Authors: Natsume Soseki
—Pondría cualquier excusa para librarse de pagar, ¿no es así? —preguntó Suzuki.
—Por supuesto, ¡menudo granuja, valiente caradura! No te puedes imaginar lo obstinado que fue. «Puedes decir lo que quieras», repetía, «sobre mis demás defectos y debilidades. Pero en lo que se refiere a fuerza de voluntad te supero con creces.»
—¿Quieres decir que incluso sin haber escrito ni una palabra, aún mantenía que no había perdido la apuesta? —preguntó Meitei.
—¡Por supuesto que lo hiciste! Dijiste que la apuesta no versaba sobre terminar ningún ensayo, sino sobre tu fuerza de voluntad, sobre tu capacidad en estado puro. Eso sí. Admitías quizás el defecto de una memoria pobre, tan pobre que al día siguiente de la apuesta se te olvidó escribir sobre aquellos principios estéticos. Pero tu voluntad seguía firme e inconmovible. El fallo, me dijiste, estaba en tu memoria, no en tu voluntad, que seguía siendo férrea. Como el tratado seguía sin existir y las flores del mirto había caído, para ti estaba meridianamente claro que no había ninguna razón para pagarme la cena.
—Ya veo. Típico de Meitei... Muy interesante —apuntó Suzuki.
No podía entender por qué esta historia tan aburrida interesaba tanto a Suzuki, pero el tono de sus comentarios era muy diferente del que tenía antes de que Meitei se presentase en la casa. Quizás la variabilidad del carácter es un signo de la inteligencia de un hombre.
—¿Dónde está lo interesante? —preguntó el maestro enfadado.
—Me preocupa que todavía sigas recordando lo que pasó y que te sientas mal por ello, Kushami. Quiero resarcirte por aquello, y por eso tengo a un montón de gente buscando día y noche y de arriba abajo esas famosas lenguas de pavo que te prometí. Hablando precisamente de ese tratado de estética me he acordado de que hoy venía a comentarte unas noticias muy extrañas que me han llegado.
—Siempre que te dejas caer por aquí es para contarme una de tus noticias extrañas. Te advierto que no me las tomaré en serio.
—Pero es que lo de hoy es verdaderamente sensacional, te lo juro. ¡Kangetsu ha empezado a escribir su tesis! ¿Qué me dices a eso? Como tiene esa opinión tan elevada de sí mismo, no pensé que fuera a comprometerse en una cosa tan mundana como es esa tarea de escribir una tesis, pero, según parece, lo está intentando con verdadero ahínco. ¿No te parece raro? Estaría bien informar a la señora Kaneda de que a partir de ahora puede empezar a soñar con añadir a su árbol genealógico a todo un doctor en física especializado en la estática de las bellotas.
A la primera mención del nombre de Kangetsu, Suzuki empezó a retorcerse la barbilla y a bizquear al maestro con objeto de que no hiciera la más mínima referencia a la conversación que acababan de tener ellos dos. Pero el maestro no se dio cuenta de nada. Un rato antes, bajo la influencia de la charla moral de Suzuki, había empezado a sentir cierta compasión por la hija de los Kaneda, no así por su madre, hacia quien seguía profesando una profunda antipatía. Pero, tan pronto como Meitei pronunció el nombre de la señora, volvieron a su memoria los recuerdos de las disputas recientes con la víbora de las narices. Como el enfrentamiento había tenido también sus aspectos cómicos, no se dejó llevar por la mala sangre. En cualquier caso, la noticia de que Kangetsu había empezado con su tesis era maravillosa. Estaba muy agradecido a Meitei por haber dicho, al fin, algo interesante y por haber traído una noticia tan buena. Sin duda era sorprendente. Sorprendente pero también especialmente agradable. En realidad no le importaba mucho si Kangetsu se casaba o no con la chica, porque lo verdaderamente importante para él era que obtuviera el doctorado. El maestro demostraba un mayor conocimiento de las cosas de lo que uno podría suponer. Aceptaba con naturalidad que nadie derramaría lágrimas sinceras por un trozo de madera abandonado en la esquina del taller de un escultor, por muy noble que fuera la pieza en cuestión. Pero cuando estaba soberbiamente esculpida, cuando su calidad era excepcional, no debían ahorrarse esfuerzos en asegurarle el brillo adecuado y todo su esplendor.
