Soy un gato (24 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Pero precisamente de eso es de lo que se trta. Podrás pensar que es una cosa rara, pero a veces la gente tiende a despreciar lo que ama.

—No puedo concebir la existencia de alguien tan obtuso como para comportarse de tal manera. —Esos intrincados comportamientos de la naturaleza humana estaban más allá de la capacidad de una mente simple y elemental como la del maestro.

—De hecho, el mundo está lleno de gente así, aunque tú no lo veas. Y así es como interpreta la madre los comentarios de su hija. Me dijo: «Mi hija debe de estar prendada de ese Kangetsu, porque anoche le oí decir que tenía una cara que parecía una calabaza a la que le han sacado los colores.»

La revelación de estos misterios del corazón humano dejaron al maestro anonadado. Con los ojos abiertos como platos y sin decir palabra, miraba atónito a Suzuki como si fuera un adivino plantado en medio de la calle. Suzuki, por su parte, cayó en la cuenta de que con el rumbo que llevaba la conversación no lograría nada bueno para su causa y todo acabaría en un sonoro fracaso, así que decidió dar un giro a la charla y llevarla por caminos en los que el maestro no pudiera perderse.

—Bien. Ten en cuenta esto —dijo—. Con lo guapa que es y el dinero que tiene, esa chica podría casarse con quien quisiera. Quizás Kangetsu sea un excelente compañero, pero comparando sus respectivas posiciones sociales... No. No entremos en ello. Esas comparaciones son siempre odiosas y se pueden malinterpretar como algo ofensivo. Déjame explicártelo de otra manera, en términos más personales. Si los Kaneda me han pedido que venga aquí, ¿no demuestra eso su preocupación y no indica la fuerza y la naturaleza de los anhelos de su hija?

No se podía negar que Suzuki actuaba con gran perspicacia. Se dio cuenta de que el maestro se había quedado impresionado por esta última argumentación, pero también comprendió que si la conversación volvía a tocar los sentimientos del maestro hacia Kangetsu, estaba perdido. No quedaba más remedio que seguir adelante y hacerlo lo más rápidamente posible.

—Ya ves. Eso es lo que intento explicarte. Los Kaneda no esperan dinero o propiedades de Kangetsu. Lo que les gustaría, más bien, es que Kangetsu adquiriera por sí mismo un cierto estatus y posición. Y cuando digo estatus quiero decir un reconocimiento público de sus cualificaciones, es decir, ¡el doctorado! No quiero decir que entregarán a su hija en matrimonio sólo si obtiene ese doctorado. No debes malinterpretarme. Las cosas estaban encauzadas, y sólo se complicaron cuando la señora Kaneda fue víctima de la verborrea y de las tomaduras de pelo de Meitei. No, por favor. No hace falta que digas nada. Ya sé que no fue culpa tuya. La señora Kaneda habla de ti como un hombre franco y sincero. Si se ha producido algún malentendido, y hay que culpar a alguien, ése no es otro que Meitei. Resumiendo. La situación es ésta: si Kangetsu puede obtener su doctorado, podrá obtener al tiempo un estatus independiente. La gente tendrá en consideración al doctor Kangetsu, y los Kaneda, por su parte, se sentirán orgullosos de semejante yerno. Así que, ¿cuáles son las opciones para Kangetsu si defiende pronto su tesis y se doctora? ¿Ves? Hasta ahora, en lo que concierne a los Kaneda, ellos son los últimos en exigir un doctorado o una licenciatura a Kangetsu. Pero tienen que considerar lo que la gente piensa, y cuando se trata de la gente, uno debe ser cuidadoso.

Expuesta así la petición de los Kaneda, que demandaban del pretendiente al menos un título de doctor, la cosa parecía bastante razonable. Y, como era razonable, el maestro lo apoyaría inmediatamente. Parecía proclive a actuar como Suzuki le aconsejaba. Suzuki, estaba claro, hacía bailar al maestro al son de su tonada, y yo no podía por menos que considerar a mi amo como un hombre simple pero honesto.

