Soy un gato (20 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Qué sabiamente expones tus «humildes» puntos de vista —interrumpió el maestro.

—Como sabéis, el acto de sonarse la nariz implica, ante todo, apretársela. El estrujamiento de la nariz, el retorcimiento, incluso uno podría decir el «presionamiento» de esa área tan localizada resulta, de acuerdo con los principios bien establecidos de la teoría evolutiva lamarckiana, en el desarrollo desproporcionado de ese punto concreto en relación a todos los que están a su alrededor. La epidermis de la zona afectada se endurece y el material subcutáneo, por tanto, se coagula y eventualmente se osifica.

—Eso suena un tanto exagerado: transformar la carne en hueso sólo por el hecho de sonarse los mocos. —Kangetsu, como buen representante de los licenciados en Ciencias, opuso sus objeciones. Meitei, por su parte, siguió adelante sin dar la más mínima importancia a los argumentos de sus compañeros.

—Naturalmente, puedo aceptar vuestras dudas, pero caminar se demuestra andando. El hueso está ahí y ese hueso se ha moldeado de algún modo. Sin embargo, y a pesar de ese hueso, uno moquea. Y si uno moquea, debe sonarse. Y en el curso de esa acción el hueso se dilata hasta adquirir la forma, altura y estrechez ideales. Es, de hecho, un proceso que yo calificaría de terrorífico. Pero, al igual que unas simples gotas de agua terminan, a lo largo de los años, por hacer un hueco en el granito, de la misma manera se ha alargado el órgano nasal con incesantes actos de sonarse. Eso ha moldeado dolorosamente esa línea recta en la cara de uno.

—Pero la tuya es fofa...

—Rechazo decididamente cualquier tipo de discusión sobre las características particulares observadas en la fisionomía del ponente. Una aproximación puramente personal implica el riesgo de la autoexculpación, así como la tentación de defender los defectos y deficiencias de cada uno. Pero, por lo que se refiere al objeto de estudio, esto es, a la honorable nariz de la señora Kaneda, ésta es de tal calibre que me gustaría llamar la atención de los oyentes y destacarla como la más desarrollada en su especie, el objeto más raro y egregio del mundo.

Kangetsu estalló en un grito espontáneo de admiración:

—¡Le escuchamos, le escuchamos!

—Pero cualquier cosa que se desarrolla hasta ese punto se convierte inmediatamente en algo intimidatorio, incluso aterrador. Puede ser espectacular, pero al tiempo chocante, inalcanzable. El puente de la nariz de esa señora me parece ciertamente magnífico, aunque excesivamente rígido, inaceptablemente empinado. Si uno se detiene a examinar las narices de los antiguos, parece probable que la nariz de Sócrates, Oliver Goldsmith, o William Thackeray fueran bastante imperfectas desde el punto de vista estructural, pero cada una de esas imperfecciones tenía su encanto. Sin duda es un acto puramente intelectual afirmar que una nariz, como una montaña, no es relevante por su tamaño, sino por su personalidad. Igualmente, en este país tenemos una ajustada expresión popular que reza: «Mejor que la nariz son los pasteles». Se trata, sin duda, de una corrupción de algún tipo de adagio más antiguo que valoraba la nariz por encima de los olores. De lo que se deriva que, desde el punto del vista estético, mi nariz, la del ciudadano Meitei, es perfecta y totalmente normal.

Kangetsu y el maestro saludaron esta fabulación espontánea con una sonora carcajada, e incluso Meitei se acabó uniendo a la celebración.

—Ahora, la pieza que les he estado recitando...

—Distinguido ponente. Debo objetar respecto al uso de la expresión «he estado recitando». Se trata de una expresión un tanto vulgar para describir la actividad de un orador como yo.

Kangetsu se tomaba la revancha por la crítica del uso del lenguaje que Meitei le había hecho durante su reciente presentación.