—¿Me estás diciendo de verdad que Kangetsu ha empezado a escribir su tesis doctoral? —preguntó el maestro visiblemente emocionado sin prestar la más mínima atención a las muecas de Suzuki.
—¡Qué mente más desconfiada! Nunca crees nada de lo que digo. Sí, ha empezado. Pero lo siento, no puedo decirte si versa sobre la física estática de las bellotas o sobre la mecánica del ahorcamiento. Sea como sea, su tesis será un glorioso motivo de asombro para la Señora Nariguda.
Cada vez que Meitei se refería mordazmente a la señora Kaneda, Suzuki se incomodaba, pero él no parecía darse cuenta del malestar que provocaban sus comentarios.
—He seguido investigando sobre el tema de las narices y estoy muy contento de decirte que he encontrado un interesante tratado sobre el tema en el libro
Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy
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Si su autor hubiera conocido semejante apéndice, le habría sido de gran ayuda para desarrollar la trama de su obra. Es la maldición de la cronología. Pensar que semejante órgano, eminentemente cualificado, podría haber obtenido fama mundial de haber nacido en el momento oportuno... Y en lugar de eso tendrá que pasar sin pena ni gloria como le sucede a tantas otras narices. Se me llena el corazón de compasión. Cuando venga por aquí otra vez, pintaré ese enorme promontorio de carne para mi futura referencia en el estudio de las cuestiones estéticas más relevantes de nuestro tiempo.
Nada podía detener a Meitei.
—Pero según he escuchado parece que la hija de los Kaneda quiere convertirse en la prometida de Kangetsu —dijo el maestro a modo de resumen de todo lo anteriormente expuesto por Suzuki, mientras éste continuaba con sus muecas y echando chispas por los ojos a Kushami para que dejara el tema de una vez. Todos sus esfuerzos fueron en vano, y el maestro siguió como si nada.
—¡Qué extraño! Me sorprende que la hija de ese hombre sea capaz de enamorarse... No creo que lo suyo sea verdadero amor. Será más bien una cuestión de narices.
—Sea lo que sea, esperemos que Kangetsu se case con ella —remarcó el maestro.
—¿Cómo? ¿Quién espera ahora que se case con ella? El otro día estabas dispuesto a morir con tal de impedir semejante unión, y hoy no haces más que desearla. ¿Te has ablandado o qué?
—No es una cuestión de ablandarse. Yo nunca me comporto así, pero...
—Pero ha pasado algo. ¿No es así? Mira, Suzuki, aunque seas una de esas pequeñas criaturas que pululan por la jungla de los negocios, déjame que te dé un pequeño consejo para guiar tus futuros patinazos. Es referente a esos ruidosos Kaneda y a la cerdita de su hija. Lo normal en gente razonable sería referirse a esa señorita con el debido respeto como la señora de Kangetsu Mizushima, esa talentosa eminencia nacional, pero permíteme que te diga que eso es imposible. No hay equilibrio entre ellos, como no lo hay entre una campana en un templo y un farolillo rojo que se le colocase por badajo. Nadie que se considere amigo de Kangetsu se quedaría parado sin decir nada ante semejante matrimonio desafortunado. Seguro que tú, Suzuki, si lo analizas como hombre de negocios, podrás entender lo que estoy diciendo.
—¡Menuda comedia estás montando! Siempre exagerando. Veo que no has cambiado nada en diez años. Eres realmente extraordinario —dijo Suzuki intentando esquivar la cuestión principal.