—Bueno, en ese caso le sugeriré a Kangetsu que finalice su tesis. Sin embargo, creo que lo primero que haré será preguntarle de hombre a hombre si realmente quiere casarse con esa mujer o no.

—¡De hombre a hombre! Si se lo preguntas de esa manera todo esto acabará en nada. Es mejor que se lo dejes caer de manera fortuita, en el transcurso de una conversación intrascendente.

—¿Que se lo deje caer?

—Quizás no se trate de la expresión adecuada... Lo que quiero decir es que, seguramente, entenderás sus intenciones si deslizas la pregunta en el curso de una conversación normal.

—No sé si tú serías capaz de semejante cosa, pero yo, si no se lo pregunto directamente, no me las arreglo...

—Bueno, pues haz como quieras. De ti depende, pero no creo que sea una buena idea echar un jarro de agua fría sobre un romance como el que tienen esos dos. Aunque sea por pura diversión, como hace Meitei. Quizás no sea imprescindible lanzarles de cabeza al matrimonio, pero está claro que en asuntos como éstos las dos partes más directamente afectadas deben estar libres de presiones e influencias externas a fin de que puedan tomar la decisión más acertada para su futuro. Así que la próxima vez que venga Kangetsu, por favor, no trates de intervenir de un modo demasiado brusco. Y más que por ti lo digo por Meitei. Nadie sale indemne de una conversación con él.

Suzuki censuraba la actitud de Meitei para no censurar directamente al maestro. Pero, como dice el refrán, «hablando del rey de Roma...».

—Hola —Meitei estaba entrando por la puerta, como salido de la nada. En su saludo había puesto un especial énfasis en la acentuación de la ele—. ¡Vaya! Pero si es un visitante procedente del pasado. Hacía siglos que no te veía. Kushami no suele tratar a sus amigos íntimos con tanta ceremonia. Un comportamiento realmente extraño, ¿no crees? Quizás lo mejor sería venir sólo una vez cada diez años. Esos dulces, por ejemplo; nunca te darán una cosa así si vienes a menudo. —Se .abalanzó entonces sobre los pasteles de Fujimura, sin ninguna educación, y se metió en la boca uno de gelatina. Suzuki se inquietó, el maestro sonrió y Meitei, mientras tanto, se dedicó i masticar. Yo observaba desde la galería, y en ese momento comprendí cuán importante es el gesto, la mímica, a la hora de dotar a una buena obra de teatro de un efecto dramático. Todos saben que los monjes Zen son capaces de hablar entre ellos telepáticamente, y de mantener largos diálogos en silencio. El espectáculo que se desarrollaba en la habitación era, sin duda, una modalidad de ese diálogo gestual, un intercambio de información que, no por breve, dejaba de ser enormemente elocuente. Por supuesto, fue Meitei quien rompió el silencio.

—Siempre te he considerado un ave pasajera, Suzuki. Siempre de acá para allá, pero, según parece, has vuelto para quedarte. Cuanto más vive uno, más cosas extrañas ve.

Meitei se dirigía a Suzuki con la misma desenvoltura y desparpajo con que lo hacía con el maestro. Aunque hubieran compartido piso en sus días de estudiantes, era de esperar algo más de formalidad en el trato después de más de diez años sin verse ni una sola vez. Eso hubiera sido lo normal para cualquiera. Pero Meitei era diferente. Como no le importaban las convenciones sociales, era fácil tomarlo por un prepotente o por un zafio. Pero si en realidad era un maleducado o solamente un iconoclasta, es algo que no sabría decir.

—Bueno, nunca se sabe. No seas tan exagerado —respondió Suzuki con una evasiva. Pero por el modo en que miraba la cadena su reloj se notaba que estaba bastante inquieto.

—Dime, ¿te has montado ya en el tranvía? —soltó el maestro inesperadamente.

—Parece que si he venido hoy ha sido exclusivamente para alimentar vuestro peculiar sentido del humor. Es cierto que he pasado una larga temporada en provincias, pero habéis de saber que tengo al menos sesenta acciones de la Compañía de Tranvías Metropolitanos de vuestra querida ciudad de Tokio.

