería un auténtico
tour de force
que superaría con creces las limitadas capacidades de un simple gato. Por eso, y a pesar de que las palabras y actos del maestro merecerían una exhaustiva descripción, reconozco no poseer el talento ni la energía suficientes para presentarlos a los lectores en su justa medida. Es algo que se me podría reprochar, sin duda, pero incluso un gato necesita descanso.
Tras la marcha de Meitei y Suzuki, el silencio cayó sobre la casa como en una de esas noches de invierno en las que el viento súbitamente se calma y la nieve cae quedamente. El maestro, como de costumbre, se encerró en su estudio. En la habitación de al lado dormían las niñas, y en el cuarto adyacente, orientado al sur, la señora Kushami le daba el pecho a la pequeña Meiko, de apenas un año de edad. Había sido un día neblinoso, propio de la primavera temprana, y el sol se había puesto pronto. El sonido de los zuecos de madera que pasaban por la calle frente a nuestra ventana se podía oír claramente desde el cuarto de estar, y la melodía de una flauta china que llegaba desde la casa de huéspedes que había enfrente entraba por mis somnolientas orejas hasta adormecerme. Fuera la niebla se espesaba. Con el estómago lleno, tras dar buena cuenta del plato de arroz con raspas de pescado que Osan me había puesto en mi escudilla, sentí que era el momento de cerrar los ojos. Descansar, eso era lo que me hacía falta.
Ha llegado hasta mis oídos que algunos autores de
haikus
adoptaron la frase «amor de gato» para indicar que su poema en cuestión hace referencia a la primavera. De hecho, había venido constatando que, en esta primavera temprana, algunos de mis vecinos gatunos se dedicaban a maullar sin fin, haciendo imposible conciliar el sueño. He de decir que, a día de hoy, aún no me ha sido dado experimentar semejante trastorno de los sentidos. Sin embargo, el amor es un estímulo universal, para qué negarlo. Es el motivo y motor de todas las criaturas: desde Zeus Olímpico hasta el más simple de los gusanos que horadan la tierra, pasando por los grillos con su interminable cri-cri. El amor es la causa principal de todos esos comportamientos tan exasperantes y agotadores a que nos tienen acostumbradas las criaturas en cuanto despunta la primavera. Por tanto, es natural que los gatos se mostrasen también pletóricos en su arriesgada búsqueda del amor. Yo mismo fui víctima de ciertas cuitas platónicas por Mikeko. He escuchado que incluso Tomiko, esa glotona devoradora de pastelitos de arroz espolvoreados con aroma de judía, es decir, la hija y heredera del fundador de la técnica del triángulo, el viejo señor Kaneda, acostumbraba a sentir un cierto cosquilleo como consecuencia de su amor por Kangetsu. Por lo tanto, no despreciaré a mis compañeros ni a sus consortes, tan inspirados todos por la inefable magia de estas noches primaverales, tan descontrolados por la terrible lujuria o abatidos por la soledad. Sin embargo, y aunque me cueste decirlo, de momento no siento esa necesidad perentoria que acucia a todos cuantos me rodean. En mis actuales circunstancias, lo único que anhelo es descansar. Estoy tan muerto de sueño que, honestamente, no podría entregarme a todo ese ritual agotador a que se consagran los demás. Por esa razón me he deslizado sigilosamente en la habitación de las niñas, he pisado territorio prohibido y me he acurrucado a sus pies sin molestarlas hasta caer en un sueño profundo y reparador.
Al cabo de un rato he abierto los ojos para echar un vistazo alrededor y he visto al maestro dormido en la cama contigua a la de su mujer. Cuando se va a la cama, el maestro tiene la fea costumbre de llevarse consigo algún libro. Normalmente se trata de un libro occidental, pero no parece que lea más allá de dos o tres páginas. A veces se lleva el libro, lo deja junto a la almohada y no hace el más mínimo intento de abrirlo. Es muy típico del maestro llevarse a la cama un libro aunque no tenga intención de leer ni una sola línea. Por mucho que su mujer se ría de él, por mucho que le reproche ese estúpido hábito, él sigue erre que erre. Cada noche se hace el mismo propósito y se va a la cama con un libro que no lee. A veces se reta a sí mismo y, no contento con uno, se lleva tres o cuatro volúmenes a dormir. Hasta hace poco se acostaba acompañado, además, por el
Gran Diccionario Webster
, un tomo monumental en cuanto a su tamaño. Supongo que su comportamiento delata algún tipo de desorden psicológico. Igual que algunos hombres particularmente extravagantes no pueden irse a dormir si no son mecidos previamente por el silbido de una de esas teteras Ryubundo,
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al maestro le ocurre que no puede dormir si no tiene un libro junto a la almohada. Es como si el libro no fuera un objeto destinado a la lectura, sino un mecanismo de inducción al sueño, una especie de somnífero tipográfico, una manta paginada.
Me di una vuelta para ver qué era lo que se había agenciado esa noche, y le encontré completamente dormido con un volumen rojo y fino, medio abierto sobre su barbilla y con el lomo superior casi peinándole el bigote. A juzgar por su dedo pulgar, atrapado entre las páginas como si fuera el contenido de un sándwich, es de suponer que esta vez había avanzado algo en su lectura, puesto que habitualmente sólo llegaba a leer una línea o dos antes de desplomarse. Al lado de la cama, en el lugar de costumbre, lanzando un reflejo frío y gris sobre la cálida noche primaveral, descansaba su reloj niquelado.