—Como me adulas diciendo que soy extraordinario, déjame que exponga algunos detalles también extraordinarios para iluminarte sobre este caso. Los antiguos griegos daban mucha importancia a la educación física, y la promovían mediante la entrega de suculentos premios a los ganadores de todo tipo de pruebas atléticas. Pero, por extraño que parezca, no daban premios a nadie por su capacidad intelectual. Hasta hace bien poco esta curiosa circunstancia me inquietaba...
—Ya veo —dijo Suzuki intentando hacerse el amable—. Es extraño, como dices.
—Sin embargo el otro día, en el curso de mis investigaciones, tuve la oportunidad de encontrar la explicación a este misterio. En un instante desaparecieron como por ensalmo largos años de preocupaciones, y en ese estado de gracia me liberé del peso de todos los errores y engaños terrenales. Me sentí transportado a un reino puro de infinita iluminación donde mi espíritu se extasió ante su propia toma de conciencia.
Meitei empezó otra vez con los refinamientos, e incluso el adulador Suzuki puso cara de no poder más. El maestro, por su parte, pensó: «Ya empieza de nuevo». Su expresión era de resignación. Bajó la mirada y empezó a golpear en el plato de los dulces con sus palillos de marfil. Meitei, sin inmutarse, seguía a lo suyo:
—¿Y a quién creéis que le debemos ese brillante análisis lógico que nos ha ofrecido una explicación simple y nos ha sacado para siempre del oscuro abismo de las dudas? A ese famoso filósofo griego, el más grande de los maestros desde que las escuelas filosóficas fueron fundadas, al renombrado fundador de la escuela Peripatética. ¡Aristóteles! Su explicación... Kushami, deja de dar golpecitos al plato y pon un poco más de atención... Su explicación, digo, lo resume todo. Los griegos ofrecían premios en las competiciones deportivas para valorar el esfuerzo y arte de los atletas y, al mismo tiempo, para estimularles. Pero ¿qué pasaba con la ciencia? Si hubieran premiado a los científicos, el premio podría haberse convertido en algo más importante que la ciencia misma, y eso, como todos sabemos, es imposible. Si hubieran reunido dos tesoros, uno tan alto como el monte Olimpo y otro tan fastuoso como las riquezas de Crates, habría sido suficiente, pero de ninguna manera habrían logrado honrar a la ciencia. Así que, como maestros del razonamiento que eran, decidieron no premiar a la ciencia absolutamente con nada. Espero, Suzuki, que con esto hayas aprendido que por mucho dinero que tengas, la riqueza no es nada si se la compara con el supremo valor del conocimiento. Déjanos, pues, que apliquemos esta verdad revelada, este principio fundamental al problema que tratamos hoy. Seguro que ahora veis al señor Kaneda como lo que es en realidad, un hombre que tiene la nariz y los ojos pegados a un billete. Si se me permite expresarlo de una manera gráfica, diré que ese hombre no es sino un billete con piernas. Y si él es eso, mera moneda de cambio, diría yo, su hija no es más que un pagaré andante. En oposición a ellos, tomemos ahora en consideración a Kangetsu. Se graduó con poco esfuerzo y con la mejor nota en la escuela más prestigiosa de nuestro país. Una vez dejó la Universidad Imperial, no mostró el más mínimo signo de cansancio o debilidad. Al contrario, mientras jugaba con los cordones ciertamente anticuados de su
haori
, se entregó al estudio intensivo de uno de los problemas que más acucian a los sabios y científicos actuales: la estabilidad de las bellotas. Y, por si eso fuera poco, este infatigable servidor de todo lo que tenga que ver con el conocimiento, está a punto de publicar una tesis que, sin ninguna duda, incorporará conceptos intelectuales de tal profundidad, originalidad y alcance, que los obtenidos en su momento por el gran lord Keivin
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quedarán obsoletos y reducidos a la insignificancia. Es cierto que en un momento dado se vio tentado por la idea del suicidio, pero eso no fue sino una ofuscación pasajera muy común entre los muchachos dotados de su espíritu. De ninguna manera ese incidente afecta a sus conocimientos ni a su reputación como vasto receptáculo de aprendizaje e inteligencia. Si tuviera que describir a Kangetsu como hice anteriormente con los Kaneda, diría de él que es una biblioteca ambulante. Es un cañón cargado y a punto de disparar. Bien es cierto que un cañón de pequeño tamaño, pero sin embargo bien cargado de conocimientos. Y cuando ese cañón encuentre el momento oportuno para lanzar su proyectil, sin duda tendrá un gran impacto en el mundo académico. Explotará, vaya que si explotará.