—Bueno, eso no es como para pavonearse. Yo tenía ochocientas ochenta y ocho acciones y media, pero se las comieron las polillas. Ahora sólo me queda media. Si hubieras venido hace un rato, te habría dado unas diez que todavía no habían caído en las fauces de los insectos. Es una lástima...

—Veo que no has cambiado nada. Tú y tu peculiar sentido del humor... Pero, bromas aparte, no harías mal en hacerte con unas cuantas acciones; su precio no deja de aumentar año tras año.

—Sí, desde luego. Aunque sólo tenga media acción, en unos mil años habrá subido tanto que me harán falta al menos tres almacenes para guardar el dinero. Tú y yo, amigo mío, tenemos suerte: estamos al tanto de la trascendencia de los cambios económicos que vivimos en estos trepidantes tiempos y, por supuesto, conocemos el valor de las acciones. Pero ¿y Kushami? Mírale. Fíjate en él. Para él las acciones no son más importantes que los claveles silvestres —remató Meitei mientras miraba al maestro con cara de pena y se lanzaba a por otro pastelito.

Su apetito era contagioso y el maestro alargó el brazo hasta la bandeja de los dulces. En la naturaleza de los hombres está el imitar los gestos positivos de sus semejantes.

—A mí las acciones me importan un bledo. Lo que me habría gustado de verdad es que el pobre Sorosaki hubiera vivido lo suficiente como para poder montar al menos una vez en el tranvía —dijo, y concentró su mirada en la huella que habían dejado sus dientes en el pastel mordido.

—Si Sorosaki se hubiera montado en el tranvía, seguro que se habría perdido y habría acabado dando tumbos por el barrio de Shinagawa. Ahora está mucho más seguro, desde que han inscrito su nombre en una lápida: «El Hombre Santo y Natural». Al menos ahora sabrá dónde está.

—Oh, sí, me enteré de que había muerto. Lo siento mucho. Era un hombre tremendamente inteligente —dijo Suzuki.

—Inteligente, en eso estamos todos de acuerdo —intervino Meitei—. Pero reconozcamos que cuando se trataba de cocer arroz era un completo inútil. Cada vez que le tocaba hacerlo a él, no nos quedaba más remedio que marcharnos al restaurante de abajo a comer soba.

—Cierto. Ahora que lo decís, el arroz de Sorosaki era el único que he conocido que olía a quemado incluso cuando todavía no había cocido del todo. Es más, no sé si recordáis que tenía una extraña manera de acompañarlo con tofu crudo. Y luego lo servía todo junto, en frío. Lo cierto es que aquello era una bazofia incomestible —confirmó Suzuki. Su queja llegaba, al parecer, con diez años de retraso.

—Hasta el momento de su muerte, Kushami y Sorosaki siguieron siendo buenos amigos y salían a pasear todas las tardes. Iban por ahí a comer pasteles de arroz sumergidos en sopa de judías rojas. El resultado es que Kushami se ha convertido en un mártir de la dispepsia. De hecho, Kushami era el que más comía, así que en buena lógica debería haber sido el primero en fallecer.

—Qué razonamientos más extraños eres capaz de hacer —replicó el maestro—. No sé qué tiene de malo salir por ahí a comer unos pasteles. Por lo que yo recuerdo, tú tenías la costumbre de andar por los cementerios tumbando lápidas con un bastón de bambú. A eso lo llamabas tú ejercicio físico, aunque esa apreciación no te salvó de una buena tunda aquel día que te pilló un monje.

Si se trataba de rememorar antiguas hazañas estudiantiles, sin duda Meitei se llevaba la palma.

—En efecto. Me acuerdo perfectamente de aquel monje. Me dijo que estaba molestando con mis porrazos el sueño eterno de los finados y me pidió que depusiera mi actitud. Lo único que hice fue practicar un poco de esgrima con una vara de bambú, mientras el general Suzuki, aquí presente, se batía en un combate de lucha libre con las lápidas, que era algo que le gustaba mucho. Recuerdo que en una ocasión tumbó tres seguidas.