La mujer del maestro yacía unos metros más allá, con la niña a su lado. Tenía la boca abierta y roncaba sonoramente. Su cabeza se le había resbalado de la almohada. En mi opinión, no hay costumbre más indecente entre los humanos que dormir con la boca abierta. Ningún gato será descubierto jamás en toda su vida en semejante degenerada posición. La boca y la nariz tienen funciones separadas: la primera tiene el propósito de emitir sonidos, la segunda tiene funciones respiratorias. Sin embargo, en Japón, sobre todo en las regiones del norte, las criaturas humanas han ido abandonándose a la pereza y sólo en ocasiones abren la boca para decir lo indispensable. Un resultado obvio de esa pereza bucal y de la parsimonia muscular con la que mueven los labios al pronunciar, es ese modo de hablar tan peculiar que tienen, en el que las palabras parecen salir más bien a través de los orificios nasales. Eso es malo, pero es mucho peor cuando la nariz permanece cerrada y es la boca quien asume las funciones respiratorias. En consecuencia, ir por ahí con la boca abierta todo el rato no sólo es un hábito repugnante, sino tremendamente peligroso: de cualquier viga puede caer una lluvia de excrementos de ratón, con el consiguiente riesgo para la salud.
Seguí avanzando por la casa a oscuras, y comprobé que la misma escena se repetía con las niñas, pequeñas reproducciones a escala de las indignidades de sus padres. Yacían despatarradas en sus camas. Tonko, la mayor, para demostrar la tiranía que ejercía sólo por el hecho de serlo, tenía su brazo derecho completamente extendido sobre su hermana pequeña, de modo que su puño reposaba sobre la oreja de ésta. En una especie de contraataque nocturno, Sunko, tumbada completamente de espaldas, invadía con su pierna parte del estómago de su hermana. De alguna forma habían encontrado la forma de doblarse noventa grados desde su posición original. Pero, a pesar de esas posturas perfectamente incómodas, ambas dormían como corderitos.
Hay algo peculiar en el hecho de moverse casi a tientas bajo la luz tenue de una noche primaveral. Aquélla era una casa humilde y sin pretensiones, y una suave y agradable radiación iluminaba la escena. Me preguntaba qué hora era. Reinaba un profundo silencio roto únicamente por el segundero del reloj de pared, por los ronquidos de la señora Kushami, y por el rechinar de los dientes de la sirvienta, un trémolo perfectamente audible a pesar de la distancia que nos separaba de su cuarto. Cada vez que se lo echaban en cara, ella juraba que no rechinaba los dientes. Defendía tercamente que nunca, desde el día en que nació, había hecho nada parecido. Ni siquiera se disculpaba, o decía que intentaría no volver a hacerlo. Simplemente insistía en que ella no hacía semejante cosa. Pero claro, como lo hacía mientras dormía, es bastante probable que no recordase nada. Pero, lo recordase o no, la evidencia de los hechos mostraba que sí los rechinaba. Hay personas en este mundo que, a pesar de haber cometido grandes tropelías, se empeñan en defender su absoluta pureza y santidad. Realmente llegan a convencerse de estar libres de toda culpa. Me atrevo a decir que esta actitud es sobre todo propia de espíritus simples. Por muy cierta que sea la causa de los reproches, como todos tienen defectos, incluso quienes se los hacen, se sienten libres de responsabilidad. Se me ocurrió pensar que en realidad no había tanta diferencia entre nuestra criada rechinante y esos malvados que tienen un concepto tan elevado de sí mismos. Mientras tanto, la noche transcurría en calma.
De pronto, escuché unos ligeros golpes en las contraventanas de madera de la cocina. Extraño. Nadie vendría de visita a estas horas de la noche. Debía de ser uno de esos odiosos ratones. Que siguieran golpeando. Como ya he dicho en otra ocasión hace tiempo decidí no cazar nunca ni ratas ni ratones. Y dale con los golpecitos en las contraventanas. Aunque, por alguna razón, aquello no sonaba a ratón. Si así fuera, debía de ser uno extremadamente cauteloso, por cuanto los ratones de casa del maestro, al igual que le sucede con sus alumnos en clase, suelen comportarse con una energía desbordante día y noche, como si estuvieran al borde de una revolución cuyo único objetivo fuera el de destruir violentamente los dulces sueños de ese hombre tan digno de lástima. Ninguno de nuestros ratones haría unos ruidos tan discretos. No, no era un ratón. Demasiado tímido. La otra noche uno bastante audaz entró en el dormitorio del maestro, le pegó un mordisco en su raquítica nariz y se marchó dando gritos de triunfo. Mis sospechas respecto a la naturaleza del intruso se confirmaron cuando escuché el chirrido de las contraventanas al abrirse, y luego un suave deslizamiento de algo por la ventana. Ahora sí que estaba seguro de que no se trataba de un ratón. Sólo un humano podía hacer ese ruido. Pero quién. Ni Suzuki ni Meitei serían capaces de entrar a esas horas de la noche, y menos tan furtivamente y por la ventana de la cocina. Tampoco serían capaces de forzar las contraventanas. Me preguntaba si sería uno de esos amigos de lo ajeno de quienes tanto había oído hablar. Si era así, quería ver cuál era su aspecto.