—En cuyo caso, señor, y habiendo purgado mi error, con su permiso, me gustaría tocar ahora el tema de la adecuada proporción entre la nariz y la cara a la que ésta va asociada. Si simplemente se tratase de narices, sin considerar su relación con otras entidades, entonces declararía, sin temor a contradecirme, que esa nariz de la señora Kaneda es soberbia, superlativa y, probablemente, excelsa. La mejor situada para ganar el concurso de narices organizado por los duendes de largas narices del monte Kurama, que, según nuestra tradición, allí habitan por los siglos de los siglos. Pero, ¡ay de mí!, esa nariz no parece haberse formado, moldeado, o incluso me atrevería a decir, fabricado, teniendo en cuenta algún tipo de consideración por la relación con otros objetos faciales tan importantes como son, por ejemplo, los ojos y la boca. Julio César estaba dotado, sin duda, de una nariz muy fina. Pero, ¿cuál sería el resultado si uno le cortase la nariz al Cesar y se la pegase a, pongamos, este gato tuyo? La frente de los gatos es proverbialmente pequeña. Si injertásemos esa nariz heroica en un espacio tan diminuto, el resultado sería el mismo que si colocásemos el gran Buda de la ciudad de Nara
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sobre un tablero de ajedrez. La yuxtaposición de elementos desproporcionados destruye los valores estéticos. La nariz de la señora Kaneda, como la del César, es en sí misma
una cosa.
Una protuberancia de lo más digna y mayestática. Pero, ¿cómo es en relación a lo que la rodea? Por supuesto, esas circunstancias faciales adyacentes no son mucho mejores que las de su propio gato. Sus ojos cuelgan de unas cejas oblicuas igual que los de una epiléptica. Señores, les preguntó: ¿Qué clase de nariz sobreviviría en tan lamentable cara?

Cuando Meitei se detuvo, pudo oírse una voz en la parte trasera de la casa que decía: «Todavía siguen con eso de la nariz, que aburridos».

—Esa es la mujer del carretero —explicó el maestro a Meitei. Continuó a modo de resumen—: Es para mí un gran honor saber que al otro lado de la valla me están escuchando con tanta atención personas del sexo femenino. Estoy especialmente agradecido por que la dulce voz de esta nueva participante añada un poco de encanto a mi árida exposición. Para lograr que no pierda su atención, dejaré con gusto mi estilo académico a fin de adoptar otro más popular y más accesible, pero como estoy a punto de entrar a analizar un problema de mecánica, el inevitable vocabulario técnico resultará un tanto difícil de comprender para las mujeres. Les pido, por tanto, un poco de paciencia.

Kangetsu respondió a la mención sobre el problema mecánico con una abierta sonrisa.

—El punto que me gustaría establecer es que tal nariz y tal cara nunca armonizarán, aunque se lo propongan. Brevemente, diremos que su combinación va contra la regla fundamental de la teoría de Zeising,
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un hecho que pretendo demostrar mediante la siguiente fórmula mecánica. En primer lugar, debemos designar H como la altura de la nariz y µ como el ángulo entre la nariz
y
el nivel de la superficie de la cara. Por favor, tengan en cuenta que W es el peso de la nariz. ¿Me siguen hasta ahora?

—A duras penas —suspiró el maestro.

—¿Y usted, Kangetsu?

—Yo también estoy un poco perdido.

—Me sorprendes, Kangetsu. Que el profesor Kushami no me siga lo puedo entender, pero tú, todo un licenciado en Ciencias... Esta fórmula es la pieza central de mi exposición. Si la suprimo se caerá por tierra todo lo dicho anteriormente. Este tipo de cosas no ayudan. Sin embargo, la eliminaré y pasaré a exponeros directamente mi conclusión.

—Ah, pero ¿hay una conclusión y todo? —preguntó el maestro con una genuina curiosidad.