—¡Eso sí que logró soliviantar al monje! Se empeñó en que devolviera a mis victimas a su posición original. Le dije que se calmara y esperase un rato hasta que encontrase a unos peones, pero se negó en redondo y me dijo: «Sólo las manos del diablo pueden purgar el mal que han ocasionado. Lo muertos no aceptaran más penitencia que la tuya.»

—Y menuda pinta tenías. Gimiendo entre charcos y barro con una camisa de muselina y un taparrabos sujeto con una cuerda...

—Y me acuerdo de cómo tú me mirabas fríamente mientras me peleaba con esas malditas piedras. Qué poca compasión. Me enfado pocas veces, pero en aquella ocasión te habría matado por tu falta de compañerismo. Sobre todo cuando venías a darme ánimos, y me gritabas desde lo alto del hoyo: «¿Estás seguro de que podrás hacerlo?»

—¿Cómo puedes acordarte de lo que dije hace diez años? Sin embargo, yo sí que me acuerdo de una cosa que ponía en una de esas lápidas que tuve que reparar: «In memorian del Excelentísimo Señor Kokaku Daikoji. Falleció el i de enero de 1776, Año del Dragón». Una piedra antigua y elegante. Me entraron ganas de robarla cuando nadie me viera. Tenía un aspecto bastante gótico, ahora que lo pienso, y estaba encantadoramente labrada, con adornos muy bien trabajados, de una belleza notable. —Meitei volvía al ataque con sus lecciones y conocimientos sobre Estética. Eso para quien le pudiera interesar el arte gótico japonés que se estilaba en el año 1776...

—Puede que eso fuera así, como tú dices. Pero escucha, escucha lo que dijiste: «Desde que me propuse dedicar mi vida al estudio de la estética y las artes, no desperdicio ninguna ocasión de plasmar sobre el papel cualquier cosa de este universo que se ponga antes mis ojos y resulte de mi interés». Por si fuera poco añadiste con una frialdad total: «Un hombre como yo, dedicado en cuerpo y alma al propósito de aprender, no puede permitirse sentimientos tales como la pena o la compasión». ¡No podía quedarme quieto ante semejante desplante, te quité el cuaderno con las manos llenas de barro y lo hice trizas!

—Y fue en ese preciso momento cuando se echó a perder para siempre mi talento. Nunca ha vuelto a florecer, y el único culpable fuiste tú.

—No digas bobadas. Si hay alguien resentido en esta historia, ese soy yo.

—Desde que tengo memoria, Meitei ha sido siempre un charlatán. —El maestro, una vez dio buena cuenta de todo el contenido del plato de dulces, se volvió a unir a la conversación—. Nunca sabe lo que dice y, por si fuera poco, jamás ha mantenido una promesa. Y si se te ocurre presionarle para que te dé una explicación, nunca te ofrecerá más que excusas y pretextos sin fin. En una ocasión en la que florecían los mirtos en el patio del templo, dijo que quería completar un tratado que estaba escribiendo sobre esos antiguos principios estéticos antes de que sus flores se marchitaran. «Imposible», le dije. ¿Y sabes lo que me contestó? Dijo que a pesar de las apariencias tenía una voluntad de hierro. «Si dudas de lo que digo, apuéstate algo.» Acepté la apuesta y quedamos en que el perdedor pagaría una cena en un restaurante occidental en el barrio de Kanda. Acepté la apuesta porque estaba seguro de que nunca terminaría su escrito a tiempo, pero, como no tenía dinero para pagarla, me inquieté ante la posibilidad de que pudiera obrarse el milagro. En cualquier caso, no dio señales de ir a terminar el trabajo a tiempo. Pasó una semana. Pasaron tres semanas y no había escrito una sola página. Al final las flores del mirto cayeron y, a pesar de que el árbol estaba desnudo, Meitei seguía tan tranquilo. Saboreando ya esa cena de estilo occidental, conminé a mi amigo a que se rascase el bolsillo para cumplir con su palabra. Pero la única respuesta que recibí de su parte fue que me perdiera.

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