Meitei daba signos de haberse quedado sin recursos y parecía confuso por su propia verborrea. Poco a poco se desinfló y se vino abajo. El dragón que expelía fuego por su boca meneaba ahora tristemente su cola, dando sus últimas bocanadas. Sin embargo, incapaz de callarse del todo, reunió fuerzas y en unos segundos volvió de nuevo al ataque:
—Tras esa explosión, inevitable, cosas como los pagarés, por miles, serán reducidas a polvo y ceniza. De ahí se deduce una conclusión meridiana: esa chica Kaneda, simplemente, no le va. No podemos consentir que semejante alianza se lleve a término. Es como si un elefante, el más sabio y majestuoso de los animales, se casara con el cerdo más glotón de una pocilga.
Y así, con una traca final, Meitei concluyó su exposición.
—¿No es así, Kushami?
El maestro, en silencio, daba melancólicos golpecitos al plato. Parecía deprimido y al borde de la desesperación. Incapaz de ofrecer una respuesta satisfactoria a semejante diatriba, apenas alcanzó a murmurar algo para expresar su total desaprobación.
Suzuki, por su parte, parecía como si tuviera las manos aún manchadas de sangre después del asesinato verbal que había cometido contra Meitei apenas media hora antes. El maestro era una persona incapaz de darse cuenta de detalles de esa naturaleza. La táctica de Suzuki consistía en recibir, e incluso en silenciar, los ataques de Meitei, para luego, en medio de la confusión general, escabullirse vilmente. Se notaba que era una persona inteligente. Era un hombre moderno que huía de los enfrentamientos directos, y de esa actitud casi medieval que consiste en meterse en discusiones que, por su naturaleza, no tendrán ningún resultado práctico. Lo mejor era evitarlas. En su opinión, el propósito de la vida no era hablar, sino actuar. Si las cosas sucedían como uno deseaba, entonces la vida, una vez cumplidos dichos propósitos, era razonablemente buena. Pero si encima sucedían como uno esperaba y, además, lo hacían sin dificultades ni altercados, entonces la vida era algo paradisíaco. Esa inquebrantable devoción suya por las cosas que costaban poco y se hacían rápido le había llevado a una carrera profesional exitosa, una vez superados los años de universidad. Había supuesto que lucir ese reloj de dieciocho kilates le había colocado en situación de hacerle un pequeño favor al mismísimo señor Kaneda y, por ende, había hecho posible que estuviese allí para llevar a Kushami por donde él quería, y así cumplir con los deseos de la poderosa familia que le patrocinaba. Pero cuando todo estaba saliendo a pedir de boca, entró en escena el maldito Meitei: una persona totalmente ajena a las realidades de la vida moderna, carente del más mínimo respeto por las convenciones sociales, totalmente excéntrico y que, encima, se manifestaba como el paradigma de lo caprichoso de acuerdo con una psicología nunca antes observada en criatura humana alguna. Sin duda, Suzuki estaba desconcertado; Meitei le estaba llevando poco a poco a su terreno. Los principios por los que se regía Suzuki eran el resultado de la inteligencia práctica propia de muchos prohombres de éxito de la era Meiji. Y él, Suzuki Tojuro, su primer y más devoto discípulo, era el más sorprendido cuando las circunstancias demostraban que esos mismos principios no podían aplicarse a algo.