—¿Por qué lo preguntas? Naturalmente. Una exposición sin conclusión es como una cena sin postre. Ahora escuchad atentamente. Voy a exponer mi conclusión. Caballeros, si se sigue la teoría que les he expuesto hasta ahora y se la relaciona con las teorías de Virchowy Wisemen,
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uno se verá obligado a tener en consideración también el problema de las formas congénitas hereditarias. Es más, existe una clara evidencia para argumentar que no puede darse la transmisión de fisionomías adquiridas. Sin embargo, las condiciones mentales resultantes, en cuanto consecuencia de esas formas, son, de alguna manera, transferibles. Es, por tanto, lógico pensar que una persona con un progenitor con tal nariz, tendrá asimismo una protuberancia fuera de lo normal. Como Kangetsu es todavía joven, todavía no habrá notado ninguna anormalidad en la estructura del órgano nasal de la señorita Kaneda. Pero la herencia genética requiere cierto tiempo hasta desarrollarse por completo. Uno nunca sabe. Quizás no haga falta sino un cierto cambio en el clima para que la nariz de la señorita germine y se convierta en un instante en una perfecta replica de la de su honorable madre. En suma, y a la luz de mi demostración teórica, creo que sería prudente intentar evitar cualquier idea de matrimonio en este momento, mientras todavía es posible hacerlo. Yo diría, incluso aun a riesgo de ir demasiado lejos, que todos en la casa del maestro, incluido su monstruoso gato, estamos de acuerdo en esto.

El maestro aprobó con entusiasmo:

—Por supuesto. Nadie en su sano juicio se casaría jamás con la hija de semejante engendro. Realmente, mi querido Kangetsu, no deberías casarte con ella.

Busqué mi propia forma de asentir a todas esas recomendaciones profiriendo dos maullidos. Kangetsu, sin embargo, no parecía especialmente preocupado por la situación.

—Si ustedes dos, personas sabias, comparten esa opinión, debería estar preparado para rechazarla, pero eso sería muy cruel puesto que probablemente las consecuencias de tal decisión llevarían a la persona en cuestión a enfermar gravemente.

—Eso —puntualizó Meitei alegremente— supondría la comisión de una especie de crimen sexual.

Sólo el maestro parecía seguir tomándose muy en serio el asunto.

—No bromeéis sobre esas cosas. Esa chica no se marchitará. No si es la hija de esa presuntuosa criatura que intentó humillarme plantándose en mi propia casa sin ser invitada para hacer preguntas incómodas. —El maestro volvió a enfurruñarse.

En ese momento se produjo una nueva interrupción procedente del otro lado de la valla. Se escucharon tres o cuatro voces que decían:

—¡Eres un testarudo, fanfarrón!

Y otra más que gritaba:

—Mejor que te vayas a vivir a una casa más grande.

Y una última:

—¿No es una lástima? Por muchos aires que te des, sólo eres una vieja gloria.

El maestro salió a la galería y gritó con violencia:

—¡Cierren la boca, fantoches! ¿Qué se creen que hacen molestando de esa manera en mi propiedad?

Las risas aumentaron:

—¿Has oído lo que dice? —soltó una—, Pero si es el viejo atontado del té salvaje.
¡Té salvaje!¡Té salvaje!
—comenzaron a corear.

El maestro, furioso, dio media vuelta. Entró en la casa, agarró su bastón y salió como una exhalación a la calle.

Meitei aplaudía de puro placer:

—Apunten y... ¡fuego! —gritó para enconar aún más al maestro.

Kangetsu seguía sentado, sonriendo y jugando con su cordón entre los dedos.

Yo seguí al maestro y le encontré en mitad de la calle blandiendo su bastón con gesto amenazante. Aparte de él, la calle estaba desierta. No podía ayudarle, pero tenía la sensación de que estaba haciendo el ridículo

Capítulo 4

Para mí se convirtió en una costumbre ir a husmear a la mansión de los Kaneda. No pretendo extenderme en el significado de la palabra «costumbre», puesto que sólo es otra forma de decir «a menudo». Lo que uno hace una vez, quiere hacerlo de nuevo, y las cosas que se han probado dos veces, exigen una tercera. Este afán de investigación no es algo exclusivo de los seres humanos, y me veo obligado a pedir aquí que se acepte la peculiaridad psicológica de cada gato nacido en este mundo. Igual que a los seres humanos, así les sucede a los gatos: si algo se hace más de tres veces, se convierte en un hábito, y practicarlo en una necesidad de la vida diaria. Si alguien se preguntase por qué visitaba la casa de los Kaneda tan frecuentemente, antes yo debería hacer una pregunta dirigida a la humanidad entera. ¿Por qué tragan humo a través de la boca los humanos y lo expelen por la nariz? Esa despreocupada inhalación-exhalación sirve de bien poco en aras de llenar la panza o de acabar con el mareo producido por el hambre. Por tanto, no veo la razón por la que la raza de los fumadores deba criticar mi costumbre de visitar a los Kaneda. Esa casa era mi tabaco.

Decir «husmear» da una impresión equivocada e incluso suena vagamente reprobable. Puede llevar a confusión y parece insinuar que yo entraba en aquella casa como un ladrón o como un amante clandestino. Bien es cierto que tampoco lo hacía invitado, pero mi objetivo no era robar una rodaja de bonito, o mantener una agradable conversación con el perrito faldero de ojos y nariz convulsamente amontonados en el centro de la cara. ¡En absoluto! ¿O quizás alguien se piensa que lo hacía por el puro placer de fisgonear? ¿Yo, un detective? Quien crea eso debe de estar loco. Entre las profesiones más degradantes de este mundo, no hay, en mi opinión, ninguna peor que la de detective, sin olvidarme de la de usurero. Es cierto que, por el bien de Kangetsu, se despertó en mí una especie de espíritu caballeresco poco frecuente en un gato, y que por esa razón mantuve la atención por todo lo que pasaba en casa de los Kaneda. Pero eso sólo ocurrió en una ocasión. Desde entonces, fui correcto y me comporté de manera tal que ni el más quisquilloso de los gatos pudiera reprocharme nada. En ese caso cabe preguntarse por qué describo mis acciones con una palabra tan desafortunada como «husmear». Tengo buenas razones, pero su explicación requiere un análisis en profundidad.

En primer lugar, soy de la opinión de que el cielo se hizo para dar cobijo al acto creativo en sí, y la tierra para que las cosas creadas que permanecieran en ella tuvieran un sustento con que sobrevivir. Incluso los seres humanos que adoran discutir sobre todo lo discutible no podrán negar este hecho. Después, deberíamos preguntarnos cómo o con qué esfuerzo han contribuido los humanos a esa creación. La respuesta es clara: con nada. ¿Qué derecho asiste, entonces, a los humanos para apropiarse de las cosas que ellos mismos no han creado y que no les pertenecen? Por supuesto, la no existencia de ese derecho no impide que esas criaturas se apropien de lo que les venga en gana. Pero entonces, seguramente, no hallarán ninguna justificación para impedir a los demás entrar y salir inocentemente de eso que llaman su propiedad. Si se acepta el derecho que Fulanito de tal o Menganito de cual tiene de parcelar, dividir
y
colocar vallas en este mundo sin fronteras, y registrarlas a su nombre, ¿cómo podrá evitarse entonces que tales personas se dediquen también a parcelar y dividir el cielo y a encerrar el aire? Si la ley natural permite la propiedad privada de la tierra y la compraventa asignando un valor por metro cuadrado, es lógico que también se permita la partición del aire que respiramos y su venta por metro cúbico. Si no se puede negociar con la atmósfera y es ilegal la partición del firmamento, se debe deducir entonces que la propiedad de la tierra es irracional, y no algo natural. Esa es mi convicción, y por eso entro donde me da la gana. Naturalmente, si no quiero ir a un sitio, no voy. Pero si se me antoja, no me preocupo en absoluto sobre la propiedad de lo que me encuentro en mi camino. No siento ningún tipo de inhibición por entrar en la propiedad de gente como los Kaneda, si ése es mi deseo. Sin embargo, la triste realidad es que, siendo un simple gato, no puedo competir en el terreno de la pura fuerza física. Mientras rija en el mundo la ley del más fuerte, los gatos no podremos esperar que se nos permita discutir, por mucha razón que tengamos. Y si nos empeñamos en hacer valer nuestras razones, el riesgo que corremos es el de que nos muelan a palos, como le pasó a Kuro, el gato del carretero. En situaciones en las que se enfrentan la razón y la fuerza bruta, uno debe elegir entre plegarse a una imposición o seguir siendo fiel a sus convicciones y evitar así el enfrentamiento. Yo, por supuesto, me quedo con la segunda opción. Si a uno no le van a moler a palos, debe animarse a hacer algo, pues resulta una forma de presión. Por tanto, y una vez explicado el concepto de «traspasar» como algo irracional y el de «husmear» como una forma de «presión», me dispongo a describir mis visitas a la casa de los Kaneda.

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